13/5/17

FÁTIMA NOS ENSEÑA A ESCRUTAR EL CIELO.

Por: Adelante La Fe.


Cien años después, las apariciones de Fátima de 1917 todavía nos transmiten muchas enseñanzas. Entre otras, nos invitan a aprender a interpretar las señales del Cielo. Cada una de las apariciones de la Virgen a los tres pastorcillos de Fátima estuvo acompañada de fenómenos atmosféricos.


El más extraordinario tuvo lugar el del 13 de octubre de 1917. La propia Virgen anunció a la pequeña Lucía, única de los tres videntes con quien hablaba, que sus apariciones concluirían con un milagro para que todos tuvieran certeza de la autenticidad del mensaje: «El último mes haré el milagro para que todos crean». Decenas de millares de personas entre peregrinos y escépticos ansiosos de demostrar la falsedad de las apariciones se congregaron el 13 de octubre en Cova de Iría. Los diarios de la época mencionaron la presencia de entre 40.000 y 50.000 personas, pero sin duda el número de asistentes fue mucho mayor. Al final de la última conversación de Lucía con Nuestra Señora, en el momento en que la Santísima Virgen se elevaba al Cielo, se oyó el grito de la pastorcita: «¡Mirad el sol!».


Las nubes se abrieron dejando ver el sol, que lucía con una intensidad inaudita pero sin cegar a los que miraban. «Lo más sorprendente era poder contemplar el disco solar durante un buen rato, irradiando luz y calor, sin que lastimara los ojos ni dañara la retina», atestiguó José María de Almeida Garrett, catedrático de ciencias naturales de la Universidad de Coimbra.


El periodista Avelino de Almeida, redactor jefe del diario socialista lisboeta O Século, que hasta entonces se había burlado de los sucesos, escribió el 15 de octubre en el mencionado periódico: «La ingente multitud se vuelve hacia el sol, que aparece en el cenit despejado de nubes.El astro parece un disco oscuro de plata, y es posible fijar la mirada en él sin el más mínimo esfuerzo. No quema ni ciega. Diríase que se está produciendo un eclipse, y de pronto suena un grito estruendoso, y se oye exclamar a los espectadores más próximos: “¡Milagro, milagro! ¡Maravilla, maravilla!».


Antonio Borelli Machado describe el fenómeno con estas palabras: «El disco solar comenzó a girar vertiginosamente. Su contorno adquirió un color escarlata, y se alejó en el cielo como un torbellino que despedía rojas llamas. Esta luz se reflejaba en el suelo, sobre las plantas y arbustos, en el rostro mismo y en la ropa de los presentes, adquiriendo tonalidades brillantes y colores diversos. Por tres veces, como si estuviera animado por un movimiento propio, el globo de fuego parecía temblar, sacudirse y precipitarse zigzagueando sobre la aterrorizada muchedumbre. Todo esto duró cerca de diez minutos».


El abogado Dominhos Pinto Coelho escribió en el diario católico O Ordem: «En algunos momentos el sol estaba rodeado de llamas color carmesí; en otros, tenía una aureola amarilla y roja. Y en otros pareció girar a una velocidad asombrosa, y todavía pareció separarse del cielo para acercarse a la Tierra». Manuel Nunes Formigão, sacerdote del seminario de Santarem, cuenta a su vez: «El sol se puso a girar a una velocidad vertiginosa sobre su propio eje, como el más espléndido fuego de artificio que quepa imaginar. Adquirió todos los colores del espectro y arrojaba destellos de luz multicolores. Este espectáculo sublime e incomparable se repitió por tres veces y duró cerca de diez minutos. Abrumada por la evidencia de tan tremendo prodigio, la inmensa multitud se puso de rodillas». Finalmente, el sol regresó zigzagueando al punto del que se había precipitado, y quedó de nuevo tranquilo y resplandeciente, con el mismo fulgor de todos los días.


