20/5/14

LA ESPERANZA (III)


El pecado de la desesperación

A pesar de no tratarse de una virtud moral, vale decir, un justo medio situado entre vicios extremos y opuestos, también la esperanza está acechada por un doble peligro, a saber: el de la desesperación y el de la presunción, que el filósofo alemán Josef Pieper califica, empero, de variantes diversas de una misma actitud, cual es la de la “anticipación”. En efecto, “la praesumptio es la anticipación antinatural de la plenitud. También la desesperación es anticipación. Es la anticipación antinatural de la no-plenitud”. De este modo, “llamar a la desesperación y a la presunción «anticipaciones» pone de manifiesto el hecho de que ambas destruyen el caminar característico de la existencia humana en el status viatoris. Ambas suprimen el auténtico hacerse, el «aún no» de la plenitud queda entendido, en una nueva interpretación contraria a la realidad, como «no» o como «ya». Con la desesperación, igualmente que con la presunción, se petrifica y congela lo propiamente humano, que sólo la esperanza puede mantener en fluidez viva. Ambas formas de falta de esperanza son, en sentido auténtico, no humanas y mortales” (JOSEF PIEPER, Las virtudes fundamentales, Ediciones Rialp, Madrid (España), 2010, p. 378).

Sin negar esta tensión a que está sujeta la esperanza por ambos lados, es posible afirmar, con todo, que pertenece a la desesperación el constituir la negación más radical de la esperanza, por cuanto la presunción se le opone como su real “caricatura”, “mientras que a la desesperación le corresponde más bien el carácter trágico” (Ibid., p. 388). Por lo demás, la particular gravedad que entraña la desesperación en relación a los vicios que contradicen a la otras dos virtudes teologales es puesta de manifiesto por Santo Tomás, cuando dice que “considerada desde nosotros, y comparada con los otros dos pecados [la infidelidad y el odio a Dios], entraña mayor peligro la desesperación. Efectivamente, la esperanza nos aparta del mal y nos introduce en la senda del bien. Por eso mismo, perdida la esperanza, los hombres se lanzan sin freno en el vicio y abandonan todas las buenas obras” (S. Th., II-II, q. 20, a. 3).

Ahora bien, puesta de relieve la peligrosidad de la desesperación, es preciso caracterizarla, a fin de alcanzar una comprensión de su auténtica naturaleza, apenas significada en su especificidad teológico-moral por el término en cuestión. En efecto, “cuando hablamos hoy día de la desesperación”, señala Pieper, “pensamos la mayoría de las veces en un estado anímico en que se «recae», casi contra la propia voluntad. Pero aquí entendemos por desesperación una decisión voluntaria. No un temple de ánimo, sino un acto espiritual. Por tanto, no es algo en que se recae, sino algo que el hombre pone (…) La desesperación de que se trata aquí es pecado. Y precisamente un pecado que se caracteriza por tener una especial eficacia y una acrecentada actividad para el mal” (Op. cit., p. 379).

Como toda desesperación, también el pecado que lleva el mismo nombre implica la afirmación anticipada de que el bien al que el hombre tiende finalmente no se alcanzará. No se trata, en este sentido, de un mero temor o inquietud, sino de una convicción de signo opuesto al de la esperanza, basada en “la falsa apreciación de Dios”, que consiste en “pensar que niega el perdón a quien se arrepiente, o que no convierta a sí a los pecadores por la gracia santificante” (SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., II-II, q. 20., a. 1). Ahora bien, como el objeto de esta es la bienaventuranza eterna, solo es posible hablar de auténtica desesperación cuando el bien del que se desespera es justamente esta salvación ofrecida por Dios, a la que se refiere implícitamente el Aquinate en el texto aludido. Es por ello que “por encima de una esperanza que tiene sus raíces en el ser más profundo del alma puede haber, más cerca de la superficie, por así decirlo, desesperaciones de diversas clases, pero que no afectan a la esperanza más profunda ni tienen importancia definitiva”; y, por el contrario, “un hombre desesperado en su fondo más último puede mostrarse completamente «optimista» —para otros y para sí mismo— en los penúltimos dominios del ser” (JOSEF PIEPER, op. cit., p. 379).

A modo de conclusión, es interesante señalar el lugar que ocupa la desesperación en el cuadro general de los vicios, construido a partir de la tradicional clasificación de los siete vicios capitales. En efecto, allí se ve que, lejos de constituir la desesperación “cabeza” de otros, procede en cambio de uno de ellos, y no precisamente de uno cualquiera, sino de la “acedia”, definida como species tristitiae (una especie de tristeza), o más bíblicamente como tristitiae saeculi (tristeza del mundo), pero que no es en el fondo más que el fruto de la detestatio boni divini (detestación del bien divino); esta es la especie de tristeza con que se identifica, a saber, la producida por el bien divino, en cuanto supone para el hombre una exigencia el alcanzarlo. A este respecto, Pieper nos brinda una brillante y contundente caracterización al afirmar que “la pereza [o acedia] como pecado capital es la renuncia malhumorada y triste, estúpidamente egoísta, del hombre a la «nobleza que obliga» de ser hijos de Dios” (Ibid., p. 384).

Con la ayuda de Dios, continuaremos la próxima semana.

No hay comentarios:

Publicar un comentario