13/11/13

POLÍTICA SACADA DE LAS SAGRADAS ESCRITURAS (Parte IV)


SOBRE LAS LEYES


Proposición I: Todo buen gobierno necesita un sistema legislativo.

Es decir, que no basta con que el príncipe o el primer magis­trado se limiten a resolver los casos a medida que se les presen­ten, sino que, para que el gobierno se mantenga constante y unifor­me, hace falta establecer reglas generales de conducta: esto es, lo que conocemos con el nombre de sistema legislativo.


Proposición II: Sobre los primeros principios de las leyes.

La primera de todas las leyes es la de la naturaleza, es decir, la de recta razón y la equidad natural, en ella se fundamentan todas las demás. Las leyes deben abarcar todas las cosas divinas y humanas, públicas y privadas, comenzando por la naturaleza, conforme a las palabras de San Pablo: "Los gentiles, que no tienen ley, haciendo naturalmente lo que está dentro de la ley, se crean una ley para sí, y muestran la obra de la ley escrita en sus corazones. Siendo testigos de ello su conciencia, así como las sentencias con las que entre ellos se acusan o se excusan" (Rom II, 14, 15).

Las leyes deben establecer el derecho divino y humano, público y privado; en una palabra, la recta observancia de las cosas divinas y humanas entre los ciudadanos, por medio de los castigos y re­compensas. 

Lo primero que debe hacer todo sistema legislativo es legislar los deberes para con Dios. Moisés obró así y lo estableció como fundamento del pueblo de Israel. El primero de los preceptos del Decálogo dice: "Yo soy el Señor: no tendrás dioses ajenos" (Ex XX, 2, 3, 4, 5, 6, etc.). 

Después deben legislarse los preceptos que se refieren a la socie­dad: "No matarás, no robarás, etc." (Ex XX, 3, etc.). Tal debe ser el orden general de toda legislación.


Proposición III: Existe un orden en las leyes.


El primer man­damiento de las leyes es el reconocimiento de la divinidad, de la cual proceden todos los bienes y nuestro propio ser. "Teme a Dios y guarda sus mandamientos: porque éste es el todo del hombre" (Ecl XII, 13). Y el segundo mandamiento dice: "Obra con tu pró­jimo como quisieras que él obrara contigo" (Mt VII, 12). 


Proposición IV: Un gran rey explica el carácter de las leyes.

Los intereses y las pasiones corrompen a los hombres. La ley es desinteresada y desapasionada. "La ley carece de doblez y de co­rrupción, habla sin engaño y sin lisonja, convierte a los niños en sabios" (Sal XVÍII, 8). Es decir, que anticipa en ellos la experien­cia y les imbuye desde temprana edad excelentes máximas. "Es recta y alegra los corazones" (Sal XVIII, 9). Agrada ver que la ley es igual para todos, y que en medio de la corrupción conserva su integridad. "Es clara como el día"; en la ley brillan y resplan­decen las luces más puras de la razón. "Es verdadera y se justifica por sí misma" (Sal XVIII, 10), porque sigue los primeros princi­pios de la equidad natural, con los que nadie, a excepción de los necios, puede estar en desacuerdo. "Es más deseable que el oro y más dulce que la miel" (Sal XVIII, 11); de ella proceden toda abundancia y descanso. 

David señala en la ley de Dios estas excelentes propiedades, sin las cuales no existe verdadera ley. 


Proposición V: La ley castiga y recompensa.

La ley de Moisés va siempre acompañada de castigos justos y necesarios. 

La primera ley, como hemos dicho, es la de no hacer a otro lo que no queremos que se haga con nosotros. Los que violan esta pri­mera ley, tan justa y recta, merecen que se haga con ellos lo que no quisieran que se les hiciese; han hecho sufrir a otros lo que no estaban dispuestos a padecer ellos, y merecen sufrir lo que no quie­ren. En esto, justamente, se fundan los castigos, conforme a la sentencia pronunciada contra Babilonia: 'Tomad venanza de ella: haced con ella como ella hizo" (Jer L, 15); "no ha perdonado a na­die, no la perdonéis; ha hecho sufrir a los demás, hacedla sufrir". 

En el mismo principio están basadas las recompensas. Quien fa­vorece al pueblo o a los ciudadanos, debe ser favorecido por el pue­blo y los ciudadanos. 


Proposición VI: La ley es sagrada e inviolable.

Para compren­der perfectamente la naturaleza de la ley debemos señalar que to­dos aquellos que la han estudiado a fondo, la han considerado, en su origen, como un pacto o solemne tratado, mediante el cual los hombres acuerdan entre sí, basándose en la autoridad de los prínci­pes, lo necesario para establecer la sociedad. 

