El Profesor Jordán Bruno Genta es el autor de la conferencia cuyos párrafos más salientes reproducimos a continuación, y fueron pronunciados en la localidad argentina de Rosario, en la Provincia de Santa Fe, en el mes de agosto de 1972.El Profesor Genta fue el formador de más de una generación de hombres de armas que supieron darlo todo, hasta sus vidas, en la guerra contra la subversión marxista que se desató durante la segunda mitad de la década del ’70.La palabra esclarecida, valiente y enérgica del Profesor Genta fue una antorcha que iluminó el camino de la Verdad en tiempos donde muchos corren tras las fábulas. Su sangre (que derramara generosamente en aquella mañana del 27 de octubre de 1974, fiesta de Cristo Rey, cuando los subversivos al servicio del comunismo internacional lo asesinaron a la salida de Misa) refrendó, definitiva y virilmente, el testimonio de una vida que podría resumirse en una frase de San Pablo: “Porque para mí el vivir es Cristo, y el morir ganancia” (Filipenses, I, 21).
Hoy vamos a hablar de dos programas de vida que tienen una meta, las cuales difieren del uno al otro de un modo tal que son exclusivas y excluyentes entre sí. Uno de los caminos, unos de esos programas de vida está hoy en pleno auge y en pleno desarrollo triunfal en el mundo: es el que se define en el materialismo ateo, o sea los caminos del marxismo.
El otro es el camino del cristianismo, el sentido cristiano de la vida, que humanamente pareciera estar en derrota. Hay un hecho que es evidente. Si el éxito fuera la prueba de la verdad de un sistema, de una concepción del mundo y de la vida, de un programa político, es evidente que el marxismo es el acontecimiento más exitoso de todos los tiempos.
Si
uno piensa que el “Manifiesto Comunista” fue publicado a comienzos de 1848, ha
pasado apenas un siglo y unos cuarenta años, y en ese tiempo ese manifiesto ha
configurado un movimiento ideológico y político que domina la mitad del mundo y
que tiene a la otra mitad entre sus garras.
No
hay acontecimiento que tenga, digamos así, una extensión mayor que este,
dimensiones tan grandes considerado en el plano humano temporal, como el
marxismo comunista. El movimiento del comunismo ateo.
Cuando
hoy la Iglesia insiste en que el ateísmo es el fenómeno más grave de nuestro
tiempo, ese fenómeno está configurado en ese ateísmo sistemático, que es
justamente el comunismo, y el comunismo es el éxito, es el triunfo; por eso
vemos, inclusive, que hasta en el seno mismo de la Iglesia se suscitan
movimientos, como por ejemplo el de los “Sacerdotes para el Tercer Mundo”, los
cuales de un modo u otro aparecen con una afinidad, con el afán de asimilarse,
de conciliar, de encontrar de algún modo la coincidencia con el movimiento
marxista.
Que
se llame “Socialismo Cristiano” es lo de menos: objetivamente considerado, el
socialismo es exactamente lo mismo que el comunismo, porque en política o en la
historia no cuentan para nada las intenciones subjetivas de las personas: lo que
interesa son las grandes líneas de fuerza, los grandes movimientos efectivos,
objetivos que van cumpliendo sus etapas y realizando sus objetivos. Todo lo
demás, es arrastrado, es llevado en ese proceso, en ese impulso, de manera que
el éxito, que es evidentemente la prueba de validez, en el terreno de las
ciencias exactas y experimentales, no lo es de ningún modo en el terreno social
y político, que es del orden moral. La política es moral o inmoral, pero no
puede ser una cosa diferente como una piedra o un fenómeno físico.
Es
evidente que en el terreno de las ciencias exactas y experimentales, en el
terreno de la técnica y de la industria, el éxito es la prueba de la verdad. Si
un cálculo está mal hecho, el experimento no sale, si las condiciones en que ha
de realizarse un experimento son equivocadas, el experimento no se realiza, hay
que rectificar, hay que revisar de nuevo, hasta llegar al cálculo exacto y a las
condiciones experimentales precisas para que se produzca esa transformación en
el plano de los fenómenos físicos.
