17/6/14

EL CREDO COMENTADO POR SANTO TOMÁS DE AQUINO - ARTÍCULO 7


Desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos.


89. Al oficio de los reyes y señores corresponde el poder de juzgar. Dice en efecto la Escritura: El rey, sentado en el trono de justicia, disipa todo mal con su mirada (Prov. 20, 8). Ahora bien, Cristo subió al cielo, y está sentado a la diestra de Dios como Señor de todos, de donde es evidente que le compete el poder de juzgar. Por eso en la regla de la fe católica confesamos que "ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos".

Eso mismo dijeron también los ángeles en el momento de la ascensión: Este Jesús, que separándose de vosotros ha sido llevado al cielo, vendrá de la misma manera como lo visteis ir allí (Act. 1, 11).

90. Debemos considerar TRES cosas a propósito de este juicio. PRIMERO, su forma; SEGUNDO, el temor que debe inspirarnos; TERCERO, el modo como para él nos debemos preparar.

A) Tres cosas concurren a la FORMA de un juicio, a saber, el juez, los que han de ser juzgados y la materia que se juzga.

91. En este juicio Cristo es el Juez. Es Él -dice San Pedro- quien ha sido constituido por Dios juez de vivos y muertos (Act. 10, 42), ya entendamos por muertos a los pecadores, y por vivos a los justos; ya entendamos literalmente por vivos a aquellos que vivirán en el momento del juicio, y por muertos a todos cuantos para aquel entonces estén muertos.

Cristo es juez no sólo en cuanto Dios, sino también en cuanto hombre. Y esto por TRES motivos.

PRIMERO, porque es necesario que los que han de ser juzgados vean a su juez. Ahora bien, tan deleitable es la divinidad que nadie puede verla sin gozo; ningún condenado podrá entonces verla, porque en ese caso gozaría. Por consiguiente, para que nuestro juez sea visto por todos, es necesario que aparezca bajo la forma hombre. Hablando de sí dijo Jesús a los judíos: El Padre ha dado al Hijo el poder para juzgar, porque es el Hijo del hombre (Jo. 5, 27).    

SEGUNDO, porque en cuanto hombre mereció tal oficio. En efecto, en cuanto hombre fue injustamente juzgado, y por eso Dios lo ha hecho juez de todo el mundo. Tu casa -leemos en el Libro de Job- ha sido juzgada como la de un impío: recibirás la culpa y la pena (Job. 36, 17).

TERCERO, para que, siendo juzgados por un hombre, los hombres no caigan en la desesperación. Porque si sólo Dios fuese el juez, los hombres, aterrados, se desesperarían. Por eso dijo Jesús: Verán al Hijo del Hombre viniendo en la nube (Lc. 21, 27). Y vendrá a juzgar a todos los que son, fueron y serán. Todos -dice el Apóstol- hemos de comparecer ante el tribunal de Cristo, para que cada cual reciba el pago debido a las buenas o a las malas acciones que haya hecho mientras estuvo revestido de su cuerpo (2 Cor. 5, 10).

92. En lo que toca a los que han de ser juzgados, hay una CUÁDRUPLE diferencia, según enseña San Gregorio. Ante todo, unos son buenos y otros son malos.

De entre los malos, ALGUNOS serán condenados, pero no serán juzgados; como los que han rechazado la fe, cuyas acciones no serían examinadas, porque el que no cree -dice Jesús-, ya está juzgado (Jo. 3, 18). OTROS serán condenados y también juzgados, como los fieles que mueren en pecado mortal, a cuyo propósito dice el Apóstol: El salario del pecado es la muerte (Rom. 6, 23); no serán excluidos del juicio, a causa de la fe que tuvieron.

93. En cuanto a los buenos, ALGUNOS serán salvados, pero no serán juzgados, a saber, los pobres de espíritu por amor a Dios; más aún, juzgarán a los demás. Vosotros, que me habéis seguido en la regeneración -dice Jesús-, cuando el Hijo del hombre se siente en el trono de su majestad, os sentaréis también vosotros en doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel (Mt. 19, 28), lo cual ciertamente no se entiende tan sólo de los discípulos, sino también de todos los pobres de espíritu; de otro modo San Pablo, que trabajó más que los demás, no sería del número de aquéllos. Por lo cual esas palabras deben entenderse también de todos los que siguieron a los Apóstoles y de los varones apostólicos. Por eso escribe San Pablo a los Corintios: ¿Acaso no sabéis que juzgaremos a los ángeles? (1 Cor. 6, 3). Y en Isaías se lee: El Señor vendrá al juicio con los ancianos y los príncipes de su pueblo (3, 14).

Los OTROS buenos, a saber, los que mueren en la justicia, serán salvados, pero serán juzgados. En efecto, aunque murieron justificados, sin embargo cometieron algunas faltas en medio de sus ocupaciones temporales, por lo cual serán juzgados, pero se salvarán.

