“Al amigo fiel tenlo por amigo, el que lo encuentra, encuentra un tesoro;
un amigo fiel no tiene precio, ni se puede pagar su valor” (Eclo. 6, 14-15)
“Amicus certus in re incerta cernitur” (Ennio)
Tema recurrente en los escritos de los antiguos es el de la amistad. De entre aquellos, sobresalen dos que se refieren de una manera más o menos explícita al mismo, vale decir, los libros VIII y IX de la Etica a Nicómaco de Aristóteles, en el siglo IV a. de C., y el célebre De amicitia de Marco Tulio Cicerón, en el siglo I antes de nuestra era. Esta tradición será recogida posteriormente en el ámbito occidental cristiano, que se hace eco de ella, y encontrará lugar incluso en las obras de pensadores de la talla de San Agustín[1] y Santo Tomás de Aquino, como veremos.
Al margen de la civilización greco-romana, por otra parte, no menos valiosas son las alusiones a la amistad contenidas en los libros sapienciales de la Sagrada Escritura, como el Eclesiástico, allende los ejemplos contenidos en los libros históricos del Antiguo Testamento (I Sam. 20, por ej., sobre la amistad entre David y Jonatán) y entre las mismas páginas del Evangelio y del Nuevo Testamento en general. Estas referencias bíblicas presentan el valor adicional de remitirnos a textos inspirados por el Espíritu Santo, además de fundar la posibilidad de una auténtica teología católica de la amistad, incluso de la amistad humana.
Del contacto con todos estos textos antiguos se desprende, casi de forma inmediata, una valoración de la amistad que contrasta de forma notable con el significado moderno que vulgarmente se otorga a este término, tanto por la profundidad cuanto por la nobleza que el mismo posee en boca de los hombres de aquel pasado remoto. La amistad no es para ellos, en efecto, una mera camaradería, ni mucho menos la complicidad en los pasatiempos mundanos, sino, por sobre todo, una forma particular y especialmente elevada del amor, ligada necesariamente a la virtud.
En su espléndido libro Los cuatro amores, el genial escritor irlandés C.S. Lewis expresa esta radical diferencia entre la concepción antigua y la concepción moderna de la amistad: “A los antiguos, la amistad les parecía el más feliz y más plenamente humano de todos los amores: coronación de la vida y escuela de las virtudes. El mundo moderno, en cambio, la ignora. Admite, por supuesto, que además de una esposa y una familia un hombre necesita unos pocos “amigos”; pero el tono mismo en que se admite, y el que ese tipo de relación se describa como “amistades” demuestra claramente que de lo que se habla tiene muy poco que ver con esa philia que Aristóteles clasificaba entre las virtudes, o esa amicitia sobre la que Cicerón escribió un libro. Se considera algo bastante marginal, no un plato fuerte en el banquete de la vida; un entretenimiento, algo que llena los ratos libres de nuestra vida”[2].
En la obra de Lewis recién citada, tal como viene indicado por el mismo título, se establece una clasificación que distingue cuatro grandes géneros de amor, a saber: afecto, amistad, eros, y caridad. Naturalmente, dicha división no obedece a criterios rigurosamente científicos, si bien se desarrollan con extensión los motivos que han llevado al autor a adoptarla. Es curioso, en particular, el caso de la amistad y el eros, en cuya distinción insiste con fuerza Lewis, pese a dedicar algunas líneas a su posible co-existencia y continuidad en una relación entre los mismos sujetos. La imagen principal que utiliza el autor, bastante conocida, es la siguiente: aquellos que están vinculados por el eros se reconocen por su mirarse frente a frente; los amigos, en cambio, uno a junto al otro, miran ambos a un punto común, que no coincide con ninguno de ellos. Además, continúa señalando Lewis, los enamorados buscan la intimidad, mientras que los amigos, por el contrario, se regocijan con la participación de los más posibles en aquello que los vincula y constituye su interés común. De esta manera traza una línea cuya finalidad es deslindar los respectivos ámbitos de afecciones que se distinguen por rasgos casi opuestos.