En
cambio, en el mundo moral, en el mundo del hombre, en el mundo de la sociedad y
de la historia, el error y el mal, la mentira y la falsedad, tienen su eficacia.
Obran consecuencias, a veces consecuencias irreparables, tanto para la vida de
una persona, como para la vida de una nación, porque aquí el éxito no prueba
nada: el éxito simplemente puede ser la consagración de la cosa más inhumana, de
la cosa más contraria a la naturaleza misma del ser.
Y
la mejor prueba de que es así, es que nosotros, los cristianos, adoramos a un
Dios hecho hombre en la figura de la derrota, en la figura de la
crucifixión.
Aparece
en esa figura como derrotado por el mundo, y no olvidemos ese plebiscito tan
ampliamente democrático que se produjo cuando Pilatos, en un esfuerzo supremo,
quiso salvar a Cristo y entonces lo presentó a la multitud junto al criminal más
conocido, el más perverso de Jerusalén. Lo presentó ante la multitud para que
ella decidiera quién debía ser eximido de la crucifixión, y la multitud, sin una
sola excepción (pues de lo contrario, estaría reflejada en los Evangelios),
pidió la muerte para Jesucristo y la libertad para Barrabás.
Ahí
tienen ustedes lo que es el éxito en el plano temporal; por eso, para nosotros
los cristianos el resultado de nuestros empeños no cuenta principamente. Cuando
somos fieles al testimonio de la verdad y cuando combatimos resueltamente el
error, podemos caer, podemos perder y eso no ha de contar para nada en nuestra
definición y en nuestras decisiones, porque lo que interesa es el testimonio, y
no los resultados, aunque los resultados también cuentan y uno lucha para que
esos resultados lleguen, pero pueden no llegar, porque además la historia la
hace principalmente Dios, y después de Dios, el diablo; y ahí estamos nosotros,
como una apuesta entre las dos acciones que gravitan sobre nosotros, y en las
cuales se decide nuestro destino.
Ahora
bien, hay algo que es evidente en nuestro tiempo, porque tenemos que considerar
que la inteligencia es el principio de todo, incluso la creación. El mundo ha
sido creado por la virtud del Verbo, de la Inteligencia Divina, y en el orden
humano en la inteligencia comienza todo lo grande y todo lo miserable y ruin.
Todo principia en la inteligencia: una revolución o una restauración.
Y
nosotros tenemos que considerar que el día de hoy, digamos así, se estudia al
hombre a través de las ciencias que configuran la antropología, la psicología,
la sociología, la economía, el derecho, la historia: todas estas ciencias se han
secularizado totalmente. Se estudian prescindiendo absolutamente de Dios, sobre
todo del Dios vivo, Nuestro Señor Jesucristo, e incluso se considera que no es
científico estudiar por ejemplo el alma, como la estudia San Agustín en
el “Tratado de la Santísima Trinidad”, que es un tratado realista acerca del
alma.
¿Cómo
estudia el alma San Agustín? La estudia desde Dios, porque el alma, aún para los
grandes maestros del pensamiento pagano, como Platón o Aristóteles, el alma
humana es un principio inmaterial e inmortal, y además nuestra fe nos enseña que
el alma de cada uno de nosotros está hecha a imagen y semejanza de Dios, pues
San Agustín estudia el alma del hombre desde Dios, como semejanza, como reflejo,
como imagen de Dios.
Estudia
las grandes facultades y potencias del alma, como la memoria, la inteligencia y
la voluntad en analogía, como semejanza de las Personas Divinas. La memoria
fiel, la memoria que es algo así como el testimonio permanente de la verdad que
hemos ido atesorando en nosotros, en la experiencia y en el estudio, la memoria
fiel es como una especie de reflejo del Padre.
La
inteligencia que piensa, que define, que concibe, que dice lo que las cosas son,
que llama a las cosas por su nombre, es como una imagen y un reflejo de la
persona del Padre y del Hijo y todo el desarrollo del “Tratado…”, es desde esa
visión. Desde Dios estudia el alma: ¿quién se atrevería, inclusive a hacer
ciencia del alma, según este criterio? Estoy hablando de cristianos, no de
paganos o de ateos.
