19/6/14

ECCE PANIS ANGELORUM: SOLEMNIDAD DE CORPUS CHRISTI


Nos referíamos días atrás, en un breve paréntesis, a la costumbre aún vigente en Roma de celebrar la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, o más sencillamente Corpus Christi, el jueves siguiente a la fiesta de la Santísima Trinidad. Ese fue, en efecto, el uso adoptado a partir de la bula Transiturus, del papa Urbano IV, en 1264, en la que ordenó que así se realizara en adelante. Fue entonces también que este mismo Pontífice encargó la composición de un oficio litúrgico para la nueva celebración, nada menos que a Santo Tomás de Aquino, cuyos admirables textos han resistido el paso del tiempo, y aun hoy se siguen utilizando en la liturgia. Nos referimos concretamente a la secuencia Lauda Sion y al himno Pange Lingua, además del Adoro te devote, expresión por excelencia de la devoción eucarística católica, a la vez que manifestación de la veta mística y poética de aquel gran Doctor de la Iglesia, tal como lo testimonian los textos en cuestión.

Como sucedió con frecuencia a lo largo de la historia de la Iglesia, también la celebración del Corpus, tal cual hoy la conocemos, se fue difundiendo poco a poco, si bien ya el Concilio de Trento, que trató sobre el sacramento de la Eucaristía en la sesión XIII, alude con estas palabras a una práctica al parecer bastante extendida a la sazón: “Declara además el santo Concilio, que la costumbre de celebrar con singular veneración y solemnidad todos los años, en cierto día señalado y festivo, este sublime y venerable Sacramento, y la de conducirlo en procesiones honorífica y reverentemente por las calles y lugares públicos, se introdujo en la Iglesia de Dios con mucha piedad y religión. Es sin duda muy justo que haya señalados algunos días de fiesta en que todos los cristianos testifiquen con singulares y exquisitas demostraciones la gratitud y memoria de sus ánimos respecto del dueño y Redentor de todos, por tan inefable, y claramente divino beneficio, en que se representan sus triunfos, y la victoria que alcanzó de la muerte” (Sesión XIII, capítulo V).

De este modo, la devoción eucarística, que había experimentado un gran auge en la Edad Media, impulsada sobre todo por San Francisco de Asís, Santo Tomás de Aquino, Santa Catalina, etc., se incrementó aun más a partir de la Edad Moderna, constituyendo uno de los pilares de la reforma católica post-tridentina. El Concilio mismo, en efecto, hizo de la Eucaristía, como antes lo señalamos, uno de sus temas centrales, en la medida en que la herejía luterana lo había hecho blanco de sus ataques, especialmente impugnando el carácter sacrificial de la Misa y mutilando la doctrina de la presencia real hasta desfigurarla completamente. De este gran mal, por lo tanto, Dios sacó, una vez más, un bien todavía más grande, como es el fortalecimiento de la verdadera fe.

Ahora bien, ¿cuál es, siquiera a grandes rasgos, esta verdadera fe eucarística de la Iglesia? Como la definen los antiguos catecismos, la Eucaristía es el sacramento en el que se contienen verdadera, real y sustancialmente el Cuerpo, la Sangre, el Alma, y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo. A la vez, no es solo sacramento la Eucaristía, sino también sacrificio, a saber, en el que Cristo se ofrece al Padre en memoria del sacrificio de la Cruz. Finalmente, aquella presencia real, ordenada de suyo a la comunión, permanece intacta, sin embargo, aún fuera de la Misa para ser adorada. Sacrificio, comunión y presencia son, en este sentido, los tres grandes ejes en torno a los cuales gira la doctrina católica a este respecto.

Con todo, una alusión especial merece el término transubstanciación, de inspiración tomista, acuñado para significar el “gran misterio”, vale decir, la admirable conversión del pan y vino en el Cuerpo y Sangre del Señor. El Concilio de Trento, a propósito, consagra su uso de la siguiente manera: “Mas por cuanto dijo Jesucristo nuestro Redentor, que era verdaderamente su cuerpo lo que ofrecía bajo la especie de pan, ha creído por lo mismo perpetuamente la Iglesia de Dios, y lo mismo declara ahora de nuevo este mismo santo Concilio, que por la consagración del pan y del vino, se convierte toda la substancia del pan en la substancia del cuerpo de nuestro Señor Jesucristo, y toda la substancia del vino en la substancia de su sangre, cuya conversión ha llamado oportuna y propiamente Transubstanciación la santa Iglesia católica” (Ibid., capítulo IV). Bueno es recordarlo, contra los modernos adversarios de la fe, que en las últimas décadas han propuesto sustituir la expresión por otras más “modernas”, como transignificación o transfinalización, que más que arrojar luz sobre el misterio oscurecen su auténtica realidad. Estos excesos precisamente fueron los que motivaron la intervención del papa Pablo VI, que dedicó a este asunto su admirable encíclica Mysterium fidei, del 3 de septiembre de 1965, en que reafirma la verdadera doctrina católica, la misma hoy, que ayer, y para siempre.

En este día de gracia, y conmemorando este año el 80° aniversario del Congreso Eucarístico Nacional de 1934, renovemos nuestra fe y amor hacia este Santísimo Sacramento del Altar.

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