Por cierto que, como dice el autor, “cuando dos personas (…) son de sexo diferente, la amistad que nace entre ellas puede fácilmente pasar (…) al amor erótico”; “(…) y al revés, el amor erótico puede llevar a la amistad entre los enamorados; pero esto”, concluye, “en lugar de borrar las diferencias entre ambos amores, las clarifica incluso más”[3]. De esta manera, amistad y eros, si bien son de suyo perfectamente compatibles, conceptualmente difieren de modo esencial.
Es interesante detenerse en esta observación, ya que, al margen de la adhesión que suscitan las agudas reflexiones de Lewis, basadas todas ellas en la observación de la realidad misma de las cosas, no es posible dejar de notar aquí una cierta divergencia entre la significación del término “amistad” tal como la entendía el mundo antiguo (y a la que él mismo antes aludiera) y la expuesta por el escritor irlandés. En efecto, tanto en Aristóteles como en Santo Tomás se habla en sentido propio de “amistad conyugal”, la cual, lejos de ser una más entre las especies de amistad, es la máxima de ellas, vale decir, la “máxima amistad” (maxima amicitia).
Resolver esta aparente contradicción constituirá uno de los objetos de nuestro trabajo, a medida que vayamos adentrándonos en la consideración de las características de la amistad. Por lo pronto, basta señalar que a lo que se refiere Lewis cuando habla de “eros”, tal como se desprende del conjunto de su obra y de la confrontación que realiza entre este tipo de amor y la amistad, es al impulso fundamental que se ordena a la unión de un sexo con el otro; impulso y atracción del todo específicos, que por lo mismo dan lugar, mediante su progresivo desarrollo y purificación, a una forma de amistad igualmente peculiar; irreductible, si se quiere, a la amistad que nace entre personas del mismo sexo (o de distinto sexo, incluso), pero que carece de ese ingrediente especial que es precisamente el eros, el cual asumido y como transfigurado por el amor espiritual y benevolente permitía ya hace siglos a los antiguos y medievales hablar de un género de amistad enteramente distinto, cual es el de la “amistad conyugal”.
Características de la amistad
El tema de la amistad no constituye, evidentemente, una cuestión que pertenezca por su propia naturaleza a la ciencia teológica. A pesar de ello, es famoso el desarrollo tomista sobre la caridad teologal como amistad del hombre con Dios (amicitia quaedam hominis ad Deum), contenido en la q. 23, a.1 de la II-II de la Summa Theologiae. Allí recoge el Aquinate la noción aristotélica de amistad, expuesta en la Ética a Nicómaco, a fin de aplicarla al estudio de la más alta de todas las virtudes. A tal efecto, señala Santo Tomás tres características básicas que especifican al amor de amistad, a saber: benevolencia, reciprocidad, y comunicación de bienes.
Benevolencia. Cuando se afirma que la amistad es una modalidad del amor benevolente, con ello se quiere distinguirlo fundamentalmente de la esfera del amor concupiscible, que constituye su modalidad opuesta según la clasificación aristotélica. A diferencia de este, en efecto, en que el objeto amado lo es solo en la medida en que se ordena a satisfacer la propia necesidad o apetito, el amor de benevolencia busca el bien de aquello que se ama, motivo por el cual solo un ser racional puede ser término u objeto del mismo, tal como lo reconoce el Angélico al afirmar que es imposible tener amor de amistad para “con el vino o con un caballo”. Así, pues, “no todo amor tiene razón de amistad, sino el que entraña benevolencia; es decir, cuando amamos a alguien de tal manera que le queramos el bien”; “pero si no queremos el bien para las personas amadas, sino que apetecemos su bien para nosotros (…) ya no hay amor de amistad, sino de concupiscencia” [4].
Modernamente, esta distinción ha sido expresada de manera análoga por la filosofía de corte existencialista y personalista, que propone evitar el uso de la categoría de “objeto” en materia de relaciones interpersonales, cuya especificidad, por el contrario, radica en ser relaciones entre sujetos, entre un “yo” y un “tú”. Asimismo, existe la conocida distinción entre eros y ágape: amor posesivo, e incluso egoísta, el primero; amor oblativo y desinteresado, dispuesto al sacrificio, el segundo [5].
