Padeció bajo el poder de Poncio Pilatos, fue crucificado, muerto y sepultado.
51. Así como el cristiano debe creer en la Encarnación del Hijo de Dios, así también debe creer en su Pasión y en su Muerte, porque, como dice San Gregorio: "De nada nos aprovecharía el haber nacido, si no hubiésemos sido redimidos".
El que Cristo haya muerto por nosotros es algo tan elevado que apenas nuestra inteligencia lo puede captar; más aún, ni siquiera se nos hubiese ocurrido. Esto es lo que dijo un profeta y recuerda el Apóstol: En vuestros días Yo voy a realizar una obra, una obra que no creeríais si os la contara (Act. 13, 41). Y también Habacuc: En vuestros días se cumplirá una obra que nadie la creerá cuando se narre (1, 5). Pues la gracia de Dios y su amor por nosotros son tan grandes, que lo que Dios hizo por nosotros supera lo que podemos entender.
52. Sin embargo, no debemos creer que Cristo haya sufrido la muerte de tal modo que muriera su Divinidad; lo que en Él murió fue la humana naturaleza. Pues no murió en cuanto Dios, sino en cuanto hombre. Demos TRES ejemplos para esclarecer esta verdad.
El PRIMERO de ellos lo podemos sacar de nosotros mismos. Cuando un hombre muere, al separarse el alma del cuerpo no muere el alma sino el mismo cuerpo, o sea, la carne. Así también en la muerte de Cristo no muere la Divinidad sino la naturaleza humana.
53. Pero se podría objetar: si los judíos no mataron a la Divinidad, parece que no hubieran pecado más que si hubiesen matado a cualquier otro hombre.
A esto podemos responder con un ejemplo: supongamos a un rey ataviado con un lujoso vestido; si alguien manchase aquel vestido, incurriría en la misma falta que si hubiese manchado al rey en persona. De la misma manera los judíos no pudieron matar a Dios, pero al matar la naturaleza humana asumida por Cristo, fueron castigados tan severamente como si hubiesen matado a la misma Divinidad.
Además, como dijimos arriba, el Hijo de Dios es el Verbo de Dios, y se puede comparar al Verbo de Dios hecho carne con el verbo (palabra) de un rey escrito sobre un papel. Pues bien, si alguien rompiese el papel donde está escrita la palabra del rey, cometería una falta tan grave como si rompiese la palabra del rey. Por lo mismo se considera el pecado de los judíos de igual manera que si hubiesen matado al Verbo de Dios.
54. Pero ¿qué necesidad había de que el Verbo de Dios padeciera por nosotros? Era muy necesario y podemos dar DOS razones de esta necesidad. En efecto, los sufrimientos de Cristo eran necesarios, en PRIMER lugar como remedio a nuestros pecados, y en SEGUNDO lugar como modelo de nuestras acciones.
A) Como REMEDIO ciertamente, porque contra todos los males en que incurrimos por el pecado, encontramos el remedio en la Pasión de Cristo. Estos males son CINCO:
55. El PRIMERO: una mancha en el alma. En efecto, el hombre cuando peca, mancha su alma, porque así como la virtud es la belleza del alma, así el pecado es su mancha. Leemos en el Libro de Baruc: ¿Por qué, Israel, por qué estás en tierra de enemigos? ... ¿te has contaminado con los muertos? (3, 10). Ahora bien, la Pasión de Cristo hace desaparecer la mancha. Cristo, por su Pasión, preparó un baño en su sangre, para lavar allí a los pecadores, por lo que dice San Juan: Nos lavó de nuestros pecados en su sangre (Ap. 1, 5). Ahora bien, el alma se lava por la sangre de Cristo en el bautismo, pues por la sangre de Cristo éste tiene virtud regenerativa.
