Francamente,
algo olía no del todo bien, ya desde un principio, en la convocatoria para
marchar contra la llamada “violencia de género”. Ante todo, estaba el hecho de
que en la organización de la misma tuvieran parte destacada los grupos que acostumbran
militar bajo la divisa “aborto legal, seguro y gratuito”. Claro, en el fondo se
trata del mismo y único “paquete” del feminismo radical, en cuyo interior se
encuentran reivindicaciones de todo tipo, algunas de ellas legítimas (como la
de bregar por el respeto a la mujer), pero cuya clave de interpretación está
dada por aquella mentalidad que lo persigue en definitiva es la plena
liberación y autonomía del sexo femenino, en el sentido de una rebelión contra
todo lo que pueda significar un límite a su libertad de decidir, orden natural
inclusive.
La sospecha
inicial comenzó pronto a confirmarse. En efecto, y en la medida en que se
indagara un poco en el contenido integral de la manifestación, se veía que,
como lo señalaba uno de los tantos panfletos distribuidos con ocasión de la
convocatoria, “si bien la concentración es para manifestar la lucha contra la
violencia de género en general, habrá exigencias concretas que serán leídas
frente al Congreso”. Una de ellas, en particular, era la consabida de la
legalización del aborto, como se pudo verificar finalmente, ya no solo en la
etapa de difusión de la marcha (hay imágenes de sobra en la web, de afiches,
volantes y demás), sino en su misma realización, abundante en muestras de
violencia y odio hacia la
Iglesia , sin perjuicio de que no haya sido esa la actitud de
muchos de los que adhirieron al evento. Una vez más, pintadas en los templos en
distintos lugares del país (como en los célebres encuentros de mujeres
autoconvocadas), junto al explícito reclamo de los (y las) pro-abortistas,
pusieron de manifiesto el verdadero espíritu de la multitudinaria reunión, a la
que no faltó el ingenuo apoyo de muchos católicos no muy despiertos.
De más está
decir que nadie más que nosotros repudia la “violencia de género”, que en buen
castellano no designa más que la bajeza del hombre que se atreve a poner su
mano encima de una mujer. Bueno sería precisar, sin embargo, los diversos
factores que contribuyen a hacer de este fenómeno social una amenaza creciente,
y entre los que se cuenta (es menester reconocerlo) el desorden intrínseco
fomentado bajo los eufemismos de “libertad de expresión” y “libertad sexual y
reproductiva”, que no han hecho en realidad más que promover la banalización
del sexo, la degradación de la mujer y la destrucción de la familia, por
mencionar solamente los estragos principales.
La tristeza
que genera el aumento de la violencia familiar y doméstica, ya de por sí
considerable, se acrecienta al constatar la sistemática ceguera que a nivel
social afecta a nuestro país en orden a percibir con lucidez tanto las causas
como los potenciales remedios de la crisis. En este sentido, la creencia de que
una política de aborto libre y “salud reproductiva” garantizada constituyen el
medio seguro para salir a flote, no merece el menor análisis, pues ignora el
mismo desorden que estas prácticas comportan, al considerarlas una solución,
cuando no son más que un remedio peor que la misma enfermedad.
En este
contexto, son muy valorables las múltiples manifestaciones que proliferaron
sobre todo a través de las redes sociales, poniendo de relieve la visión
cristiana del hombre en el análisis de la problemática de marras. Junto a la
oración por la patria, son verdadero testimonio apostólico que el cristiano
debe ofrecer en el momento presente.
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