Muerte, juicio, infierno, gloria: en
estos cuatro términos se resume el contenido concreto de este capítulo de la
doctrina católica, que gira precisamente en torno a ellos como ejes
fundamentales. Desde luego que cada uno merece un cuidadoso desarrollo en
particular, que aquí no podremos llevar a cabo, brevitatis causa; sin embargo, ampliando la información brindada por los
términos a secas, podemos decir que la muerte,
entendida como separación del alma y el
cuerpo, constituye el presupuesto necesario del juicio particular que recibe el alma de cada uno de parte de Dios,
y que se resuelve finalmente, de acuerdo al estado de gracia o de pecado y los
méritos concretos acumulados, en sentencia de recompensa eterna, que se identifica con la visión beatífica de
Dios, o de condenación, igualmente
eterna, por la separación definitiva de Dios y el sufrimiento de otros castigos
anejos. Como realidad provisoria, y destinada
por tanto a desaparecer, tenemos el purgatorio,
estadio de purificación previo a la visión beatífica que deben experimentar las
almas de quienes mueren en gracia, mas no habiendo satisfecho enteramente por
sus pecados. El juicio final, por último,
que constituye la confirmación al fin de los tiempos de la sentencia del juicio
particular, tendrá como presupuesto a su vez la resurrección de la carne, esto es, la reunión de los cuerpos con
sus almas respectivas para compartir su misma suerte eterna.
Como
lo han señalado con lucidez numerosos pensadores católicos de fuste, quizá sean
los pertenecientes a la escatología los artículos de la fe más silenciados en
nuestro tiempo, que no sería equivocado calificar como la era de la inmanencia. El P. José María Iraburu, por citar solo un
ejemplo, ha puesto de relieve el olvido en que incurre a este respecto el
último Sínodo, que apenas si hace referencia a la cuestión; siendo esta quizá
la menor de las deficiencias que se le pueden achacar, con todo. Lo cierto es
que, tanto dentro como fuera de la Iglesia, la realidad de todo lo que se ubica
más allá de la muerte, de suyo ineludible, ha devenido una suerte de tema tabú, que en el mejor de los casos es
preciso ignorar, como si ello bastara para suprimir la verdad de lo que
expresan.
En el
trasfondo de semejante atmósfera intelectual no es difícil descubrir una
auténtica crisis de fe, que se halla
en la base del proceso unitario de secularización
de la vida occidental, manifiesto en la impugnación de los símbolos que
remiten a toda realidad trascendente. En lo que al tema en cuestión se refiere,
al concepto de la muerte cristiana,
con todo lo que en ella está implicado (cruz, sacramentos, oración por los
difuntos, etc.) ha sucedido la vaga idea de una pueril despedida, que puede
sugerir a lo sumo la posibilidad de un reencuentro no se sabe dónde, pero en
todo caso seguramente feliz, sin referencia alguna a la calidad de la propia
conducta ante Dios y ante los hombres. La filosofía de la eutanasia incluso, que encontró hace unos días su expresión extrema
en el dramático caso de la joven norteamericana Brittany Maynard, da por
sentada implícitamente la afirmación de que “todo acaba aquí”.
Ante
el reto que supone reconducir el propio discurso a su tenor original, en el seno
de un mundo que desprecia hasta la noción misma de trascendencia, es preciso
volver a la enseñanza de estos elementos fundamentales de la fe cristiana, en
la medida en que lo que se halla en juego es la salvación de las almas, nada menos.
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