Casi
toda la psicología que hoy se estudia, incluso en los medios católicos, es
zoología pura, porque no se estudia al alma según Dios, la estudian desde el
animal. Si la ciencia no es teológica y metafísica, la ciencia del alma
necesariamente es zoología pura. Y este punto de vista zoológico de la
psicología tiene primacía total.
Sea
la psicología, la reflexología, el propio psicoanálisis, la psicología entendida
como ciencia experimental, de test, de cuestionario; en general, esa ciencia
está encarada para derivar una técnica que maneje las cosas del alma, como la
técnica en el orden del mundo físico y material maneja las cosas
materiales.
Lo
mismo pasa con el estudio de la cosa social y de la cosa política, no se
radicalizan los problemas sociales y políticos, reconociéndoles ante todo como
problemas religiosos.
Hay
algo que es evidente: la presencia del mal en el mundo, las injusticias, las
calamidades, las explotaciones del hombre por el hombre, la violencia del hombre
hacia el hombre, todas las manifestaciones del mal social, histórico, no se
interpretan desde su raíz en el pecado original.
El
pecado original ha sido desterrado del campo de la ciencia y de la práctica
humana, aún entre los cristianos; y cuando en el siglo XVIII fue sustituido el
dogma del pecado original en la conciencia, digamos así, pública y oficial, y
eso se ha ido generalizando, a través de las universidades, de las ciencias, de
los estudios en el desarrollo de los últimos dos siglos; ese dogma del pecado
original fue sustituido por el falso dogma de la inmaculada concepción del
hombre.
“El
hombre nace bueno, dice Rousseau, y la sociedad lo corrompe”. Entonces, ¿cómo se
remedia el mal? Arreglando la sociedad, cambiando las estructuras, como se dice
ahora. Es un problema de estructuras sociales. Así como todas las estructuras
históricas han sido negativas, funestas, distorsionadoras de ese germen
inmaculado, de ese ser inmaculado que es cada hombre al nacer, entonces ahora se
trata de modificar esas estructuras, de cambiarlas ajustándolas de tal modo que
preserven ese germen bueno del hombre.
Y
todo el mundo está en eso, inclusive están en eso los hombres que profesan la fe
de Cristo. Cuando el problema del mal no es un problema de origen
histórico-social, al menos no para un cristiano que sea consecuente con su
profesión de fe. El problema del mal no es un origen puramente humano, surgido
de las relaciones entre los hombres. El problema del mal no comenzó con el
problema entre Caín y Abel: Caín lo mata a Abel por envidia. ¿Adónde está la
raíz de esa inclinación perversa, de esa decisión final de destrucción y de
muerte? La raíz está en el pecado del hombre a Dios, frente a Dios, contra Dios.
El problema del mal tiene una raíz teológica, el problema del mal tiene un
origen teológico, es un problema del hombre con Dios.
Y
la consecuencia de esa desobediencia del hombre a Dios, de ese haberse quedado
el hombre separado de Dios, dividido de Él y a sus espaldas, librado a sí mismo
y volcado hacia la nada, justamente todos los males entre los hombres son la
consecuencia de este mal original, porque el hombre se vuelve inhumano para con
los demás hombres y para consigo mismo, en cuanto él pierde la unidad con
Dios.
Entonces:
¿dónde está la solución posible, concreta, real, de los problemas sociales y
económicos del mundo? Ante todo en la cuestión religiosa; y la solución de la
cuestión religiosa es Cristo, por eso cuando se desterró el dogma del pecado
original se empezó a promover con aparato científico, el falso dogma de la
inmaculada concepción del hombre.
Cristo
fue progresivamente eliminado de las ciencias y de la praxis humana, fue
eliminado porque si no hay pecado original, y si ese pecado no es una cuestión
suscitada entre el hombre y Dios, aunque haya habido un seductor, aunque ahí
esté el padre de la mentira incitando al hombre a la desobediencia y a cambiar
las cosas, a cambiar esto, a cambiar el hecho de que si Dios, en los planes de
Dios, está la deificación del hombre.
