Confrontados a una situación inédita, el
católico de hoy, sobre todo el intelectual católico, tiene una misión inédita y
debe, por consiguiente, dar una respuesta inédita. Antes de abocarnos al
contenido de tal respuesta, no dejará de ser útil un sucinto análisis histórico
de las distintas etapas de la cultura, para considerar la diversidad de
reacciones que caracterizaron a los católicos.
Es indudable que la Edad Media conoció una
admirable Weltanschauung, una cosmovisión muy esplendorosa del mundo. Durante
esa época, el orden natural y el orden sobrenatural eran, sí, órdenes distintos,
pero en modo alguno divorciados. Así como en Cristo la naturaleza humana y la
divina se unen en la Persona divina sin dejar de distinguirse, así lo temporal
se unió con lo eterno, lo carnal con lo espiritual, lo visible con lo invisible,
sin perder cada ámbito su límite de autonomía.
El mundo ofreció entonces un espectáculo
cultural verdaderamente arquitectónico, catedralicio. La filosofía, por ejemplo,
asumiendo todo lo que era valedero en el pensamiento tradicional de Platón,
Aristóteles, Plotino, etc., lo injertó en el cosmos de la revelación. Al fin y
al cabo aquella tradición no había sido sino una suerte de “preparación
evangélica”, como la calificaron lo Padres de la Iglesia. ¿Acaso no decía
Clemente de Alejandría: ¿Quién es Platón sino Moisés que habla en griego, como
queriendo afirmar que la verdad natural era coherente con la sobrenatural, ya
que ambas tenían, en última instancia, a Dios por autor? La arquitectura
medieval, concretada tan maravillosamente en las catedrales, románicas y
góticas, al tiempo que enseñaba al pueblo a orar en la belleza, insuflaba una
nostalgia de la Belleza sustancial. La música, sea la del órgano, sea la de las
voces humanas, esa música que rebotaba de arco en arco, llenando los recintos
sagrados, no era sino la parte humana de un concierto que reunía los ángeles y
los hombres, eco de la armonía trinitaria. La política conoció asimismo en
aquélla época uno de sus picos históricos, pudiendo verse en la imagen de San
Luis, rey de Francia, la encarnación del gobernante católico, aquel en quien la
fe era algo penetrante, algo que imbuía todo el orden temporal cuyo encargo
había recibido, en última instancia, del Emperador celeste, de quien era vicario
en el orden temporal. La literatura, en sus diversas expresiones, desde los
cantares de gesta hasta la Divina Comedia, constituía, en cierto modo, una
especie de prolongación de la Sagrada Escritura, en el sentido de que seguía
exponiendo el plan de Dios a través de las letras.
En fin, un orden temporal empapado de
sacralidad. El papel del intelectual católico de entonces no era sino concretar
esa visión temporal y trascendente en el marco de las instituciones, que tanto
lo ayudaban para dicho cometido.
Con la aparición del Evo moderno, poco a poco,
las cosas van a ir cambiando, pero en una dirección muy determinada, progresiva
y disolvente. La filosofía comienza a abrir caminos desconocidos, adentrando al
hombre en una interioridad cada vez más enclaustrada, en un distanciamiento
creciente entre la realidad conocida y el sujeto cognoscente, hasta quedar este
último encerrado en una total inmanencia; ruptura total del ser y del conocer.
El artista, inspirando sus principios en la nueva filosofía, pretendió emular en
cierta manera la actividad creadora de Dios, pero no con el espíritu de humildad
intelectual que había caracterizado al período medieval, sino con un ímpetu de
soberbia y autonomía evidentes; en un largo proceso que comienza,
sintomáticamente, con la representación de un hombre desmesurado en su
musculatura, como nos legó el por otro lado admirable Renacimiento, llegamos a
la destrucción plástica del hombre en Picasso y su ulterior arbitraria
reconstrucción, con total independencia del Arquetipo supremo, a cuya imagen y
semejanza había sido hecho. La música se lanzó también a un proceso de
exaltación del hombre; buscando más “expresarse” que expresar la armonía divina,
acabó por destruirse a sí misma, reduciéndose a no ser sino puro ritmo,
estruendoso ruido, sin contenido, sin armonía, sin serenidad.
La política olvidó sus instancias superiores,
la autoridad se desvinculó del poder divino como de su fuente, y se lanzó por
las vías de un maquiavelismo creciente hasta llegar a la masificación
contemporánea o al esclavismo comunista. La literatura cortó amarras de las
Sagradas Letras, desembocando en sus últimas etapas de una poesía sin sentido y
una novelística pornográfica.
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