No queremos decir con ello que la autoridad de las leyes depen­da de la conformidad y consentimiento de los pueblos, sino sola­mente que el príncipe, al no tener otro interés que el del servicio público, debe verse asistido por las mejores cabezas de la nación y apoyado en la experiencia de los siglos anteriores. 

Esta verdad, constante entre los hombres, se explica admirable­mente en la Biblia. Dios reúne a su pueblo, haciendo que les sea propuesta a todos la ley, por medio de la cual establecía el dere­cho divino y humano, público y privando de la nación, y en su pre­sencia les obliga a acatarla. "Moisés convoca a todo el pueblo. Y como ya les había comunicado todos los mandamientos de la ley, les dice: Guardadlos y ponedlos por obra, porque en ellos está vuestra sabiduría. Todos estáis aquí, delante del Señor vuestro Dios, vuestros jefes, vuestras tribus, vuestros ancianos, vuestros doctores, todo el pueblo de Israel, vuestros hijos, vuestras muje­res y los extranjeros que habitan con vosotros, para que todos os comprometáis por la alianza del Señor y por el juramento que el Señor hace con vosotros, y seréis su pueblo, y él será vuestro Dios. Y yo no hago este juramento sólo con vosotros, sino con to­dos, presentes y ausentes" (DT XXIX, 2,9-15).

Moisés recibe el tratado en nombre de todo el pueblo, que le había dado su consentimiento. "He sido -dice- el mediador entre Dios y vosotros, y el depositario de las palabras que él os daba, y vosotros a él" (Di V, 5).

Todo el pueblo consiente expresamente en el tratado. "Los levitas dicen en voz alta: Maldito aquel que no se atenga a los mandamientos de la ley y no los ponga por obra, y el pueblo res­ponde: Amén. Así sea" (Dt XXVII, 14, 26; Jer VIII, 30, etc.).

Debemos señalar, no obstante, que Dios no necesitaba el consen­timiento de los hombres para autorizar su ley, porque al ser su creador podía obligarles a cuanto quisiera y, sin embargo, para ha­cer el tratado más firme y solemne, les obliga a acatar la ley de forma expresa y voluntaria.


Proposición VII: Se considera que la ley es de origen divino. 

El tratado que acabamos de exponer tiene un doble efecto: por una parte, une al pueblo con Dios y, por la otra, al pueblo consi­go mismo.

El pueblo no podía unirse consigo mismo por medio de una aso­ciación inviolable, a no ser que fuese promulgada en presencia de un poder superior, como el de Dios, protector natural de la socie­dad e inevitable vengador de toda transgresión de la ley.

Pero cuando los hombres se comprometen en presencia de Dios, prometiéndole guardar, ante él y entre ellos, todos los manda­mientos de la ley que pone a su consideración, el convenio, enton­ces autorizado por un poder ante el cual todo está sometido, resul­ta inviolable.

Esa es la razón de que todos los pueblos pretendieran dar a sus leyes un origen divino, y de que los que no lo tuvieran, fingieran tenerlo.

Minos se vanagloriaba de haber recibido de Júpiter las leyes que dio a los cretenses; de la misma manera, Licurgo, Numa y to­dos los demás legisladores quisieron que el convenio mediante el cual se obligaban los pueblos entre sí a respetar las leyes estuvie­ra respaldado por la autoridad divina, para que nadie pudiese re­tractarse de él.

Platón, en su República y en su libro de Las Leyes, no presenta ninguna ley que no haya sido previamente confirmada por el orácu­lo, en cuya presencia fue promulgada. Solamente así las leyes se convierten en sagradas e inviolables.


Proposición VIII: Existen leyes fundamentales que no se pueden cambiar: incluso resulta en extremo peligroso mudar sin necesi­dad las que no lo son.

Es principalmente sobre estas leyes fun­damentales de las que se halla escrito que al violarlas "se conmue­ven los fundamentos del universo" (Sal LXXXI, 5), después de lo cual no queda sino la caída de los imperios.

Las leyes, en general, no son tales leyes si no hay en ellas algo inviolable. Moisés manda, para resaltar su solidez y firmeza, "que se escriban clara y visiblemente en piedras" (Dt XXVII, 8). Y Josué cumple el mandato.

Los demás pueblos civilizados están en todo conformes con es­ta máxima: "Que sea promulgado un edicto y que se escriba según las leyes inviolables de medos y persas, dicen a Asuero los ancia­nos de su consejo, que le asesoraban en todo. Estos ancianos cono­cían las leyes y el derecho de los antiguos" (Est I, 13, 19). El apego a las leyes y a las máximas antiguas fortalece a la sociedad y hace a los Estados inmortales.

