En las vísperas de la solemnidad que cada año se le dedica, es preciso detenerse en la consideración de la figura de San José, esposo de la Virgen Madre de Dios, y padre nutricio de su Hijo, nuestro Señor Jesucristo. La sola mención de tales títulos nos puede dar una idea, correcta aunque limitada, de la dignidad tan absolutamente singular que posee este gran santo entre los bienaventurados, y nos hace ver como algo lógico el hecho de que haya sido proclamado Patrono de la Iglesia universal, lo cual sucedió en 1870, por iniciativa del beato papa Pío IX . Además de este patronazgo, sin duda el principal de todos, el patriarca es invocado como patrono de las familias, de los trabajadores (recordemos la institución por Pío XII de la festividad de San José Obrero, que se celebra el 1° de mayo), y de la buena muerte, entre otros, a partir de la piadosa creencia de que su tránsito acaeció en la dulce compañía de Jesús y María, su virginal esposa. De todo esto dan buen testimonio las conocidas letanías que se han compuesto en su honor, además de otras prácticas espirituales que la tradición nos ha legado.
La devoción al buen San José parece haber experimentado cierto decaimiento en el pueblo cristiano de los últimos tiempos; sin embargo, los pontífices contemporáneos han resaltado la importancia de su figura. Así, León XIII escribió, en 1889, una encíclica a él dedicada, la Quamquam pluries, en conmemoración de cuyo centenario el beato Juan Pablo II publicó, en 1989, su exhortación apostólica Redemptoris custos. Pero quizá el gesto más elocuente haya sido el del también beato papa Juan XXIII, cuando el 13 de noviembre de 1962 anunció, en medio del desarrollo de las sesiones conciliares, que la mención específica del nombre de San José quedaría incorporado a partir de ese momento al Canon romano, respondiendo de ese modo a una piadosa solicitud que desde hacía ya mucho tiempo se había elevado a la Santa Sede. Siguiendo esta misma línea, el papa Francisco I ha extendido esa disposición recientemente al resto de las plegarias eucarísticas.
“Ite ad Ioseph” (“Id a José”) (Gn. 41, 55). Esta expresión tomada de la historia bíblica de José, hijo del patriarca Jacob, ha sido acomodada tradicionalmente y aplicada a la figura de este su santo homónimo; más aún, su uso en sentido acomodaticio ha obedecido al propósito de dirigir la atención de los fieles cristianos hacia este gran símbolo de fidelidad a la voluntad divina. Y ello resulta tanto más necesario cuanto que su silencio en la Escritura (no se conserva ni siquiera una frase pronunciada por él) nos podría llamar a engaño en cuanto a su importancia se refiere, de no detenernos en lo que se nos dice acerca suyo.
“Hombre justo” (cfr. Mt. 1, 18): quizá sea esta la expresión bíblica que mejor refleja el talante de San José, quien con razón es considerado el más grande de todos los santos, después de la Santísima Virgen. El término “justo”, en efecto, designa en el vocabulario del Antiguo Testamento lo mismo que “santo” en el del Nuevo: la actitud fundamental de amor y reverencia humilde del hombre para con Dios, y, como consecuencia, de rectitud y honradez para con el prójimo. Por lo demás, los hechos narrados dentro de los primeros capítulos de los evangelios de Mateo y Lucas ponen de manifiesto la presencia de un espíritu profundo e inquebrantable, viril y sacrificado, cuyo sólido fundamento se halla en la fe y la confianza en Dios. La teología tradicional siempre ha destacado, además, la castidad de José, émulo de su purísima Esposa en el compromiso de la virginidad, si bien no es de creer que al desposarse con ella fuera casi un anciano. En efecto, fue la fuerza sobreabundante de la gracia, y no la senilidad, quien obró tanto en uno como en otro semejantes prodigios de virtud. Es quizá en virtud de esta íntima a la vez que virginal unión que reinó entre José y María, cuyo centro era Jesús, que muchos sostienen que el santo patriarca se halla actualmente no solo en su alma, sino también con su cuerpo, en la gloria celestial.
En el día de este gran santo, es bueno recordar, como estímulo para la devoción, las conocidas palabras de Santa Teresa de Avila, quien en el siglo XVI dio un impulso fundamental al culto josefino:
“Y tomé por abogado y señor al glorioso san José, y encomendéme mucho a él. [...] No me acuerdo hasta ahora haberle suplicado cosa que la haya dejado de hacer. Es cosa que espanta las grandes mercedes que me ha hecho Dios por medio de este bienaventurado santo, de los peligros que me ha librado, así de cuerpo como de alma; que a otros santos parece les dio el Señor gracia para socorrer en una necesidad; a este glorioso santo tengo experiencia que socorre en todas, y que quiere el Señor darnos a entender que así como le fue sujeto en la tierra (que como tenía nombre de padre siendo ayo, le podía mandar), así en el cielo hace cuanto le pide. [...] Paréceme, ha algunos años, que cada año en su día le pido una cosa y siempre la veo cumplida. Si va algo torcida la petición, él la endereza para más bien mío. [...] Sólo pido, por amor de Dios, que lo pruebe quien no me creyere, y verá por experiencia el gran bien que es encomendarse a este glorioso Patriarca y tenerle devoción. En especial personas de oración siempre le habían de ser aficionadas, que no sé cómo se puede pensar en la Reina de los Ángeles, en el tiempo que tanto pasó con el Niño Jesús, que no den gracias a san José por lo bien que les ayudó en ello. Quien no hallare maestro que le enseñe oración, tome este glorioso santo por maestro, y no errará en el camino.” (Libro de la Vida, cap. 6, nn. 6-8)
Sancte Ioseph, ora pro nobis!
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