La candente polémica suscitada por estos días a raíz del Sínodo de los Obispos y las controversias por él planteadas, apenas han dejado lugar para una reflexión más serena y profunda sobre las temáticas en cuestión, dada la necesidad apremiante de salir al cruce de la catarata de despropósitos (comenzando por la tristemente célebre Relatio post disceptationem, en rigor de verdad) vertidos aquí y allá, cuyo denominador común fue el de atentar todos igualmente contra la doctrina católica tradicional, que integra en un armónico equilibrio los descubrimientos perennes de una sana filosofía con los principios de la divina revelación.
A más de este hilo conductor, no es necesario forzar demasiado los términos en juego para advertir que si existe otra noción clave, cuya interpretación puede determinar la postura que se adopte en cualquiera de los temas planteados, es la del “amor”. En efecto, el motivo de la convocatoria del Sínodo no fue otro que el de reflexionar en torno al matrimonio y la familia, realidades que ni siquiera pueden concebirse sin una referencia al menos implícita a la del amor. De ahí que cuestiones como la del divorcio y la comunión eucarística, el matrimonio civil y el concubinato, las relaciones homosexuales, etc., involucrando simultáneamente complejos y sutiles desarrollos doctrinales, puedan recibir de una correcta comprensión del término “amor” una luz verdaderamente esclarecedora.
Si bien se mira, en efecto, lo que la doctrina católica reprueba en cada uno de los modernos fenómenos que desde hace años la cultura vigente quiere imponer, coincide precisamente con el atentado contra la lógica interna que ordena el amor humano hacia su perfección, a través de la conformidad con su regla que, lejos de coartarlo, lo asegura y defiende de los peligros que amenazan desviarlo de su camino hacia la meta. Ahora bien, esto no sucede sino en la medida en que se rechaza una regla objetiva, fundada en la naturaleza de las cosas, para adherir a la idea de que basta con la mera espontaneidad del impulso en orden a alcanzar el verdadero bien y la felicidad.
El caso paradigmático quizá sea el de las relaciones homosexuales. Basta para nuestros nuevos ideólogos el hecho de que haya un afecto sincero o una simple atracción, sin más, para validarlas, y ello en nombre de un “amor” vago y confuso, que ni siquiera a la diferencia de sexos mira ahora. Pero el mismo principio es el que rige para las relaciones heterosexuales más variadas, bajo la pretensión que es suficiente que exista un amor que trascienda lo meramente carnal para justificar cualquier transgresión a las promesas matrimoniales, que ya ni siquiera parecen necesarias, por cuanto prolifera por doquier la parodia del concubinato, que escamotea todo lo que huela a compromiso real. Una vez más, el amor reducido a sus expresiones más bajas, usurpando la pasión y el sentimiento el lugar que corresponde al noble señorío de la voluntad, la cual por encima de todo ha de conformarse a la razón iluminada por la fe, sin despreciar aquellos elementos, más dominándolos y corrigiéndolos cuando sea necesario.
La sutil forma en que la pujante teología modernista avala estas realidades se basa en el elemento positivo que este tipo de relaciones contienen, que es el eufemismo utilizado para decir qué es el único sano que aún conservan del modelo desfigurado, a la vez que en su supuesta tensión hacia la plenitud que gradualmente irían realizando, cuando la realidad es que contradicen por su misma estructura el designio de Dios. El triunfo de estos postulados se ha visto por ahora aplazado, gracias a la reacción de un puñado que aún conserva el buen sentido católico, y que por encima de todo amor apela al Amor infinito de Dios, que es la Caridad.
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