28/4/14

EL CREDO COMENTADO POR SANTO TOMÁS DE AQUINO - ARTÍCULO 3


Que fue concebido por obra del Espíritu Santo, nació de Santa María Virgen.


38. El cristiano debe creer en el Hijo de Dios, como acabamos de mostrarlo. Pero ello no basta: también es menester que crea en su Encarnación. Por lo cual San Juan, después de haber dicho muchas cosas muy difíciles y elevadas sobre el Verbo, nos habla enseguida de su Encarnación cuando dice: Y el Verbo se hizo carne (1, 14).

Y para que podamos entender algo de este misterio, propondré dos ejemplos.

Es indudable que nada es tan parecido al Hijo de Dios como el verbo que nuestra inteligencia concibe sin proferirlo por los labios. Ahora bien, nadie conoce al verbo mientras permanece en la inteligencia del hombre si no es aquél que lo concibe; pero en el momento en que nuestra lengua lo profiere es conocido por los que lo oyen. Así el Verbo de Dios, mientras permanecía en la mente del Padre, era conocido solamente de su Padre; pero una vez que se revistió de carne, como el verbo del hombre se reviste con el sonido de la voz, entonces por vez primera se manifestó y fue conocido, según dice Baruc: Después se dejó ver en la tierra y convivió con los hombres (3, 38). 

He aquí el segundo ejemplo. Conocemos por el oído el verbo proferido por la voz, y sin embargo no lo vemos ni tocamos; pero si lo escribimos sobre un papel, entonces podemos verlo y tocarlo. Así el Verbo de Dios se hizo visible y tangible cuando fue como escrito en nuestra carne; y así como al papel en el que está escrito el verbo del rey se lo llama verbo del rey, así también el hombre al cual se unió el Verbo de Dios en una sola persona se llama Hijo de Dios. Recordemos las palabras del Señor a Isaías: Toma un pergamino grande, y escribe en él con pluma de hombre (Is. 8, 1). Por eso los santos Apóstoles pusieron en el Credo: "Que fue concebido por obra del Espíritu Santo, nació de Santa María Virgen". 

39. En relación con esta doctrina muchos son los que erraron. Por lo cual los Santos Padres, en otro Símbolo, en el Concilio de Nicea, añadieron numerosas precisiones, en virtud de las cuales todos esos errores están ahora destruidos.

En efecto, Orígenes dijo que Cristo nació y vino al mundo para salvar también a los demonios, y que todos los demonios serían salvados al fin del mundo. Pero eso se opone a la Sagrada Escritura. Porque en ella leemos las palabras que el Señor pronunciará en el juicio final: Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno, que fue destinado para el diablo y sus ángeles (Mt. 25, 41). Para rechazar, pues, este error, se agrega en el Credo: "Que por nosotros los hombres (no los demonios) y por nuestra salvación" nació Jesús de la Virgen María. En lo cual aparece mejor el amor que Dios nos tiene.

40. Fotino, aun cuando aceptaba que Cristo hubiera nacido de la Santísima Virgen, agregó sin embargo que fue un simple hombre, que por su vida virtuosa y por su cumplimiento de la voluntad de Dios, mereció llegar a ser hijo de Dios, como los demás santos. Pero a este error se oponen las palabras mismas de Jesús: He descendido del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado (Jo. 6, 38). Es obvio que no hubiese descendido si allí no hubiese estado; y si hubiera sido un simple hombre, nu hubiera estado en el cielo. Para rechazar este error los Padres agregaron a su Credo: "Bajó del cielo".

41. Manes, por su parte, dijo que ciertamente el Hijo de Dios existió siempre y que bajó del cielo, pero que su carne no es una carne verdadera sino aparente. Lo cual es falso. En efecto, no convenía que el Maestro de la verdad tuviese alguna falsedad; y por lo mismo, puesto que se mostró con una verdadera carne, verdaderamente la tuvo. Por eso dijo el Señor a sus Apóstoles: Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne ni hueso como veis que Yo tengo (Lc. 24, 39). Para suprimir, pues, el error maniqueo, los Padres agregaron en su Símbolo: "Y se encarnó".

42. Ebión, que fue de origen judío, dijo que Cristo nació de la Santísima Virgen, pero que Ésta lo concibió por su unión con un hombre y gracias a un semen viril. Falsa afirmación, también ésta, porque el ángel dijo a San José: Lo que se ha engendrado en María viene del Espíritu Santo (Mt. 1, 20).  Para descartar este error los Santos Padres agregaron que Jesús fue concebido "por obra del Espíritu Santo".

43. Valentino, por su parte, confesó que Cristo fue concebido del Espíritu Santo, pero entendiendo que el Espíritu Santo había traído del cielo un cuerpo celeste y lo había depositado en la Santísima Virgen, y que éste fue el cuerpo de Cristo; de modo que ninguna otra cosa hizo la Santísima Virgen, fuera de ser el receptáculo de ese cuerpo, asegurando que dicho cuerpo pasó por la Santísima Virgen como por un acueducto. Pero esto es falso, porque el ángel le dijo a Ella: El Santo que nacerá de ti será llamado Hijo de Dios (Lc. 1, 35); y el Apóstol dice: Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, formado de una mujer (Gál. 4, 4). Y por eso agregaron en el Credo: "Nació de Santa María Virgen". 