56. El SEGUNDO mal: ofensa de Dios. En efecto, como el carnal ama la belleza carnal, así Dios ama la belleza espiritual, que es la belleza del alma. Por consiguiente, cuando el alma se mancha por el pecado, Dios se ofende y tiene en odio al pecador. Dice la Sabiduría: Dios odia al impío y su impiedad (Sab. 14, 9). Cristo, sin embargo, borra este odio por su Pasión, gracias a la cual satisfizo a Dios Padre por el pecado. Porque el hombre, de por sí, no podía satisfacer por sus faltas; Jesús, en cambio, sí lo podía, porque su caridad y su obediencia fueron mayores que el pecado del primer hombre y su prevaricación. Cuando éramos enemigos (de Dios) -dice San Pablo- fuimos reconciliados con Él por la muerte de su Hijo (Rom. 5, 10).
57. El TERCER mal: debilitamiento espiritual. Porque el hombre, luego de un primer pecado, cree que ulteriormente podrá preservarse del pecado; pero ocurre todo lo contrario: el primer pecado lo debilita, y lo hace más proclive a pecar; y así el pecado domina más al hombre, y el hombre, en cuanto de sí depende, se pone en tal situación que sin el poder divino no se puede levantar: es como uno que se arroja a un pozo.
Después del pecado, nuestra naturaleza quedó debilitada y corrupta, y entonces el hombre se encontró más inclinado a pecar. Cristo disminuyó esta flaqueza y debilidad, aunque no la quitó del todo: su Pasión fortificó al hombre y debilitó el pecado a tal punto que ya no estamos tan dominados por el pecado, y ayudados por la gracia de Dios, conferida por los sacramentos, cuya eficacia viene de la Pasión de Cristo, podemos hacer esfuerzos eficaces para apartarnos del pecado. Nuestro hombre viejo -dice el Apóstol- ha sido crucificado con Cristo, a fin de que fuera destruido el cuerpo del pecado (Rom. 6, 6). Antes de la Pasión de Cristo pocos eran los hombres que vivían sin pecado mortal; pero después son muchos los que vivieron y viven sin pecado mortal.
58. El CUARTO mal: la pena merecida. La justicia de Dios exige que todo el que peque sea castigado, y ese castigo debe medirse según la gravedad de la culpa. Ahora bien, siendo infinita la culpa del pecado mortal, puesto que es contra el bien infinito, es decir Dios, cuyos preceptos el pecador desprecia, la pena debida al pecado mortal es infinita. Pero Cristo por su Pasión nos levantó esta pena, sufriéndola Él mismo en lugar nuestro, como dice San Pedro: Él mismo llevó nuestros pecados (es decir la pena del pecado) en su cuerpo (1 Pe. 2, 24). Porque el poder de la Pasión de Cristo fue tan grande que basta para expiar todos los pecados de todo el mundo, aun cuando fuesen sin cuenta. Por eso los bautizados quedan libres de todos sus pecados. Y también por eso el sacerdote perdona los pecados. Y por eso también el que se conforma más con la Pasión, obtiene mayor perdón y merece más gracia.
59. El QUINTO mal: destierro del reino. Porque quienes ofenden a los reyes son obligados a emigrar del reino. Así Adán, por causa de su pecado y enseguida de haberlo cometido, fue arrojado del paraíso, y se cerró tras él la puerta del paraíso. Pero Cristo por su Pasión abrió aquella puerta, y llamó al reino a los desterrados. En efecto, abierto el costado de Cristo, se abrió también la puerta del paraíso; y por la efusión de su sangre, la mancha del pecado quedó borrada, Dios fue aplacado, suprimida quedó la debilidad, expiada su pena, y los desterrados fueron de nuevo llamados al reino. Por eso Cristo le dijo de inmediato al buen ladrón que le imploraba: Hoy estarás conmigo en el paraíso (Lc. 23, 43). Esto antes nunca había sido dicho a nadie, ni a Adán, ni a Abraham, ni a David; pero "hoy", es decir, cuando la puerta del paraíso se abre, el ladrón pide y obtiene el perdón. Por eso dice la Escritura: Tenemos la libertad de entrar con confianza en el santuario por la sangre de Cristo (Hebr. 10, 19).
Queda así demostrado que la Pasión de Cristo fue un REMEDIO muy útil para los males en los que incurrimos por el pecado.
B) Pero no es menor, su utilidad COMO MODELO de nuestro obrar.