Él
es el que santifica al hombre, el que en alguna medida lo diviniza, haciéndolo
partícipe de su propia vida divina y finalmente de la visión del mismo Dios en
la Gloria. El diablo sugirió al hombre que él, desacatándolo, desconociendo a
Dios, podía ser Dios él mismo, deificarse a sí mismo.
Si
uno analiza lo que está ocurriendo, es lo que dice Paulo VI: “El humanismo laico
y profano ha aparecido finalmente en toda su horrible dimensión. La religión del
Dios que se ha hecho hombre se ha encontrado con la religión del hombre que se
hace Dios”. Que se pretende hacer Dios, que se coloca así en el lugar más
avanzado, en la iniciación de todo un proceso evolutivo ascendente que llega
hasta él y luego en él el progreso, la evolución se convierte en algo que él
protagoniza, que realiza desde sí mismo, por sí mismo, y que lleva adelante como
si él fuera el mismo Dios.
“En
la cumbre del evolucionismo profano —agrega el Papa— el hombre termina por
transformarse en Dios. Hoy el hombre busca su propia gloria y no la Gloria de
Dios. La negación de Dios, de pura teoría, se está convirtiendo en práctica
pura, en mito de las multitudes. El ateísmo racionalista y escolástico se va
siguiendo por el ateísmo materialista y social, es decir, por el comunismo ateo.
El hombre sin Dios lo puede todo… y acaba por perderse a sí mismo”.
Como
ven, en la psicología que se estudia en cualquier facultad y se encuentra en
cualquier tratado, están ausentes el pecado original y el remedio de ese pecado,
la consideración de las consecuencias o de los efectos producidos en el hombre,
como causa de la Justicia que Dios le aplicó como sanción por su desobediencia y
alejamiento.
El
debilitamiento, oscurecimiento de la mente, debilitación de la voluntad para
obrar el bien aún queriéndolo, la temporalización de la vida del hombre que
termina en decrepitud y muerte: toda esta proclividad y mal que hay en nosotros,
son consecuencias reales, efectivas. ¿Cómo es posible que una ciencia que
estudia el alma no estudie dichas cuestiones y problemas? Hablo de la ciencia
profana misma: ¿cómo es posible que prescinda de estas realidades indiscutibles?
Como dice Agustín: “Puedes no aceptar el dogma del pecado original, pero no
puedes dejar de reconocer la presencia en ti de la inclinación y la proclividad
al mal”.
Esto
es algo evidente, y sin embargo la ciencia del alma desconoce el pecado
original, que el alma es imagen de Dios, que el pecado la ha deshecho y que
Cristo la rehace en nosotros al unirla de nuevo a Él. Frente a las ciencias
sociales y políticas resulta que se prescinde totalmente del pecado original y
de sus consecuencias, del significado profundo de las injusticias sociales por
las cuales hoy clama el mundo.
Ese
problema no cuenta; ¿qué queda de los fenómenos del hombre, sean personales o
sociales, si prescinden de las realidades fundamentales, que llevan
necesariamente al plano metafísico y al religioso?
Así
se explica la mentalidad dominante, especialmente en el campo superior, en el
nivel universitario, la mentalidad de los profesionales y de los estudiantes,
aún en los institutos católicos: la ciencia del hombre que se enseña no
considera al hombre en su realidad, ni al hombre del pecado, ni al hombre
redimido. No considera la incidencia de lo divino en lo humano, y ha sustituido
la historia santa por una historia puramente exterior y material.
¿Cómo
hemos aprendido historia, desde la primaria hasta la universidad? A través de
las ciencias, las técnicas y los medios instrumentales de cada época, y el
nombre de cada época es el de su técnica, el de sus instrumentos. Las edades se
llaman: de piedra, la del paleolítico y del neolítico, y luego la del cobre y
del bronce, la del hierro y hoy estamos en la atómica. ¿Cómo no se nombran las
edades del hombre según lo que hace a la ciencia y a su fin último?