Finalmente en cuanto a la materia, los hombres serán juzgados por todas sus acciones, buenas y malas. En efecto, dice la Escritura: Sigue las vías de tu corazón, pero sabiendo que por todo ello Dios te hará comparecer en juicio (Eccle. 11, 9). y también: Dios llevará a juicio todas las obras de los hombres, sean buenas o malas (Eccli. 12, 14). Incluso pedirá cuenta de las palabras ociosas: Los hombres deberán dar cuenta en el día del juicio de toda palabra ociosa que hayan pronunciado (Mt. 12, 36). Y hasta de los pensamientos, según dice la Escritura: Se interrogará al impío sobre sus pensamientos (Sab. 1, 9).

Y así queda en claro la forma del juicio.

94. B) Por CUATRO motivos DEBEMOS TEMER el juicio del Señor.

PRIMERO, por la sabiduría del juez. Jesús, en efecto, lo conoce todo, nuestros pensamientos, palabras y obras, porque todo está manifiesto y descubierto ante sus ojos (Hebr. 4, 13) y todos los caminos del hombre están patentes a sus ojos (Prov. 16, 2). El conoce nuestras palabras: Su oído celoso lo oye todo (Sab. 1, 10). También conoce nuestros pensamientos, acerca de lo cual dice Jeremías: El corazón del hombre es perverso e impenetrable. ¿Quién podrá conocerlo? Yo, el Señor, que escudriño los corazones y sondeo los riñones, que doy a cada uno según su proceder, conforme al fruto de sus obras (Jer. 17, 9-10). Allí estará un testigo infalible, a saber, la propio conciencia de los hombres, según escribe el Apóstol: Su propia conciencia les da testimonio con sus juicios contrapuestos que los acusan o los defienden en el día en que Dios juzgará los secretos de los hombres (Rom. 2, 15-16).

95. SEGUNDO, por el poder del juez, que es en sí mismo omnipotente. He aquí que el Señor vendrá con poder (Is. 40, 10). Es también omnipotente en los otros, porque en la hora del juicio el conjunto de la creación estará con Él. El universo entero -dice la Escritura- combatirá con Él contra los insensatos (Sab. 5, 21). Por eso decía Job: Nadie hay que pueda librarse de tus manos (Job 10, 7). Y el Salmista: Si hasta los cielos subo, allí estás tú; si desciendo al infierno, allí te encuentras (Ps. 138, 8).

96. TERCERO, por la inflexible justicia del juez. Porque ahora es el tiempo de la misericordia, pero entonces será únicamente el tiempo de la justicia. Por lo cual ahora es el tiempo nuestro, pero entonces será exclusivamente el tiempo de Dios. Cuando llegare mi tiempo -dice el Señor-, yo juzgaré con justicia (Ps. 74, 3). Y leemos también en la Escritura: En el día de la venganza, el celo y el furor del esposo no tendrá miramientos, ni se aplacará por las súplicas de nadie, ni aceptará dones en rescate, por grandes que sean (Prov. 6, 34).

97. CUARTO, por la cólera del juez. Porque si a los justos se mostrará lleno de dulzura y de encanto ya que, como se lee en Isaías, contemplarán al Rey en su belleza (33, 17), de otro modo se mostrará a los malos, tan airado y severo, que éstos dirán a las montañas: Caed sobre nosotros, y escondednos de la ira del Cordero, como se dice en el Apocalipsis (6, 16). Pero cuando la Escritura habla de ira no quiere decir que haya en Dios un movimiento de ira, sino que se refiere a lo que sólo parece ser un efecto de la ira, a saber, la pena eterna infligida a los pecadores. Acerca de lo cual escribe Orígenes: "¡Qué estrechos serán en el día del juicio los caminos de los pecadores! Arriba estará el juez airado", etcétera.


98. C) Contra el temor debemos emplear CUATRO REMEDIOS.

El PRIMERO consiste en las buenas obras. Escribe el Apóstol: ¿Quieres no temer a la autoridad? Haz el bien, y merecerás elogios de ella (Rom. 13, 3).

El SEGUNDO es la confesión y la penitencia de los pecados cometidos, para lo que se requieren TRES condiciones gracias a las cuales la pena eterna es expiada, a saber, dolor en el pensamiento, vergüenza en la confesión y rigor en la satisfacción.

El TERCERO es la limosna, que todo purifica. El Señor dijo a sus discípulos: Haceos amigos con el Mammón de iniquidad para que cuando muriereis os reciban en los tabernáculos eternos (Lc. 16, 9). 

El CUARTO es la caridad, esto es, el amor a Dios y al prójimo, porque la caridad cubre la multitud de los pecados (cf. 1 Pe. 4, 8 y Prov. 10, 12).

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