Se pierde la veneración a las leyes cuando se las ve mudar con frecuencia. Las naciones parecen entonces vacilar, como trastor­nadas y presas de embriaguez, conforme a las palabras de los pro­fetas (Is XIX, 14). "El vértigo se apodera de ellas y se hace inevi­table su caída: pues el pueblo ha violado las leyes, mudado el derecho público y quebrantado los pactos más solemnes" (Is XIV, 5). Es un estado parecido al de un enfermo inquieto, que no sabe qué postura adoptar.

"Aborrezco dos naciones -dice el sabio hijo de Sirac-, y la ter­cera no es una nación: es el pueblo insensato que habita en Si-quem", es decir, el pueblo de Samaria, que por haber trastornado el orden, olvidado la ley, establecido una religión y una ley arbi­trarias, no merece el nombre de pueblo.

Se cae en ese estado cuando las leyes son variables y carecen de consistencia, es decir, cuando dejar de ser leyes.


CONSECUENCIAS DE LOS PRINCIPIOS GENERALES DE LA HUMANIDAD


Proposición Única: Ni el reparto de Nenes entre los hombres ni la división de éstos en pueblos y naciones deben alterar la socie­dad humana.

"Si uno de tus hermanos viniere a pobreza, no en­durecerás tu corazón ni cerrarás tu mano, sino que la abrirás al po­bre y le darás prestado lo que vieres que él ha menester. Guárdate de que no te venga solapadamente el despiadado pensamiento de de­cir en tu corazón: Se acerca el año séptimo de la remisión, y apar­tes tus ojos de tu hermano pobre, rehusando darle prestado lo que pide, no sea que clame contra ti al Señor y te sea imputado a peca­do, sino que se lo darás; ni harás alguna cosa con superchería en aliviar sus necesidades, para que te bendiga el Señor tu Dios" (Dt XV, 7, 8, 9, 10). 

La ley resultaría harto inhumana si, tras el reparto de los bie­nes, no defendiese a los pobres de los ricos. Manda, en ese senti­do, que se exijan las deudas con moderación. "No tomarás en pren­da los instrumentos necesarios para la vida de tu hermano, como la muela de su molino, porque sería prendar su vida. Si te debe al­go, no entrarás en su casa para tomarle prenda; permanecerás fue­ra, y el hombre a quien prestaste, te sacará afuera la prenda. Y si fuere hombre pobre, y se viese obligado a entregarte sus ropas, le devolverás la prenda cuando el sol se ponga, para que duerma con ella y te bendiga, y serás justo delante de tu Dios" (Dt XXIV, 6, 11, 12,13). 

La ley procura por todos los medios inculcar entre los ciudada­nos este espíritu de mutua ayuda. "No verás -dice- el buey de tu hermano o su cordero perdidos, y te retirarás de ellos, sino que los volverás a tu hermano. Y si tu hermano no fuese tu vecino y no le conocieras, los recogerás en tu casa y estarán contigo hasta que tu hermano los busque, y se los devolverás. Y así harás con su asno, con su vestido y con toda cosa que tu hermano hubiere perdido, y si tú la hallares no podrás retraerte de ella" (Dt XXII, 1, 3), es decir, la cuidarás como si fuese tuya para devolvér­sela oportunamente a quien la ha perdido. 

La propiedad privada, según estas leyes, no es ningún impedi­mento para mirar por la propiedad ajena como si fuese propia, ni para que cualquier extraño cuide de lo ajeno como si verdaderamen­te fuese suyo. 

De esta manera, la ley, en cierto sentido, reintegra a la comuni­dad los bienes repartidos, para comodidad pública y privada. 

Deja incluso en las tierras, tan equitativamente repartidas, cier­tas reminiscencias de la antigua comunidad de bienes, aunque some­tidas, para salvaguardar el orden público, a determinadas restric­ciones. "Cuando entrares -dice- en la viña de tu prójimo, comerás uvas hasta saciar tu deseo: mas no te las llevarás a tu casa. Cuan­do entrares en la mies de tu prójimo, podrás cortar espigas con tu mano: mas no aplicarás hoz a las mies de tu prójimo" (Dt XXVI, 24, 25). 

"Cuando regares tu mies y olvidares alguna gavilla en tu cam­po, no volverás a tomarla, la dejarás para el extranjero, para la viuda y-para el huérfano, para que el Señor te bendiga en toda obra de tus manos" (Dt XXIV, 19-21). Y la misma razón da para los olivos y las uvas en tiempo de vendimia. 