El
alma que forma, que vivifica, que organiza al cuerpo y con él siente, que se
mueve con sus impulsos, es capaz de sobrepasarlo con sus actos de pensamiento y
de voluntad.
Entonces,
esto nos permite comprender el auge y desenvolvimiento de las generaciones que
van llegando, este pensamiento zoológico del hombre, su punto de vista zoológico
de las ciencias. Así, claro está, Cristo va siendo desterrado hasta por los
mismos que lo confiesan.
Recuerdo
un congreso realizado en Entre Ríos, organizado por tres Obispos de allí. El que
lo dirigía era un dominico llamado Ramblón, que actuaba con un asistente, el
profesor Hander. La última conferencia, en un auditorio con más de 500
asistentes, gran parte de los cuales eran religiosos y sacerdotes llegados de
toda la provincia, versó sobre los tiempos actuales, con el problema de las
rebeldías de los obreros, de la juventud, de la mujer. Y se llegaron a decir
cosas como ésta: que recién ahora, recién en este momento, la mujer había tomado
conciencia de qué es ser mujer, ya que hasta ahora la mujer había vivido en una
especie de oscuridad acerca de su ser, de su misión, de su presencia en este
mundo, que había vivido sometida a esquemas y dictámenes procedentes del varón.
Lo más asombroso es que esos cientos de religiosos aplaudían frenéticamente.
Ellos, que rezan todos los días el Ave María, que invocan todos los días al
Modelo, al Arquetipo de mujer, a la excelencia de todo lo femenino, de todo lo
delicado, de todo lo distinguido, de toda la aristocracia y el señorío que
comporta la mujer, la mujer que es Señora, que es Reina y que es Madre, resulta
que recién ahora están aprendiendo lo que significa el ser mujer.
Este
es el grado de confusión, el grado de subversión. Cuando vamos desenvolviendo
nuestra conciencia histórica, nacional o universal, los desarrollos son
principalmente a través de aquellas actividades del hombre que tienen que ver
precisamente con el orden material y temporal de la existencia.
Las
edades no se miden por la elevación del hombre o por su degradación, se miden
por las ciencias y las técnicas que tienen que ver con el uso de las
cosas.
En
una época en que son tan extraordinarios los prodigios de la técnica y la
organización racional de la producción, ¿acaso habrá ciencia o técnica, habrá
máquina o inventos que puedan liberar al hombre del esfuerzo de ser hombre?
¿Acaso el esfuerzo que se necesita para elevarse en la virtud podrá ser
realizado por alguna máquina, lo que supone el vencer, doblegar, ordenar todas
las pasiones que tienden a dispersarse en nosotros y poder reunir todo eso y
empuñarlo para hacerlo servir a la recta razón, a la luz de Dios?
El
hombre confunde el ocio que deriva del hecho material y concreto de que una
máquina hace las cosas que requerirían muchos esfuerzos y fatigas humanas, y
confunde esos esfuerzos con los que le requerirían las disciplinas y exigencias
que se reclaman para estructurar una vida conforme a la recta razón.
Así
nos vamos aproximando a toda esta falsificación de nuestra perspectiva sobre la
vida del hombre y su destino, que va derivando de todas estas ciencias y
disciplinas humanas que han dejado de lado a Dios, al sentido del pecado y de la
culpa, a la responsabilidad, a la redención. Que han dejado de lado a Cristo y
que van elaborando una serie de ficciones acerca de la condición humana y de la
vida de los hombres.
Esto
explica que hayamos llegado a que sea el ateísmo lo que domine y prevalezca.
Para un materialista ateo el sentido de la historia es la evolución inmanente
del mundo, que a partir de una nebulosa incandescente ha llegado hasta el
hombre, haciendo salir siempre lo superior de lo inferior, lo más rico de lo más
pobre, lo más distinguido de lo más indistinto, haciendo surgir las formas, las
distinciones, las calidades mejores de las inferiores y subalternas, y así paso
a paso se van dando la idea de que lo mejor sale de lo peor, que lo superior
sale de lo infieror, que la forma sale de la materia, que aquello que se va
elevando del ser resulta apenas una consecuencia de las instancias inferiores
que lo determinan. Entonces, claro está, el mineral explica al viviente vegetal;
el viviente vegetal, explica al animal, y el animal explica al hombre, que
aparece en la culminación y toda la historia del hombre, no es sino la historia
de esas técnicas y de esos medios instrumentales que el hombre va creando a
través de las ciencias exactas y experimentales de la técnica y de la industria
que derivan de ella.