Reciprocidad. Sin embargo, “ni siquiera la benevolencia es suficiente para la razón de amistad” [6], continúa el Doctor Angélico. En efecto, también la realización de un gesto de misericordia constituye un ejemplo cabal de amor benevolente, sin ser por ello amor de amistad, para lo cual le falta un elemento que es esencial a aquélla, a saber: la reciprocidad, pues “el amigo es amigo para el amigo (amicus est amico amicus)” [7]. No hay amistad, pues, sino en cuanto el amor que vincula a dos sujetos es mutuo; sólo entonces estos son verdaderamente amigos el uno para el otro.
Comunicación de bienes. Ahora bien, destaca Santo Tomás como rasgo último comprendido en toda amistad, que “esa recíproca benevolencia está fundada en alguna comunicación” [8], con lo cual tenemos un tercer elemento esencial, que no es sino la denominada communicatio bonorum, vale decir, comunicación de bienes, por la cual los amigos tienen sencillamente algo en común, siendo esta comunidad la base sobre la cual se edifica la verdadera amistad, que será tanto mayor cuanto mayor y más profunda sea dicha comunión en el bien. No existe amistad, en efecto, sino en la virtud, de modo tal que incluso aquella es considerada una virtud en sí misma, tal como lo afirma Aristóteles al comienzo del libro VIII de su Ética, el primero de los que trata sobre la amistad [9]. También Cicerón en su De amicitia insiste en la íntima relación entre virtud y amistad [10], de la cual deriva en buena parte la gran estima en que tuvieron los antiguos a esta última.
El hecho de su estrecha ligazón con la virtud, además de su carácter benevolente, nos sugiere que constituye la amistad el género de amor “espiritual” por excelencia, no basado en motivos de sangre, o de mero impulso biológico o necesidad natural. “Este carácter <<no natural>>, por así llamarlo, de la amistad explica sobradamente porqué fue enaltecida en las épocas antigua y medieval, y que haya llegado a ser algo fútil en la nuestra”, dice C. S. Lewis; “de entre todos los amores, ese es el único que parece elevarnos al nivel de los dioses y de los ángeles” [11], concluye. En este sentido, se entiende que Santo Tomás de Aquino haya recurrido al encuadre que le ofrecía la noción de amistad para intentar comprender la profundidad teológica del amor más elevado de todos, que es el amor dirigido a Dios, vale decir, la caridad.
El amor conyugal y la caridad como formas de amistad
Es interesante detenerse a considerar la dilatada extensión que confiere a la idea de amistad su misma índole genérica, ya que, si bien Lewis la distingue en un sentido restrictivo tanto del afecto como del eros y la caridad, no es menos cierto que en un sentido más amplio puede aplicarse analógicamente a todo amor que reúna las tres condiciones antes indicadas. En particular, nos interesa abordar desde el ángulo del amor de amistad (con una perspectiva inclusiva, por tanto) tanto la realidad del amor erótico (o eros, más simplemente) como la de la caridad, acercándonos de este modo a un enfoque más aristotélico-tomista.
En cuanto al eros, es preciso ante todo volver sobre aquello que decíamos líneas atrás acerca de la real continuidad, a la vez que esencial diferencia, existente entre el amor erótico y la amistad. En efecto, aunque la validez de esta distinción no puede negarse, la reflexión de Santo Tomás en esta materia gira en torno, no al amor erótico en estado puro, sino a la realidad mucho más compleja del matrimonio y el amor conyugal que este supone. Así, pues, el Doctor Angélico afirma: “Cuanto mayor es la amistad, es asimismo tanto más firme y perdurable. Ahora bien, entre el varón y la esposa parece existir la más alta amistad (maxima amicitia): se unen, en efecto, no solo mediante la realización del acto carnal, que incluso entre las bestias produce una cierta agradable sociedad, sino también en todo aquello que mira a la comunidad de la vida doméstica. Por lo cual, para significar esto, el hombre deja a su padre y a su madre a causa de su mujer, como dice el Gén. 2, 24” [12].