60. En efecto, como dice San Agustín, la Pasión de Cristo basta para instruirnos completamente sobre la manera como debemos vivir. Porque si alguno quiere llevar una vida perfecta, no tiene que hacer otra cosa que despreciar lo que Cristo despreció en la cruz y desear lo que Cristo deseó.
61. Porque ningún ejemplo de virtud falta en la cruz. ¿Buscas un ejemplo de caridad? Nadie tiene mayor caridad que el que da la vida por sus amigos, dijo el mismo Jesús (Jo. 15, 13). Y esto fue lo que hizo Cristo en la cruz. Si, pues, dio su vida por nosotros, no deberá sernos gravoso soportar por Él cualquier mal. Decía el Salmista: ¿Cómo podré corresponder al Señor por todas las mercedes que me ha hecho? (Ps. 115, 12).
62. ¿Buscas un ejemplo de paciencia? Lo encontrarás excelentísimo en la cruz. Porque la grandeza de la paciencia se manifiesta de dos maneras: O bien sufriendo pacientemente grandes males, o bien sufriendo algo que podría evitarse y no se evita.
Pues bien, Cristo SUFRIÓ GRANDES MALES en la cruz. Pudo aplicarse a Sí mismo las palabras de Jeremías en sus Lamentaciones (1, 12): Oh, vosotros todos, que pasáis por el camino, mirad y ved si hay dolor semejante a mi dolor. Y esos grandes males Cristo los sufrió PACIENTEMENTE, porque, cuando le atormentaban -dice San Pedro- no prorrumpía en amenazas (1 Pe. 2, 23). Se comportó, al decir de Isaías, como cordero llevado al matadero, y como oveja muda ante los trasquiladores (Is. 53, 7).
Asimismo, Cristo habría podido evitar esos sufrimientos, y NO LOS EVITÓ. Él mismo se lo dijo a Pedro cuando lo arrestaron en Getsemaní: ¿O piensas que no puedo recurrir a mi Padre, y me enviaría enseguida más de doce legiones de ángeles? (Mt. 26,53).
Grande fue, pues, la paciencia de Cristo en la cruz. Por eso dice la Escritura: Corramos con paciencia al combate que se nos ofrece, puestos los ojos en Jesús, autor y consumador de la fe, el cual, en vez del gozo que se le ofrecía, soportó la cruz, despreciando la ignominia (Hebr. 12, 1-2).
63. ¿Buscas un ejemplo de humildad? Mira el crucifijo. En efecto, Dios quiso ser juzgado bajo Poncio Pilatos y morir. Tu causa, Señor -podríamos decirle- ha sido juzgada como la de un impío (Job 36, 17). Sí, verdaderamente como la de un impío, porque sus enemigos pudieron decirse unos a otros: Condenémosle a muerte afrentosa (Sab. 2, 20). El Señor quiso morir por su siervo, y el que es la vida de los ángeles aceptó morir por el hombre. Como escribe San Pablo: Se hizo obediente hasta la muerte (Filip. 2, 8).
64. ¿Buscas un ejemplo de obediencia? Síguelo a Él que se hizo obediente al Padre hasta la muerte. Dice el Apóstol: Como por la desobediencia de un solo hombre muchos fueron constituidos pecadores, así también, por la obediencia de uno solo, muchos serán constituidos justos (Rom. 5, 19).
65. ¿Buscas un ejemplo de menosprecio de las cosas terrenas? Síguelo a Él, que es el Rey de los reyes y Señor de los señores, en quien están todos los tesoros de la sabiduría, y que sin embargo en la cruz apareció desnudo, objeto de burla, fue escupido, golpeado, coronado de espinas, abrevado con hiel y vinagre, y luego murió. No te aficiones, pues, a los vestidos o a las riquezas, porque los soldados se repartieron mis vestidos (Ps. 21, 19); ni te aficiones a los honores, porque a Mí me cubrieron de escarnios y de golpes; ni busques las dignidades, porque tejieron una corona de espinas y la pusieron sobre mi cabeza; ni las delicias, porque en mi sed me hicieron beber vinagre (Ps. 68, 22).