Esa
es la historia que nos ha conducido a la idea de que la solución final, el
sentido de la felicidad, la alcanzaría el hombre el día en que, gracias a esa
prodigiosa ciencia y técnica, como ya está ocurriendo, produzca tal abundancia
de bienes, como para colmar las necesidades de todos.
Según
Nietzsche, “la humanidad se encamina a la sustitución del sentido de la
personalidad humana por el trabajo colectivo elevado a la más alta producción y
se encamina hacia una felicidad de potrero verde”. Supongamos que la humanidad
colmara sus necesidades materiales, ¿eso significaría la solución de los
problemas reales de la vida del hombre?
No
decimos que no sea necesario un bienestar suficiente, pero de suyo no lo es
todo. A veces, en medio de la necesidad extrema, los hombres han dado
testimonios mayores y en otros casos han hecho renuncia voluntaria de todas esas
cosas para llegar a ser sobre la tierra el testimonio de la existencia de Dios,
porque la verdadera historia, como la verdadera psicología y la verdadera
sociología, es una historia santa, es la historia de la salvación.
La
historia que despreciamos o que ya no leemos ni nos acordamos, todo cuanto se
relata en el Antiguo y Nuevo Testamento, todo lo que sigue como historia
religiosa, historia de la Iglesia, he ahí la verdadera historia del hombre, y no
comienza con una nebulosa, sino que tiene un principio, un centro y un fin: la
presencia de Dios en la tierra.
¡Cristo
es su centro! En sus tres años de vida pública, en su Pasión, Muerte y
Resurrección se ha consumado toda la historia del hombre.
Después
de Él, de estos hechos reales, no puede haber nada nuevo en la historia. Todo se
consumó en Él y en la Santísima Virgen, y toda la historia que viene después de
Él es la historia de la esperanza y del cumplimiento de las promesas que le ha
dejado a los hombres, así como todo lo anterior a Él fue una preparación, una
prefiguración de su venida.
La
historia verdadera del hombre es la historia de la salvación, que se extiende
entre la creación y la resurrección final de los cuerpos de los vivos y los
muertos, y no lo que dice el“Manifiesto Comunista”. Veamos esa visión de la
historia: “La historia de la sociedad, hasta nuestros días, es la historia de la
lucha de clases; en las primeras épocas históricas encontramos por doquier una
completa división de la sociedad en diversos estamentos, una variada
jerarquización social. En la antigua Roma hallamos patricios, caballeros,
plebeyos y esclavos. En la Edad Media, señores feudales, vasallos, maestros,
compañeros y siervos. Nuestra época, la de la burguesía, se caracteriza por
haber simplificado los antagonismos de clase: toda la sociedad se divide cada
vez más en dos clases directamente contrapuestas y enfrentadas, la burguesía y
el proletariado”.
Todo
el esquema de la historia pasada es la explotación del hombre por el hombre;
actualmente esa contradicción ha llegado hasta el extremo, y la síntesis final
será una sociedad sin clases, ni Estado, ni propiedad privada, ni religión,
porque ha sido un invento de la necesidad de los hombres, de su desesperación y
angustia.
Mientras
la tierra fue un valle de lágrimas, se buscó una contentación ilusoria, un
paraíso más allá de la vida; el día que alcancemos la felicidad terrenal, ya no
habrá necesidad de ideologías que mistifican el mundo, como la religión, y sobre
todo la religión de Cristo.
En
una sociedad de iguales, como quería Babeuf, en plena Revolución Francesa, sólo
habrá un Estado administrador de cosas, como dice Engels en el “Antudüring”, y
nada más.
