12/6/14

JUNIO: MES DEL SAGRADO CORAZÓN


En nuestro post de la semana pasada, aludíamos a una práctica muy difundida, que ya se ha hecho tradicional en la Iglesia, y que es la de consagrar el mes de junio a la devoción al Sagrado Corazón de Jesús. En efecto, así como a San José se dedican los días de marzo; al Rosario, los de octubre; y a la Santísima Virgen, los de noviembre (los de mayo, en Europa); también el Corazón Sacratísimo de Jesús recibe este tributo especial, a saber, durante los días de junio, en que se celebra ordinariamente su solemnidad, fijada en el calendario litúrgico para el viernes siguiente a la celebración del Corpus Christi (para el viernes de su octava, originalmente; costumbre que se mantiene en aquellos lugares en donde, como en Roma, el Corpus sigue celebrándose en jueves).

Como tal, la festividad litúrgica del Sagrado Corazón fue inicialmente una celebración particular que Roma fue concediendo progresivamente, a partir de fines del siglo XVII, para determinadas regiones y comunidades religiosas de Francia que así lo solicitaban. Fue recién durante el pontificado de Pío IX, a mediados del XIX, que la misma devino celebración de la Iglesia universal, a instancias del episcopado francés, que ya había aceptado semioficialmente la fiesta en 1765, a petición de la Reina. El siglo XIX, finalmente, marcado por el avance del liberalismo en todos los ámbitos, se cerraría con el espaldarazo definitivo dado a esta devoción (“devoción de los tiempos modernos”, ha sido llamada), al realizarse la consagración solemne de toda la humanidad al Sagrado Corazón, por orden del papa León XIII, el 11 de junio de 1899, con una fórmula prescrita por el mismo pontífice. Fue él asimismo quien recomendó la práctica de esta devoción en su encíclica Annum sacrum (25-V-1899), al igual que sus sucesores Pío XI, en la encíclica Miserentissimus Redemptor (8-V-1928), y Pío XII, en su magnífica Haurietis aquas (15-V-1956), que contiene una exposición integral del culto y la devoción al Corazón de Jesús.

Nadie ignora que, al margen de las sucesivas aprobaciones eclesiásticas que fue recibiendo el culto de marras, su desarrollo a lo largo de la historia de la Iglesia tiene a su vez un decurso propio, que el Pastor Angélico, Pío XII, resume en su admirable documento (cfr. Haurietis aquas, nn. 25-27). Desde luego, no olvida el Sumo Pontífice de señalar los fundamentos doctrinales, incluso bíblicos, de la devoción en cuestión, al mismo tiempo que sus precursores antiguos y medievales; con todo, dedica en particular unas líneas al reconocimiento del jalón histórico fundamental a este respecto, a saber: las visiones de Santa Margarita María Alacoque, religiosa francesa de la Visitación. “Pero entre todos los promotores de esta excelsa devoción”, dice a propósito el Papa, “merece un puesto especial Santa Margarita María Alacoque, porque su celo, iluminado y ayudado por el de su director espiritual -el Beato Claudio de la Colombiere-, consiguió que este culto, ya tan difundido, haya alcanzado el desarrollo que hoy suscita la admiración de los fieles cristianos, y que, por sus características de amor y reparación, se distingue de todas las demás formas de la piedad cristiana” (n. 26).

Pese a ello, advierte cuidadosamente el Santo Padre que “no puede decirse (…) ni que este culto deba su origen a revelaciones privadas, ni cabe pensar que apareció de improviso en la Iglesia; brotó espontáneamente, en almas selectas, de su fe viva y de su piedad ferviente hacia la persona adorable del Redentor y hacia aquellas sus gloriosas heridas, testimonio el más elocuente de su amor inmenso para el espíritu contemplativo de los fieles. Es evidente, por lo tanto, cómo las revelaciones de que fue favorecida Santa Margarita María ninguna nueva verdad añadieron a la doctrina católica. Su importancia consiste en que -al mostrar el Señor su Corazón Sacratísimo- de modo extraordinario y singular quiso atraer la consideración de los hombres a la contemplación y a la veneración del amor tan misericordioso de Dios al género humano” (Ibid.). Este Corazón, en efecto, es “el símbolo más apto para estimular a los hombres al conocimiento y a la estima de su amor (…) señal y prenda de su misericordia y de su gracia para las necesidades espirituales de la Iglesia en los tiempos modernos” (Ibid.). 

Las precedentes consideraciones, y otras más que hemos omitido brevitatis causa, permiten a Pío XII arribar a una conclusión que puede parecer sorprendente, pero que en realidad no hace sino expresar una verdad profunda, a saber: “El culto al Sagrado Corazón se considera, en la práctica, como la más completa profesión de la religión cristiana” (n. 29). En efecto, “la religión de Jesucristo se funda toda en el Hombre Dios Mediador, de manera que no se puede llegar al Corazón de Dios sino pasando por el Corazón de Cristo”, el cual es, él mismo a su vez, “el corazón de una persona divina, es decir, del Verbo Encarnado, y que, por consiguiente representa y pone ante los ojos todo el amor que El nos ha tenido y tiene aun” (Ibid.). 

Que la enseñanza autorizada de la Iglesia, por tanto, más que los impulsos de la devoción personal, nos muevan en todo tiempo, pero de un modo especial durante este mes, a elevar con frecuencia nuestra mirada al costado abierto del Salvador. 

Cor Iesu Sacratissime, miserere nobis

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