Comentando aquellas palabras de la Epístola a los Hebreos: Cristo, en vez del gozo que se le ofrecía, soportó la cruz, despreciando la ignominia (12, 2), escribía San Agustín: "Cristo Jesús despreció todos los bienes terrenos para enseñarnos que debemos despreciarlos".
El que Cristo haya muerto por nosotros es algo tan elevado que apenas nuestra inteligencia lo puede captar; más aún, ni siquiera se nos hubiese ocurrido. Esto es lo que dijo un profeta y recuerda el Apóstol: En vuestros días Yo voy a realizar una obra, una obra que no creeríais si os la contara (Act. 13, 41). Y también Habacuc: En vuestros días se cumplirá una obra que nadie la creerá cuando se narre (1, 5). Pues la gracia de Dios y su amor por nosotros son tan grandes, que lo que Dios hizo por nosotros supera lo que podemos entender.
52. Sin embargo, no debemos creer que Cristo haya sufrido la muerte de tal modo que muriera su Divinidad; lo que en Él murió fue la humana naturaleza. Pues no murió en cuanto Dios, sino en cuanto hombre. Demos TRES ejemplos para esclarecer esta verdad.
El PRIMERO de ellos lo podemos sacar de nosotros mismos. Cuando un hombre muere, al separarse el alma del cuerpo no muere el alma sino el mismo cuerpo, o sea, la carne. Así también en la muerte de Cristo no muere la Divinidad sino la naturaleza humana.
53. Pero se podría objetar: si los judíos no mataron a la Divinidad, parece que no hubieran pecado más que si hubiesen matado a cualquier otro hombre.
A esto podemos responder con un ejemplo: supongamos a un rey ataviado con un lujoso vestido; si alguien manchase aquel vestido, incurriría en la misma falta que si hubiese manchado al rey en persona. De la misma manera los judíos no pudieron matar a Dios, pero al matar la naturaleza humana asumida por Cristo, fueron castigados tan severamente como si hubiesen matado a la misma Divinidad.
Además, como dijimos arriba, el Hijo de Dios es el Verbo de Dios, y se puede comparar al Verbo de Dios hecho carne con el verbo (palabra) de un rey escrito sobre un papel. Pues bien, si alguien rompiese el papel donde está escrita la palabra del rey, cometería una falta tan grave como si rompiese la palabra del rey. Por lo mismo se considera el pecado de los judíos de igual manera que si hubiesen matado al Verbo de Dios.
54. Pero ¿qué necesidad había de que el Verbo de Dios padeciera por nosotros? Era muy necesario y podemos dar DOS razones de esta necesidad. En efecto, los sufrimientos de Cristo eran necesarios, en PRIMER lugar como remedio a nuestros pecados, y en SEGUNDO lugar como modelo de nuestras acciones.
A) Como REMEDIO ciertamente, porque contra todos los males en que incurrimos por el pecado, encontramos el remedio en la Pasión de Cristo. Estos males son CINCO:
55. El PRIMERO: una mancha en el alma. En efecto, el hombre cuando peca, mancha su alma, porque así como la virtud es la belleza del alma, así el pecado es su mancha. Leemos en el Libro de Baruc: ¿Por qué, Israel, por qué estás en tierra de enemigos? ... ¿te has contaminado con los muertos? (3, 10). Ahora bien, la Pasión de Cristo hace desaparecer la mancha. Cristo, por su Pasión, preparó un baño en su sangre, para lavar allí a los pecadores, por lo que dice San Juan: Nos lavó de nuestros pecados en su sangre (Ap. 1, 5). Ahora bien, el alma se lava por la sangre de Cristo en el bautismo, pues por la sangre de Cristo éste tiene virtud regenerativa.
56. El SEGUNDO mal: ofensa de Dios. En efecto, como el carnal ama la belleza carnal, así Dios ama la belleza espiritual, que es la belleza del alma. Por consiguiente, cuando el alma se mancha por el pecado, Dios se ofende y tiene en odio al pecador. Dice la Sabiduría: Dios odia al impío y su impiedad (Sab. 14, 9). Cristo, sin embargo, borra este odio por su Pasión, gracias a la cual satisfizo a Dios Padre por el pecado. Porque el hombre, de por sí, no podía satisfacer por sus faltas; Jesús, en cambio, sí lo podía, porque su caridad y su obediencia fueron mayores que el pecado del primer hombre y su prevaricación. Cuando éramos enemigos (de Dios) -dice San Pablo- fuimos reconciliados con Él por la muerte de su Hijo (Rom. 5, 10).