Tras
esta visión de la historia corre hoy la humanidad entera, y hasta las gentes de
Cristo se han puesto a correr también detrás de esa promesa ilusoria, de esa
cosa tan prometedora y tan radicalmente falsa.
Frente
a esta historia está la historia vista como historia de la salvación, la de las
grandes obras de Dios consumadas antes de la venida de Cristo, consumadas en
Cristo, consumadas en la Iglesia después de Cristo. ¿Acaso las maravillas que
Dios suscita en los santos, las obras santas, que tienen como protagonistas a
esos instrumentos de Dios, no tienen un alcance infinitamente superior que
cualquiera de los inventos, obras y técnicas que el hombre pueda producir?
Ser
cristiano es, ante todo, creer en la historia santa, que es la real y verdadera,
y creer que lo que Dios obra en el alma de los santos es de un orden
infinitamente superior a las mayores obras de los hombres.
Los
acontecimientos que se narran en el Antiguo Testamento son la preparación en la
historia de la salvación, el cumplimiento pleno son los acontecimientos del
Nuevo Testamento, la tercera etapa es la que se va cumpliendo en la Iglesia, la
ciudad de Dios, que peregrina en medio de la ciudad de los hombres.
El
misterio de Cristo llena el tiempo; todo el tiempo del hombre está ceñido por su
presencia y su acción. En la resurrección de Cristo está el cumplimiento, ¿qué
puede ocurrir de nuevo en la historia? ¿Qué puede ocurrir que no haya ocurrido
ya en Él? ¿Qué cosa puede haber, de cualquier clase que fuere, que pueda
considerarse una novedad?
Cuando
consideramos la historia en la realidad, vemos que en la Resurrección de Cristo
se han cumplido las dos grandes metas de la historia, la glorificación perfecta
de Dios y la unión perfecta de lo Divino y lo humano en el hombre. Por esto, la
meta no es el hombre total del que habla Marx, la humanidad recuperada de todas
sus alienaciones, que está de acuerdo y en armonía consigo misma: la meta de la
historia es el Cristo total.
El
Cristo total, Él y nosotros, la vid y los sarmientos incrustados en Él,
renovados y rehechos interiormente en la redención cumplida por Él, asumida en
nosotros y luego proyectada en la ciudad de los hombres. Formar a Cristo en
nosotros y formarlo en la ciudad; que la ciudad sea una imagen, aunque
lejanamente parecida, del cielo de Dios.
Tal
es la meta y camino del cristiano que camina, que transita con las virtudes
sobrenaturales y naturales, a través de los dones del Espíritu Santo, y con ese
programa viril que son las bienaventuranzas del Sermón de la Montaña.
Con
el significado y el sentido de cada una de las virtudes naturales y
sobrenaturales vemos que están íntimamente relacionadas con la verdad, o sea con
el ser, con lo que es, porque de lo que se trata es de ser fiel a lo que es y al
ser por excelencia en el nivel absoluto y trascendente, Dios.
¿Qué
es, por ejemplo, la suprema de las virtudes, la virtud de la caridad? Es amar la
verdad con el amor de Dios, es amar al otro en ese amor, que es amor de la
verdad, porque no hay amor fuera de la verdad. ¿Quién puede amar lo que no
conoce? Del conocimiento irradia el amor, y el conocimiento se hace más lúcido y
pleno.
La
caridad es amar a Dios en la verdad de Dios y amar al prójimo en la verdad de
Dios, y no como se dice ahora, que se separa del precepto evangélico la parte de
amar a Dios sobre todas las cosas y se deja exclusivamente el amor al prójimo,
desgajándolo de su raíz, que es el amor y la caridad de Dios.
¿Qué
es la esperanza sobrenatural? Es aquella virtud por la cual Dios urge en
nosotros la expectación de esa unión definitiva con Dios en la Eternidad.
¿Qué
es la Fe sobrenatural? Esa virtud por la cual conocemos la verdad de Dios en su
intimidad, la Encarnación del Verbo, la Santísima Trinidad y la Resurrección y
el sentido que representa para nosotros la Vida Eterna.
