11/2/14

A UN AÑO DE LA RENUNCIA DE BENEDICTO XVI AL SUMO PONTIFICADO

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A pesar de haberse hecho efectiva recién el 28 de febrero del pasado año, fue precisamente en el día de la fecha del 2013, memoria de Nuestra Señora de Lourdes, cuando Su Santidad Benedicto XVI, ahora Obispo emérito de Roma, anunció públicamente su renuncia a la sede de Pedro, en el contexto del consistorio convocado para la canonización de los mártires de Otranto. “Después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia”, decía entonces el Santo Padre, ante el estupor del mundo entero, “he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino (...) Por esto, siendo muy consciente de la seriedad de este acto, con plena libertad, declaro que renuncio al ministerio de Obispo de Roma, Sucesor de San Pedro”.

Puede colegirse la trascendencia de estas palabras si tan solo se tiene en cuenta el hecho de que la última renuncia de un Papa a su ministerio había ocurrido unos seiscientos años antes, en 1415, para ser más precisos, cuando Gregorio XII presentó su renuncia para poner fin al célebre Cisma de Occidente, no sin antes haber sido autorizado por el Concilio de Constanza para elegir a su sucesor. Por lo demás, apenas si se había visto a lo largo de la historia de la Iglesia la extraña escena de dos sumos pontífices, el uno junto al otro, como casi nos hemos acostumbrado a hacerlo durante estos últimos meses, debido a los periódicos encuentros entre Benedicto XVI y Francisco I.

Al recordar este acontecimiento, todavía reciente, no es posible negar que a la perplejidad se unió el dolor y la tristeza, ya que, más allá del respeto y la plena comprensión que mereció y aun merece el gesto del Santo Padre, no fue fácil asumir la relativa “pérdida” de un pastor tan amado por muchos, a pesar de nunca haber gozado del favor de los medios de comunicación, totalmente funcionales a la mentalidad naturalista de inspiración anti-cristiana y hostiles a todo connato de sana conservación, e incluso sufrido la incomprensión de parte de quienes le debían sumisión y afecto. En efecto, todavía parece leerse entre las líneas de la declaración por la cual anunciaba el Papa su decisión, y vislumbrarse, el profundo sufrimiento engendrado de haber encontrado la oposición entre los suyos. Será materia de investigación para los que vengan el tejido de relaciones y maniobras de que pudo haber sido víctima el Pontífice a la hora de gobernar la barca de Pedro. 

De entre todos los aspecto positivos de su pontificado, quizá el más sobresaliente fue el de intentar hallar una necesaria “continuidad” entre la tradición y la innovación, idea que a partir de los años posteriores a la celebración del Concilio Vaticano II se vio sistemáticamente olvidada y oscurecida. En este sentido, habiendo recibido en el día de ayer el Santo Padre la visita del arzobispo Mons. Luigi Negri y el profesor Marco Ferrini, dos viejos amigos suyos, subrayó que “cualquier dualismo es cristianamente negativo”, a la vez que recordó que “si no hay batalla, no hay cristianismo”. Oportuno es también traer a la memoria esta verdad tan silenciada por una versión diluida del catolicismo que pretende suavizar el antagonismo ya señalado por Cristo entre la vida cristiana y el espíritu del mundo, y suprimir, por tanto, la noción misma de militancia católica. Por el contrario, el Obispo emérito de Roma, Benedicto XVI, nos recuerda a un año de su renuncia al pontificado que sin batalla, no hay seguimiento de Cristo, como lo dice el Apóstol: “Certa bonum, certamen fidei” (I Tm. 6, 12).

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