Sólo desde esta perspectiva, más rica y profunda a nuestro juicio, es que se puede verificar con claridad la intrínseca ordenación del eros a su plena realización en el amor conyugal, en el cual es asumido aquel como impulso fundamental e indispensable (que incluye a su vez ineludiblemente el elemento físico y sensible) para desarrollar toda su potencialidad por la elevación actual al orden racional y espiritual, en el que se da la amistad; y al sobrenatural, cuando es asumido por la caridad, a la cual está llamado principalmente en virtud del sacramento cristiano del matrimonio.
Ahora bien, la caridad misma, como antes lo señaláramos, es para el Aquinate, a su vez, una forma de amistad. En efecto, sobre la base de las tres condiciones aristotélicas por él antes precisadas, veamos como resuelve Tomás la cuestión planteada en torno a la categoría filosófica más apropiada para definir a la reina de las virtudes:
“Así, pues, ya que hay comunicación del hombre con Dios en cuanto que nos comunica su bienaventuranza, es menester que sobre esa comunicación se establezca alguna amistad. De esa comunicación habla, en efecto, el Apóstol cuando escribe: Fiel es Dios, por quien habéis sido llamados a la sociedad con su Hijo (1 Cor., 1, 9). Y el amor fundado sobre esta comunicación es la caridad. Es, pues, evidente que la caridad es amistad del hombre con Dios” [13].
La conclusión del Santo Doctor ha sido severamente cuestionada por algún que otro teólogo moderno, con el pretexto de que difícilmente la philia aristotélica podría dar cuenta, en cuanto categoría perteneciente al ámbito de la filosofía griega, de la inmensa riqueza del dato revelado en torno a la caridad. Sin embargo, y más allá de las objeciones que con fundamento puede suscitar esta apreciación, es curioso observar que no faltan en la misma Escritura textos referidos a la amistad, humana ciertamente, pero que sin forzarlos demasiado pueden servir a una reflexión bíblica en torno a la caridad como amistad. Pero lo que es más importante, tal como lo advierte Santo Tomás en el sed contra del artículo en cuestión, Cristo mismo utilizó el término equivalente en el discurso de la Última Cena, para expresar la peculiar relación que lo unía con los Apóstoles: “Ya no los llamo servidores, porque el servidor ignora lo que hace su señor; yo los llamo amigos, porque les he dado a conocer todo lo que oí de mi Padre” [14].
Así, pues, lejos de constituir una desnaturalización del dato revelado, la teología del Doctor Común no hace sino extraer las conclusiones latentes en el mismo, aunque para ello se sirva del instrumental conceptual filosófico que le brinda el genio helénico resplandeciente en Aristóteles.
Conclusión
La apretada síntesis volcada en las líneas precedentes no hace más que poner de manifiesto el prístino valor reconocido a una realidad fundamental de la vida humana, hoy lamentablemente en decadencia, al igual todo aquello que, sin desaparecer, subsiste como una triste caritura de lo que en otro tiempo fue, o de lo que en realidad está llamado a ser. La amistad, en efecto, como el amor, del que es la forma más elevada, ha sido objeto con el correr de los siglos de la misma tergiversación que aquel, reducidos tanto la una como el otro a la superficie de la existencia en que se agota el horizonte espiritual del hombre moderno.
Un último esfuerzo por captar aquello que define a la amistad y la coloca en tan elevado lugar en la jerarquía de los valores espirituales humanos, nos lleva a pensar que su rasgo característico estriba en el hecho de ser el amor personal por excelencia, por lo mismo que decíamos que era amor “espiritual” por encima de los otros. Es precisamente por ello que también Dios puede ser llamado con toda propiedad “Amigo”, ya que, a fuer de espíritu, es con toda propiedad “Persona”; más aún, subsisten en su misma y única naturaleza una Trinidad de Personas, vinculadas por un lazo de amistad infinitamente más íntimo de lo que puede concebir la inteligencia humana, y que se manifiesta y ofrece a nosotros por medio de la Creación y de la Redención. No obsta a la amistad, a este respecto, la desproporción existente entre Dios y la criatura, ya que la igualdad o proporción no es tanto el presupuesto cuanto el fruto de la amistad, como dice Cicerón: “Como aquellos que son superiores deben someterse en la amistad, así los inferiores, en cierto modo, deben levantarse” [15].