¿Qué
es la virtud de la Prudencia? Es todavía relación con la verdad, es obrar en la
verdad, según el ser, es obrar la realidad en todo.
¿Qué
es la virtud de la Justicia? Vivir en la virtud con el prójimo.
¿Qué
es la Fortaleza? Defender la verdad hasta la muerte.
¿Qué
es la Templanza? El ordenamiento interior de las pasiones y de los apetitos a
fin de que en el hombre queden removidos los obstáculos interiores, para la
contemplación de la verdad.
Y
luego vienen los dones del Espíritu Santo, que perfeccionan esas virtudes y
permiten la acción en nosotros del espíritu de Dios, de la fuerza de Dios en
nosotros.
Una
vez en este camino, se nombran las bienaventuranzas, este programa de Dios a los
hombres, por el cual Cristo llama a seguir su camino. “Bienaventurados los
pobres de espíritu, porque a ellos les pertenece (así, en presente) el Reino de
Dios”. ¿Quiénes son los pobres de espíritu? Son los que se han hecho pobres de
su propio espíritu, de su propio juicio, de su propia voluntad, son los
desprendidos de todos los bienes terrenales y de sí mismos. Desprendidos no
quiere decir despreciadores, se trata de no ser esclavos de ninguna cosa
terrenal, de juzgar las cosas no con nuestro juicio individual sino con el
juicio de Dios.
Pobre
de espíritu es ser humilde, que como decía Teresa, es el único que puede estar
en la verdad, el desprendido de sí mismo, el que sabe escuchar, el que tiene
memoria fiel y es dócil para acatar lo que son las cosas y llamarlas por su
nombre propio.
“Bienaventurados
los mansos, porque ellos poseerán la tierra”. ¿Quiénes son los mansos? Son los
que no corren desesperados detrás de las cosas, codiciosos, lujuriosos,
desaforados por tenerlas. Y no corren no porque no las sepan apreciar, sino
porque saben que las cosas no son objeto de la codicia sino de la generosidad y
disposición de los hombres. Entonces, a esos hombres, a esos mansos, les
pertenecerán justamente las cosas de la tierra.
“Bienaventurados
los que lloran, porque serán consolados”. Son los varones y mujeres de dolor.
¿Quién que ame en esta vida no es fuente de dolor, como lo fue Nuestro Señor
Jesucristo? ¿Qué amor se puede vivir realmente si ese amor no significa, por lo
mismo que se vive pendiente y en donación y en entrega total del ser amado?
¿Cómo no se va a sufrir de su sufrimiento, de su muerte, de todo lo que lo pueda
afectar? Hasta Cristo lloró en la muerte de Lázaro, a quien iba a resucitar al
momento.
“Bienaventurados
los que padecen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados”. Esta sí
es un hambre que hay que tener, hambre sin límites de justicia. Y esos serán
saciados.
Y
bienaventurados los misericordiosos, los que han tratado con misericordia, con
caridad, con honor a los demás: a ellos los espera la misericordia de
Dios.
Y
bienaventurados los puros de corazón, los limpios, los despreciados, los que han
sosegado y moderado sus pasiones, que son cosas buenas, siempre que estén
ordenadas como Dios quiere. Ellos verán a Dios, los limpios; para ellos, la
contemplación, el ocio contemplativo.
Y
bienaventurados los pacíficos, no los pacifistas, los pacíficos, es decir,
aquellos que son portadores de paz, porque la llevan en sí mismos y la irradian
como Cristo. Por eso serán llamados hijos de Dios.
Y
finalmente, bienaventurados los que sufren persecución por causa de la justicia,
por causa de la verdad, por causa de Cristo. A ellos les pertenece, en presente,
el Reino de Dios, ya están en el Reino.
Éste
es el programa para el hombre, frente al programa de la felicidad de potrero
verde. Éste es el programa de los varones y las mujeres de Cristo, éste es el
sentido cristiano de la vida: es la transformación de la vida toda en el ser, en
la verdad, de todo eso en Dios en el grado eminente, en el grado absoluto y
trascendente.
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