La «danza del sol» del 13 de octubre es un hecho histórico atestiguado por millares de personas que lo han descrito con todo lujo de detalles. En 1967, el canónigo Martins dos Reis dedicó una obra entera al estudio de dicho prodigio (O Milagre do Sol e o Segredo de Fátima, Ed. Salesianas, Oporto, 1966). Pero la Virgen anunció a los tres pastorcitos otro fenómeno celeste. El 13 de julio les dijo: «Cuando veáis que la noche se ilumina con una luz desconocida, sabed que es la gran señal que Dios os da de que se dispone a castigar al mundo por sus crímenes, mediante la guerra, el hambre y la persecución de la Iglesia y del Santo Padre».


El 25 de enero de 1938 los cielos de toda Europa se iluminaron con una grandiosa aurora boreal. Los periódicos hablaron de un suceso «extraordinario», «rarísimo» y «visible en toda Europa». Sor Lucía estaba convencida de que se trataba de la señal premonitoria anunciada por la Virgen. Actualmente los historiadores concuerdan en que la guerra mundial se inició en efecto en Europa en 1938, el año de la anexión de Austria (en marzo) y de la ocupación de los Sudetes (en octubre) por parte de la Alemania hitleriana.


Una segunda aurora boreal iluminó el cielo el 23 de septiembre de 1939: «Aquella noche –cuenta en sus memorias el jerarca nazi Albert Speer– nos entretuvimos con Hitler en la terraza del Berghof admirando un raro fenómeno celeste: durante cerca de una hora, una intensa aurora boreal iluminó con una luz rojiza el legendario Untersberg que teníamos enfrente, mientras la bóveda celeste parecía una paleta con todos los colores del arco iris. No se habría podido representar con más dramatismo el último acto de El crepúsculo de los dioses. Teníamos además el rostro y las manos bañados en un rojo espectral. Este espectáculo nos suscitó una profunda inquietud. De pronto, Hitler se volvió hacia uno de sus consejeros militares y le dijo: “Hace pensar en mucha sangre. Esta vez no podremos menos que emplear la fuerza».


Aquella misma noche se firmó el pacto Von Ribbentrop-Molotov, sancionando la desgraciada alianza entre Hitler y Stalin, punto culminante de la guerra que estallaba. Los terribles sufrimientos causados por la Segunda Guerra Mundial no fueron, sin embargo, suficientes para hacer escarmentar a la humanidad, que en los últimos setenta años se ha ido precipitando cada vez más en un abismo de pecados públicos de todo género. Desgraciadamente, los acontecimientos que el Señor reveló a Sor Lucía el 3 de enero de 1944 corresponden a nuestro futuro: «Sentí el espíritu inundado por un misterio de luz que es Dios, y en Él vi y oí la punta de la lanza como llama que se separa, toca el eje de la Tierra y la hace temblar: montañas, ciudades, países y aldeas son sepultados junto con sus habitantes. El mar, los ríos y las nubes se salen de sus límites. Se desbordan, inundan y arrastran consigo en un torbellino casas y personas incontables. El mundo se purifica así del pecado en el que está inmerso».


Las guerras y persecuciones predichas por la Virgen en Fátima vendrán acompañadas de terribles trastornos atmosféricos, pero serán precedidos con toda verosimilitud de una gran señal del cielo, del cual las auroras boreales de 1938-1939 no fueron sino un anticipo. El 3 de enero de 1944, en el acelerado palpitar de su corazón y su espíritu, la hermana Lucía oyó una voz suave que decía: «Con el tiempo, una sola fe, un solo bautismo, una sola Iglesia santa, católica y apostólica. ¡En la eternidad, el Cielo! Esta palabra, Cielo, me llenó el corazón de paz y felicidad, de tal modo que, casi sin darme cuenta, seguí repitiendo durante mucho rato: ¡el Cielo, el Cielo!».


Debemos mantener siempre la mirada en el Cielo, porque «los cielos atestiguan la gloria de Dios» (Salmo 18, 2) y en el Cielo, según anuncia el Apocalipsis (12, 1), aparecerá una señal prodigiosa: una Señora revestida del sol. Escrutando el Cielo, lugar espiritual antes que físico, podremos anticipar la hora trágica del castigo y el radiante triunfo del Inmaculado Corazón de María.

Roberto de Mattei.

(Traducido por J.E.F)



No hay comentarios:

Publicar un comentario