19/10/14

LA VOCACIÓN UNIVERSAL A LA SANTIDAD



Se ha dicho con frecuencia que uno de los grandes méritos del magisterio del Concilio Vaticano II es el de haber puesto de relieve la vocación universal a la santidad, vale decir, de todos los fieles cristianos, en virtud del bautismo. En realidad, se trata de una doctrina que tiene un claro fundamento en la Escritura, y que como tal pertenece al acervo de la tradición católica, que da testimonio de ella en la multitud de vidas santas florecidas en todo tiempo en los ámbitos más diversos de la realidad eclesial: sacerdotes, monjes, vírgenes, laicos. Con todo, es verdad que su explicitación doctrinal es relativamente moderna, y en este sentido correspondió al Concilio desarrollar en algunos de sus textos la riqueza de su contenido.

Esto es lo que encontramos, en efecto, en la constitución Lumen Gentium: “La Iglesia, cuyo misterio expone este sagrado Concilio, creemos que es indefectiblemente santa, ya que Cristo, el Hijo de Dios, a quien con el Padre y el Espíritu llamamos "el solo Santo", amó a la Iglesia como a su esposa, entregándose a sí mismo por ella para santificarla (cf. Ef 5,25-26), la unió a sí mismo como su propio cuerpo y la enriqueció con el don del Espíritu Santo para gloria de Dios. Por eso, todos en la Iglesia, ya pertenezcan a la jerarquía, ya pertenezcan a la grey, son llamados a la santidad, según aquello del Apóstol : "Porque ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación" (1 Tes. 4, 3;  Ef. 1, 4) (…)  Fluye de ahí la clara consecuencia que todos los fieles, de cualquier estado o condición, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, que es una forma de santidad que promueve, aun en la sociedad terrena, un nivel de vida más humano. Para alcanzar esa perfección, los fieles, según las diversas medidas de los dones recibidos de Cristo, siguiendo sus huellas y amoldándose a su imagen, obedeciendo en todo a la voluntad del Padre, deberán esforzarse para entregarse totalmente a la gloria de Dios y al servicio del prójimo. Así la santidad del Pueblo de Dios producirá frutos abundantes, como brillantemente lo demuestra en la historia de la Iglesia la vida de tantos santos” (nn. 39-40).  

Sobran, desde luego, los comentarios a un texto de suyo tan claro y enjundioso, que incluye aun las precisas referencias a los lugares neotestamentarios que avalan sus afirmaciones. En el mismo se destaca el equilibrio entre el reconocimiento de las diferencias específicas de cada estado de vida (tema en el que abunda más adelante el documento citado) y el idéntico llamado a la santidad, sin restricciones, que afecta a cada uno de ellos a su modo. A este respecto, la clave de bóveda para comprender esta identidad está constituida por “la voluntad de Dios”, como dice el Apóstol; “la voluntad del Padre”, como señala después el texto, designándose en todo caso la misma realidad, a saber, que es el mismo Dios quien señala a cada uno su lugar en el Cuerpo Místico y le otorga los medios para alcanzar allí la perfección de la caridad.

Ahora bien, la consecución de la santidad, vale decir, de esta perfección de la caridad, que se identifica a su vez con la plena obediencia a la voluntad del Padre, no es precisamente algo que se halle al término de un camino lineal y sin obstáculos, un resultado automático que se siga de un concertado programa de prácticas de vida cristiana más o menos regulares. Por el contrario, imposible es siquiera concebir la idea de santidad sin una referencia a la conversión; metánoia, en griego, término que refleja su verdadera esencia, cual es la de constituir un "cambio de mente", esto es, una modificación de paradigma, una auténtica revolución interior. 

Las dificultades que ello supone, y que son consecuencia del pecado, nos son de sobra conocidas. Con todo, quizá el ejemplo de un ilustre escritor católico del siglo XX, Gilbert K. Chesterton, pueda ayudarnos a comprender de manera concreta en qué consiste la genuina actitud del cristiano a este respecto...

Se cuenta, en efecto, que fue requerida en su momento la colaboración de nuestro genial autor, quien conocía ya por experiencia la realidad de la conversión (se convirtió al catolicismo en 1922), a fin de componer una obra que diera respuesta a la siguiente pregunta: "¿Qué es lo que anda mal en el mundo?". La respuesta de Chesterton a la invitación, tan extraña a su proverbial fecundidad de discurso cuanto profundamente verdadera, no se hizo esperar: "I am" ("Yo soy").

Quizá a pocos fuera de Chesterton se les hubiera ocurrido una salida semejante, es verdad. Sin embargo, no es menos cierto que en ella se refleja la actitud a la que todo cristiano está llamado, a saber, la de la humilde conversión, único camino para llegar a la santidad.

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