Entre los días 8 y 12 de septiembre de cada año, fiesta litúrgica del nacimiento de María Santísima y memoria de su Dulcísimo Nombre respectivamente, se abre en la Iglesia un espacio de reflexión teológica que gira toda ella en torno al despuntar de la salvación, a partir de la elección y preparación inmediata de la elegida para ser nada menos que la Madre de Dios. A propósito, la obvia referencia que entraña el acontecimiento que hoy se celebra al misterio de la Inmaculada Concepción, acaecida nueve meses antes, no debe hacernos perder de vista los matices peculiares de la presente celebración. Pues si la gran solemnidad que interrumpe la austeridad propia del ciclo del Adviento cada 8 de diciembre se centra en la contemplación de la admirable prerrogativa de que se vio adornada desde el primer instante de su existencia la persona de María Santísima (aunque siempre en el contexto de su significado salvífico), la más modesta festividad que hoy nos alegra subraya la inminencia de nuestra salvación, como lo señala San Andrés de Creta en uno de sus sermones, que se lee en la Liturgia de las Horas el día de la fecha: “Convenía que [la] fulgurante y sorprendente venida de Dios a los hombres fuera precedida de algún hecho que nos preparara a recibir con gozo el gran don de la salvación. Y éste es el significado de la fiesta que hoy celebramos, ya que el nacimiento de la Madre de Dios es el exordio de todo este cúmulo de bienes, exordio que hallará su término y complemento en la unión del Verbo con la carne que le estaba destinada. El día de hoy nació la Virgen; es luego amamantada y se va desarrollando; y es preparada para ser la Madre de Dios, rey de todos los siglos”.
La celebración de la fiesta de la Natividad de la Santísima Virgen María data del siglo VI, aunque se introdujo primeramente en Oriente; recién más tarde sucedió ello en Occidente, hacia el siglo VII. Con el correr de los siglos, la iconografía fue subrayando progresivamente el costado tierno que ofrece a la devoción de los creyentes el misterio del nacimiento de la Virgen, apareciendo, por ejemplo, la devoción de la “Virgen niña”. Los textos de la liturgia de la Misa, sin embargo, nos descubren una perspectiva bastante más honda, situando el acontecimiento en el contexto grandioso del plan salvífico de Dios, tal como lo hace el obispo San Andrés en el texto citado. En efecto, tenemos, por un lado, la genealogía de Cristo que abre el evangelio de San Mateo, la cual, si bien se refiere directamente a “José, esposo de María, de la que nació Jesús, llamado <<Cristo>>” (1, 16), nos brinda no obstante una admirable visión panorámica del designio de Dios realizado en la historia, a través de las generaciones; por otro, el texto del Apóstol que se lee en la segunda lectura (de carácter optativo), al cual vamos a dedicar unas líneas en particular.
El fragmento está tomado de la carta a los Romanos, y dice así: “A los que Dios conoció de antemano, los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que él fuera el Primogénito entre muchos hermanos; y a los que predestinó, también los llamó; y a los que llamó, también los justificó; y a los que justificó, también los glorificó” (8, 29-30).
Referidas de suyo al gran misterio de la predestinación divina, estas líneas adquieren, aplicadas al nacimiento de la Virgen, una significación del todo singular, precisamente por el hecho de que estamos ante una de las manifestaciones más señaladas del mismo. La Señora es, en efecto, la predestinada por excelencia junto a su Divino Hijo: elegida desde toda la eternidad por un inescrutable designio divino, adornada con toda suerte de prerrogativas en orden al cumplimiento de una misión única, su aparición en la historia está lejos de constituir un hecho meramente anecdótico; el profundo silencio que se cierne sobre los primeros años de su vida no debe sino confirmarnos en la persuasión de que lo verdaderamente grande sucede con frecuencia a espaldas de los hombres, como nos lo recordaría otro Nacimiento acaecido pocos años después….
Como complemento natural de la celebración de hoy, el viernes 12 tendremos ocasión, Dios mediante, de conmemorar el Santísimo Nombre de María, nombre dulcísimo que desde el comienzo estuvo en el corazón y en la boca de todo verdadero cristiano. A este nombre, poderoso ante Dios y ante los hombres, también nosotros nos encomendamos.
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