La amistad como amor personal significa que no solamente es la amistad algo que se da exclusivamente entre personas, sino entre personas en cuanto tales, pues solo en ella se capta y se reconoce, aunque siempre imperfectamente, el valor del otro como sujeto concreto y singular, como individuo único y distinto. Sea lo que fuere, por tanto, de la valoración que merezcan el existencialismo y el personalismo desde el punto de vista de la historia de la filosofía en su conjunto, puede rescatarse como mérito suyo al menos el haber puesto de relieve el hecho de que no es posible agotar mediante ningún esquema o instancia la totalidad de lo real. Creemos que la amistad, en cuanto vínculo que realiza a distintos niveles este amor personal y, por qué no, íntimo, pertenece al grupo de aquellas cosas en que la inefabilidad de lo creado se hace más patente.
“Es [la amistad]”, dice Aristóteles, “una de las necesidades más apremiantes de la vida; nadie aceptaría esta sin amigos, aun cuando poseyera todos los demás bienes. Cuanto más rico es uno y más poder y más autoridad ejerce, tanto más experimenta la necesidad de tener amigos en torno suyo (…) Todo el mundo conviene en que los amigos son el único asilo donde podemos refugiarnos en la miseria y en los reveses de todo género. Cuando somos jóvenes, reclamamos de la amistad que nos libre de cometer faltas dándonos consejos; cuando viejos, reclamamos de ella los cuidados y auxilios necesarios para suplir nuestra actividad, puesto que la debilidad senil produce tanto desfallecimiento; en fin, cuando estamos en toda nuestra fuerza recurrimos a ella para realizar acciones brillantes: Dos decididos compañeros, cuando marchan juntos, son capaces de pensar y hacer muchas cosas (Illíada, canto X)” [16].
[1] El Santo Doctor plasma especialmente su visión de la amistad, de clara influencia ciceroniana, en el libro IV de sus Confesiones.
[2] Ed. Rayo, 2006, pp. 69-70.
[3] Ibid., p. 79.
[4] S. Th. II-II, q. 23, a.1, corpus.
[5] Esta distinción es recogida y desarrollada por el papa Benedicto XVI al comienzo de su primera encíclica, Deus caritas est.
[6] Ibid.
[7] Ibid.
[8] Ibid.
[9] “A todo lo que precede debe seguir una teoría de la amistad, porque ella es una especie de virtud o, por lo menos, va siempre escoltada por la virtud” (L. VIII, c. 1). “La amistad perfecta es la de los hombres virtuosos y la de los que se parecen por su virtud” (c. III). “La amistad por excelencia es, pues, la de los hombres virtuosos” (c. V).
[10] “Pero primero siento esto: que la amistad no puede existir a no ser entre los buenos….” (n. 18); “….la amistad no puede existir sin la virtud de ningún modo…” (n. 20); “…la amistad ha sido dada por la naturaleza como ayudantes de las virtudes, no como compañera de los vicios” (n. 83).
[11] C.S. LEWIS, op. cit., pp. 70-71.
[12] “Amicitia, quanto maior, tanto est firmior et diuturnior. Inter virum autem et uxorem maxima amicitia esse videtur: adunantur enim non solum in actu carnalis copulae, quae etiam inter bestias quandam suavem societatem facit, sed etiam ad totius domesticae conversationis consortium; unde, in signum huius, homo propter uxorem etiam patrem et matrem dimittit, ut dicitur Gen. 2-24” (Summa contra gentiles, L. III, c. 123). La traducción es nuestra.
[13] S. Th., II-II, q. 23, a. 1, corpus.
[14] Jn. 15, 15.
[15] De amicitia, n. 72.
[16] Ética a Nicómaco, l. VIII, c. I.
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