57. El TERCER mal: debilitamiento espiritual. Porque el hombre, luego de un primer pecado, cree que ulteriormente podrá preservarse del pecado; pero ocurre todo lo contrario: el primer pecado lo debilita, y lo hace más proclive a pecar; y así el pecado domina más al hombre, y el hombre, en cuanto de sí depende, se pone en tal situación que sin el poder divino no se puede levantar: es como uno que se arroja a un pozo.
Después del pecado, nuestra naturaleza quedó debilitada y corrupta, y entonces el hombre se encontró más inclinado a pecar. Cristo disminuyó esta flaqueza y debilidad, aunque no la quitó del todo: su Pasión fortificó al hombre y debilitó el pecado a tal punto que ya no estamos tan dominados por el pecado, y ayudados por la gracia de Dios, conferida por los sacramentos, cuya eficacia viene de la Pasión de Cristo, podemos hacer esfuerzos eficaces para apartarnos del pecado. Nuestro hombre viejo -dice el Apóstol- ha sido crucificado con Cristo, a fin de que fuera destruido el cuerpo del pecado (Rom. 6, 6). Antes de la Pasión de Cristo pocos eran los hombres que vivían sin pecado mortal; pero después son muchos los que vivieron y viven sin pecado mortal.
58. El CUARTO mal: la pena merecida. La justicia de Dios exige que todo el que peque sea castigado, y ese castigo debe medirse según la gravedad de la culpa. Ahora bien, siendo infinita la culpa del pecado mortal, puesto que es contra el bien infinito, es decir Dios, cuyos preceptos el pecador desprecia, la pena debida al pecado mortal es infinita. Pero Cristo por su Pasión nos levantó esta pena, sufriéndola Él mismo en lugar nuestro, como dice San Pedro: Él mismo llevó nuestros pecados (es decir la pena del pecado) en su cuerpo (1 Pe. 2, 24). Porque el poder de la Pasión de Cristo fue tan grande que basta para expiar todos los pecados de todo el mundo, aun cuando fuesen sin cuenta. Por eso los bautizados quedan libres de todos sus pecados. Y también por eso el sacerdote perdona los pecados. Y por eso también el que se conforma más con la Pasión, obtiene mayor perdón y merece más gracia.
59. El QUINTO mal: destierro del reino. Porque quienes ofenden a los reyes son obligados a emigrar del reino. Así Adán, por causa de su pecado y enseguida de haberlo cometido, fue arrojado del paraíso, y se cerró tras él la puerta del paraíso. Pero Cristo por su Pasión abrió aquella puerta, y llamó al reino a los desterrados. En efecto, abierto el costado de Cristo, se abrió también la puerta del paraíso; y por la efusión de su sangre, la mancha del pecado quedó borrada, Dios fue aplacado, suprimida quedó la debilidad, expiada su pena, y los desterrados fueron de nuevo llamados al reino. Por eso Cristo le dijo de inmediato al buen ladrón que le imploraba: Hoy estarás conmigo en el paraíso (Lc. 23, 43). Esto antes nunca había sido dicho a nadie, ni a Adán, ni a Abraham, ni a David; pero "hoy", es decir, cuando la puerta del paraíso se abre, el ladrón pide y obtiene el perdón. Por eso dice la Escritura: Tenemos la libertad de entrar con confianza en el santuario por la sangre de Cristo (Hebr. 10, 19).
Queda así demostrado que la Pasión de Cristo fue un REMEDIO muy útil para los males en los que incurrimos por el pecado.
B) Pero no es menor, su utilidad COMO MODELO de nuestro obrar.
60. En efecto, como dice San Agustín, la Pasión de Cristo basta para instruirnos completamente sobre la manera como debemos vivir. Porque si alguno quiere llevar una vida perfecta, no tiene que hacer otra cosa que despreciar lo que Cristo despreció en la cruz y desear lo que Cristo deseó.
