14/5/14

LA ESPERANZA (II)


La esperanza como virtud

Continuando ya con la serie de artículos sobre la esperanza que teníamos proyectado ofrecer durante este tiempo pascual, ahora es preciso irnos adentrando, siquiera a grandes rasgos, en lo que sería el contenido del tratado teológico sobre esta virtud. Lo haremos a partir de lo que nos dice a este respecto Santo Tomás en su Suma Teológica, en la sección correspondiente al estudio de la esperanza (II-II, q. 17-23). 

Ante todo, se afirma que la esperanza es ciertamente una virtud, vale decir, en cuanto perfecciona al hombre ajustándolo a una regla o medida, que es en este caso Dios mismo, en quien se apoya a la vez que tiende hacia él por medio de la esperanza teologal (q. 17, a. 1; cfr. a. 5)). Su objeto propio y principal, por otro lado, es la bienaventuranza eterna, único bien proporcionado a quien lo causa, el Sumo e Infinito Bien, aunque también puede tener por objeto la consecución de otros bienes, en la medida en que se ordenan a aquel (a. 2). Su sujeto, en fin, es el hombre, pero solo statu viatoris (en estado de viador), ya que ni en los bienaventurados ni en los condenados se da esperanza: por la posesión plena y perpetua del bien presente, en los primeros (q. 18, a. 2); por la pérdida definitiva e irreparable del mismo, en los segundos (a. 3). Ahora bien, es la voluntad la facultad del hombre aquella en que la esperanza reside como en su sujeto específico, ya que su objeto es el bien, no sensible, sino divino (a. 1). 

Los artículos 3-4 de la q. 17 plantean con agudeza el problema de la forma en que se manifiesta la esperanza en las relaciones con los demás hombres; concretamente, en qué medida es posible esperar para otro la bienaventuranza eterna (a. 3), a la vez que esperar lícitamente en hombre alguno (a. 4). En respuesta a lo primero, afirma justamente el Doctor Angélico que, si bien la esperanza hace referencia directamente a un bien propio, por cuanto entraña un movimiento o inclinación que “implica siempre tendencia a un final apropiado al móvil”, se puede esperar para otro la bienaventuranza, y ello en virtud de la caridad, por la cual nos unimos al otro de modo tal que su bien es asumido en cierto modo como el bien de uno mismo. En cuanto a lo segundo, la respuesta es previsible: no puede esperarse en el hombre como causa eficiente principal de la bienaventuranza eterna, sino tan solo como causa instrumental, siendo el ejemplo de los santos y su intercesión el más patente. 

Los últimos tres artículos de la cuestión abordan las relaciones entre la esperanza y las otras dos virtudes teologales, a saber, la fe y la caridad. El art. 6, en efecto, traza con claridad meridiana la distinción entre ellas: por la caridad solamente el hombre se adhiere a Dios en sí mismo; por la fe y la esperanza, en cambio, en cuanto principio del que le vienen otros bienes, como son el conocimiento de la verdad perfecta (fe), y la consecución de la bienaventuranza eterna (esperanza). Los art. 7-8, por su parte, indagan acerca de las relaciones de precedencia entre fe y esperanza, y entre esperanza y caridad, respectivamente.

La conclusión del art. 7 es sencilla: la fe, ciertamente, precede a la esperanza, por cuanto su objeto, que es la vida eterna y el auxilio divino en orden a alcanzarla, nos resulta conocido solo por la fe. Más sutil resulta, sin embargo, el razonamiento que desarrolla el Aquinate en orden a desentrañar la relación esperanza-caridad, motivo por el cual conviene transcribir aquí el fragmento correspondiente del artículo en cuestión: “Hay un doble orden. Uno, por vía de generación y de materia, y, según ese orden, lo imperfecto precede a lo perfecto. El otro es el orden de perfección, y, según ese orden, lo perfecto por naturaleza es anterior a lo imperfecto. A tenor del primer orden, la esperanza es anterior a la caridad. Esto se pone en evidencia por el hecho de que la esperanza y todo movimiento del apetito se deriva del amor, como hemos visto al tratar de las pasiones. Ahora bien, el amor puede ser perfecto o imperfecto. Es en verdad perfecto el amor por el que alguien es amado por sí mismo, en cuanto se le quiere desinteresadamente el bien; tal es el amor del hombre al amigo. Es, en cambio, imperfecto el amor con que se ama algo no por sí mismo, sino para aprovecharse de su bien, como ama el hombre las cosas que codicia. Pues bien, el amor de Dios en el primer sentido corresponde a la caridad, que hace unirse a Dios por sí mismo; a la esperanza, en cambio, corresponde el amor en el segundo sentido, ya que quien espera intenta obtener algo para sí. De ahí que, en el orden de generación, la esperanza precede a la caridad (…) Pero en el orden de perfección la caridad es anterior a la esperanza. Por eso, cuando aparece la caridad, se hace más perfecta la esperanza, ya que esperamos más de los amigos”. 

En la última frase del texto citado se percibe una preciosa alusión a la doctrina de la caridad como forma de amistad (“in amicis maxime speramus”), que no es posible desarrollar aquí, pero que tiene para el tratado de la esperanza esta consecuencia tan estimulante y consoladora, entre tantas otras.

Dios mediante, continuaremos la próxima semana.

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