44. Arrio y Apolinar dijeron que si bien Cristo fue ciertamente el Verbo de Dios y nació de la Virgen María, con todo no tuvo alma, sino que en Él la divinidad hizo las veces de alma. Pero esto es contra la Escritura, porque Cristo dijo: Ahora mi alma se ha conturbado (Jo. 12, 27); y también: Triste está mi alma hasta la muerte (Mt. 26, 38). Para destruir este nuevo error los Santos Padres agregaron en el Credo: "Y se hizo hombre". El hombre, en efecto, está compuesto de alma y cuerpo; y Jesús tuvo con plena verdad todo lo que el hombre puede tener, con excepción del pecado.

45. Por las palabras: "Cristo se hizo hombre", quedan refutados todos los errores arriba enunciados y todos cuantos pudieran aparecer; y principalmente el error de Eutiques, el cual enseñaba que en Cristo se había dado una mezcla de la naturaleza divina y de la naturaleza humana, de tal suerte que resultara en Cristo una sola naturaleza, la cual sería ni puramente divina ni puramente humana. Esto es falso, porque entonces Cristo no sería hombre. Contra este error se dijo: "Se hizo hombre".

Esta afirmación destruye también el error de Nestorio, el cual enseñó que el Hijo de Dios se unió a un hombre sólo en sentido de que habitó en dicho hombre. También esto es falso, porque en tal caso el Verbo no se hubiera hecho HOMBRE sino que estaría EN UN HOMBRE. Y que Jesucristo es hombre lo dice claramente el Apóstol: Por todas sus manifestaciones fue reconocido como hombre (Filip. 2, 7), y el mismo Jesús dijo de sí a los judíos: ¿Por qué tratáis de matarme a mí, que soy hombre, que os he dicho la verdad que oí de Dios? (Jo. 8, 40).

46. De todo lo cual podemos extraer algunas consecuencias para nuestra instrucción.

En PRIMER lugar, se confirma nuestra fe. En efecto, si alguien nos contase cosas de una tierra remota a la que jamás hubiese ido, no le daríamos igual crédito que si allí hubiese estado. Ahora bien, antes que Cristo viniese al mundo, los Patriarcas, los Profetas y Juan Bautista dijeron algunas cosas acerca de Dios, y sin embargo no les creyeron los hombres tanto como a Cristo, que estuvo con Dios, más aún, que era uno con Él. Por eso nuestra fe, que nos la trasmitió el mismo Cristo, es muy firme. A Dios nadie le ha visto jamás -decía San Juan-. El Hijo único que está en el seno del Padre, Él mismo lo ha revelado (Jo. 1, 18). De aquí resulta que muchos secretos de la fe, que antes estaban ocultos, se nos han hecho manifiestos después de la venida de Cristo.

47. En SEGUNDO lugar, se eleva nuestra esperanza. Porque está fuera de duda que el Hijo de Dios, al asumir nuestra carne, no vino a nosotros por un asunto de poca importancia, sino para algo que nos reportaría gran utilidad. En efecto, realizó una especie de intercambio, a saber, tomó de nosotros un cuerpo con un alma y se dignó nacer de la Virgen, de modo que pudiese hacernos el don de su divinidad; y así se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios. Decía San Pablo: Por Cristo hemos obtenido, mediante la fe, el acceso a esta gracia, en la que permanecemos firmes, y nos gloriamos esperando la gloria de los hijos de Dios (Rom. 5, 2).

48. En TERCER lugar, se enciende la caridad. Porque el hecho de que Dios, creador de todas las cosas, se haya hecho creatura, que el Señor nuestro se haya hecho nuestro hermano, que el Hijo de Dios se haya hecho el hijo del hombre, es la prueba más evidente de la divina caridad. Tanto amó Dios al mundo -dice San Juan- que le dio a su Hijo unigénito (3, 16). Considerando esta verdad, nuestro amor a Dios debe volver a encenderse e inflamarse.

49. En CUARTO lugar, nos sentimos inclinados a conservar pura nuestra alma. En efecto, nuestra naturaleza ha sido tan ennoblecida y exaltada por la unión con Dios, que ha sido elevada al consorcio con una persona divina. Por eso el ángel, después de la Encarnación, no pudo sufrir que San Juan lo venerara postrándose, delante de él, cosa que anteriormente les había permitido incluso a los más grandes de los Patriarcas. También el hombre, recordando la exaltación de su naturaleza, y meditando sobre ella, debe cuidar de no mancharse ni de manchar su naturaleza con el pecado. Así lo enseña San Pedro: Por Cristo nos ha dado Dios las grandes y preciosas gracias que había prometido, para que por ellas nos hagamos consortes de la divina naturaleza, huyendo de la corrupción de la concupiscencia que hay en el mundo (2 Pe. 1, 4).

50. En QUINTO lugar, se inflama nuestro deseo de llegar a Cristo. En efecto, si alguien tuviese por hermano a un rey y estuviese alejado de él, ¿acaso no desearía llegarse hasta él, y con él estar y permanecer? Además, siendo Cristo nuestro hermano, debemos desear estar con Él y unirnos a Él. Cristo dijo a sus discípulos: Donde estuviere el cuerpo, allí se juntarán las águilas (Mt. 24, 28). Por eso el Apóstol deseaba morir y estar con Cristo. Nosotros también, si meditamos el misterio de la Encarnación, sentiremos crecer en nuestro corazón el deseo de partir para estar con el Señor.

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