La liturgia de la semana corriente, que transcurre casi en su totalidad de feria en feria, nos presenta la extraordinaria figura de uno de los pontífices romanos más destacados de la historia de la Iglesia, a saber, San Gregorio Magno, cuya conmemoración se celebra el próximo miércoles 3 de septiembre. Hombre de genio práctico extraordinario a la vez que un verdadero místico, heredero y representante egregio de la tradición romana, nació el año 540 en el seno de una rica familia patricia de la urbe, la gens Anicia, dedicándose de joven a la política, hasta alcanzar el puesto de prefecto de Roma (prefectus urbis), máxima dignidad civil a que se podía aspirar en aquel entonces. Poco más tarde, sin embargo, inquieto acerca de la difícil compatibilidad entre su cargo público y su vida religiosa, decidió renunciar al mismo y hacerse monje, el año 575, convirtiéndose desde entonces en ardiente y celoso propagador de la regla benedictina. Quince años más tarde, en el 590, fue elegido por el clero y el pueblo romano para suceder en el trono pontificio al papa Pelagio II, muerto ese mismo años. Fue a partir de entonces que se revelaron con toda claridad sus grandes dotes de gobierno, las cuales, asumidas por su santidad de vida, hacen de él uno de los pastores más insignes de la historia de la Iglesia. En efecto, las múltiples dificultades que supo afrontar exitosamente durante su pontificado, sobre todo las relativas a la gran crisis política que a la sazón se vivía en Occidente, además de su preocupación por la extensión de la fe (fue él quien envió el plantel de monjes misioneros a las Islas Británicas en el 597) y toda suerte de asuntos eclesiales, dan testimonio de un espíritu verdaderamente superior, que no obstante inauguró una costumbre pontificia ya milenaria, llamándose a sí mismo “siervo de los siervos de Dios” (servus servorum Dei).
No deja de resultar curioso que, siendo tales y tantos los méritos de este glorioso papa, su nombre se halle asimilado al género musical eclesiástico por excelencia, que precisamente en su honor es conocido como “canto gregoriano”. Ello no significa, desde luego, que el mismo pontífice halla compuesto personalmente, ni siquiera en parte, el vasto y variado repertorio que conforma en la actualidad el patrimonio del canto gregoriano, también llamado “canto llano”, si bien la identidad entre ambos términos no es plena. El gregoriano, en efecto, es la forma específica que el canto llano adquiere en el rito romano, caracterizado por el estilo monódico (todas las voces cantan la misma melodía) y la interpretación, al menos originalmente, a capella, vale decir, sin el acompañamiento de instrumentos musicales.
Ahora bien, ¿qué es, entonces, lo que debe al papa San Gregorio la música eclesiástica? Pues ni más ni menos que su codificación. Gregorio, en efecto, también manifestó su genio práctico a este respecto, ordenando la recopilación de los escritos de los himnos o cánticos cristianos primitivos utilizados en la liturgia, si bien hoy en día esta versión histórica ha dado lugar a otra que sostiene que el gregoriano no es más que una síntesis procedente de la confrontación del canto romano con el canto galicano, que se impuso definitivamente en Occidente cuando la unificación política y litúrgica de la época carolingia. Sea lo que fuere de ello, el canto gregoriano siempre continuará evocando con su solo nombre la figura de San Gregorio, como ha sucedido desde el siglo XI.
El eclipse que sufre hoy el gregoriano en la liturgia no es el primero en la historia, ya que, como es sabido, fue mérito de otro gran papa, San Pío X, promover la restauración del mismo (a través del motu proprio Tra le sollicitudine, del 22-IX-1903), tarea en la que contó con el auxilio de la ímproba labor de los monjes de la abadía de Solesmes, iniciándose así un feliz período de esplendor del gregoriano, después de un letargo de varios siglos. Este esplendor, con todo, no fue lo bastante prolongado, dado que a partir del Vaticano II la tendencia desacralizadora que ha azolado la vida litúrgica de la Iglesia hizo del canto gregoriano uno de sus blancos predilectos de destrucción, pese a la expresa indicación del Concilio en sentido contrario. “La Iglesia reconoce el canto gregoriano como el propio de la liturgia romana”, dice, en efecto, la constitución Sacrosanctum Concilium; “en igualdad de circunstancias, por tanto, hay que darle el primer lugar en las acciones litúrgicas” (n. 116). Estas y otras intervenciones magisteriales, sin embargo, apenas si han sido oídas, como consecuencia de lo cual el gregoriano, caído en un desuso generalizado, se mantiene vigente solo en ámbitos muy reducidos del cuerpo eclesial.
A modo de conclusión, transcribimos el denso parágrafo con el que el papa San Pío X abriera la instrucción acerca de la música sagrada contenida en el motu proprio antes citado, y que constituye una perfecta y sintética exposición de principios en la materia:
“Como parte integrante de la liturgia solemne la música sagrada tiende a su mismo fin, el cual consiste en la gloria de Dios y la santificación y edificación de los fieles. La música contribuye a aumentar el decoro y esplendor de las solemnidades religiosas, y así como su oficio principal consiste en revestir de adecuadas melodías el texto litúrgico que se propone a la consideración de los fieles, de igual manera su propio fin consiste en añadir más eficacia al texto mismo, para que por tal medio se excite más la devoción de los fieles y se preparen mejor a recibir los frutos de la gracia, propios de la celebración de los sagrados misterios” (n. 1).
No hay comentarios:
Publicar un comentario