Moisés, por este medio, trata de inculcar en la mente de los propietarios la idea de que deben mirar siempre la tierra como a madre y nodriza de todos los hombres, y no quiere que la parti­ción que se hizo de ella les haga olvidar el primitivo derecho de la naturaleza. 

En este derecho incluye a los extranjeros. "Dejad -dice- esas uvas y esas gavillas olvidadas para el extranjero, para el huérfano y para la viuda" (Dt XXIV, 19-21). 

En los juicios recomienda especialmente al extranjero y al sier­vo, honrando en ellos a toda la sociedad del género humano. "No torcerás el derecho del extranjero y del siervo: acuérdate que has sido extranjero y siervo en tierra de Egipto" (Dt XXIV, 17, 22). 

Se halla tan lejos de desear que se falte al derecho de humani­dad con los extranjeros, que incluso, en cierto sentido, lo extien­de hasta a los animales. Cuando alguien se topa con un pájaro incu­bando, el legislador le prohíbe que se lleve a la madre juntamente con los polluelos. "Deja a la madre -dice- y toma a los pollos" (Dt XXII, 7). Que es como si dijese: Bastante pierde al perderlos; no pierda también su libertad. 

La ley, dentro de este mismo espíritu de benevolencia, prohíbe "cocer al cabrito en la leche de su madre" (Di XXV, 21), y "po­ner bozal al buey", es decir, negarle la comida cuando está trillan­do (Dt XXV, 4). ¿Tiene Dios especial cuidado de los bueyes? o, como dice San Pablo: ¿Ha hecho la ley para ellos, para los cabritos y para los ani­males? ¿No parece, por otra parte, que ha querido inspirar a los hombres benevolencia y humanidad hacia todas las cosas, para que siendo benignos con los animales, comprendan mejor sus deberes para con sus semejantes?

Por consiguiente, no es lícito pensar que los mojones que sepa­ran las tierras de los ciudadanos y delimitan los Estados hayan si­do plantados para llevar la división al género humano, sino sólo para evitar que atenten unos contra otros, y conseguir que cada uno respete la tranquilidad de los demás. Esa es la razón de que se haya dicho: "No cambiarás los mojones que colocaron los anti­guos en la tierra del Señor tu Dios" (Dt XIX, 14). Y también: "Maldito aquel que mueva los mojones de la heredad de su veci­no" (Dt/XXVU, 17).

Las señales que separan a los Estados son todavía más respeta­bles que las que delimitan las propiedades particulares, y Dios ha ordenado expresamente que se respeten los compromisos que ha es­tablecido entre todos los hombres.

Sólo prohíbe el trato con ciertos pueblos malditos y abomina­bles, a causa de lo espantoso de su corrupción, que se extendería sobre sus aliados. "No tendrás -dice la ley- trato con esos pue­blos: no les darás a tu hija ni tomarás la suya para tu hijo, porque lo seducirán o le harán sacrificar a dioses ajenos."

Dios, salvo esta excepción, prohíbe los odios que unos pueblos sienten por otros y, por el contrario, hace resaltar los lazos de unión que tienen entre ellos. "No aborrecerás al idumeo, porque tenéis una misma sangre; ni al egipcio, porque has sido extranjero en su tierra."

Por eso, entre todos los pueblos han prevalecido ciertos princi­pios comunes de trato y concordia. Los pueblos más alejados se unen por el comercio y conciertan entre sí la necesidad de mante­ner la palabra dada y los tratados. Existen en todos los pueblos ci­vilizados determinadas personas a quienes la totalidad del género humano parece dar seguridades con objeto de mantener el comercio entre las naciones. La misma guerra no impide el comercio; las personas de los embajadores son consideradas sagradas; cualquiera que viole este carácter se hace reo de culpa, y David, con razón, to­ma horrible venganza de los ammonitas y de su rey, que habían maltratado a sus embajadores.

Los pueblos que desconocen las leyes sociales son pueblos inhu­manos, bárbaros, enemigos de toda justicia y del género humano, a quienes la Escritura da el odioso nombre de "gentes sin fe ni alian­za".

Veamos una hermosa máxima de San Agustín, que sirve para aplicar la caridad: "Donde la razón es igual, es preciso que decida la suerte. La obligación de amarse los unos a los otros es igual en todos los hombres y para todos los hombres. Pero como no se pue­de ayudar a todos de la misma manera, se debe tratar de ayudar principalmente a aquellos con quienes los lugares, el tiempo y de­más circunstancias favorables nos han unido de forma especial, co­mo por una especie de azar".


Extracto del artículo publicado en octubre de 1987 en la Revista VERBO n° 277.

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