61. Porque ningún ejemplo de virtud falta en la cruz. ¿Buscas un ejemplo de caridad? Nadie tiene mayor caridad que el que da la vida por sus amigos, dijo el mismo Jesús (Jo. 15, 13). Y esto fue lo que hizo Cristo en la cruz. Si, pues, dio su vida por nosotros, no deberá sernos gravoso soportar por Él cualquier mal. Decía el Salmista: ¿Cómo podré corresponder al Señor por todas las mercedes que me ha hecho? (Ps. 115, 12).
62. ¿Buscas un ejemplo de paciencia? Lo encontrarás excelentísimo en la cruz. Porque la grandeza de la paciencia se manifiesta de dos maneras: O bien sufriendo pacientemente grandes males, o bien sufriendo algo que podría evitarse y no se evita.
Pues bien, Cristo SUFRIÓ GRANDES MALES en la cruz. Pudo aplicarse a Sí mismo las palabras de Jeremías en sus Lamentaciones (1, 12): Oh, vosotros todos, que pasáis por el camino, mirad y ved si hay dolor semejante a mi dolor. Y esos grandes males Cristo los sufrió PACIENTEMENTE, porque, cuando le atormentaban -dice San Pedro- no prorrumpía en amenazas (1 Pe. 2, 23). Se comportó, al decir de Isaías, como cordero llevado al matadero, y como oveja muda ante los trasquiladores (Is. 53, 7).
Asimismo, Cristo habría podido evitar esos sufrimientos, y NO LOS EVITÓ. Él mismo se lo dijo a Pedro cuando lo arrestaron en Getsemaní: ¿O piensas que no puedo recurrir a mi Padre, y me enviaría enseguida más de doce legiones de ángeles? (Mt. 26,53).
Grande fue, pues, la paciencia de Cristo en la cruz. Por eso dice la Escritura: Corramos con paciencia al combate que se nos ofrece, puestos los ojos en Jesús, autor y consumador de la fe, el cual, en vez del gozo que se le ofrecía, soportó la cruz, despreciando la ignominia (Hebr. 12, 1-2).
63. ¿Buscas un ejemplo de humildad? Mira el crucifijo. En efecto, Dios quiso ser juzgado bajo Poncio Pilatos y morir. Tu causa, Señor -podríamos decirle- ha sido juzgada como la de un impío (Job 36, 17). Sí, verdaderamente como la de un impío, porque sus enemigos pudieron decirse unos a otros: Condenémosle a muerte afrentosa (Sab. 2, 20). El Señor quiso morir por su siervo, y el que es la vida de los ángeles aceptó morir por el hombre. Como escribe San Pablo: Se hizo obediente hasta la muerte (Filip. 2, 8).
64. ¿Buscas un ejemplo de obediencia? Síguelo a Él que se hizo obediente al Padre hasta la muerte. Dice el Apóstol: Como por la desobediencia de un solo hombre muchos fueron constituidos pecadores, así también, por la obediencia de uno solo, muchos serán constituidos justos (Rom. 5, 19).
65. ¿Buscas un ejemplo de menosprecio de las cosas terrenas? Síguelo a Él, que es el Rey de los reyes y Señor de los señores, en quien están todos los tesoros de la sabiduría, y que sin embargo en la cruz apareció desnudo, objeto de burla, fue escupido, golpeado, coronado de espinas, abrevado con hiel y vinagre, y luego murió. No te aficiones, pues, a los vestidos o a las riquezas, porque los soldados se repartieron mis vestidos (Ps. 21, 19); ni te aficiones a los honores, porque a Mí me cubrieron de escarnios y de golpes; ni busques las dignidades, porque tejieron una corona de espinas y la pusieron sobre mi cabeza; ni las delicias, porque en mi sed me hicieron beber vinagre (Ps. 68, 22).
Comentando aquellas palabras de la Epístola a los Hebreos: Cristo, en vez del gozo que se le ofrecía, soportó la cruz, despreciando la ignominia (12, 2), escribía San Agustín: "Cristo Jesús despreció todos los bienes terrenos para enseñarnos que debemos despreciarlos".
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