31/3/14

EL CREDO COMENTADO POR SANTO TOMÁS DE AQUINO - PRÓLOGO


1. Lo primero que es necesario al cristiano es la fe, sin la cual nadie merece ser llamado cristiano fiel. Pues bien, la fe aporta CUATRO BIENES.

El PRIMERO es que por la fe el alma se une a Dios. En efecto, por la fe el alma cristiana contrae una especie de matrimonio con Dios, conforme a estas palabras del Señor a Israel: te desposaré conmigo en la fe (Os. 2, 20). Y por eso cuando el hombre es bautizado, primero confiesa su fe, al responder a la pregunta: "¿Crees en Dios?", porque el bautismo es el primer sacramento de la fe. Lo dice el mismo Señor: El que creyere y fuera bautizado, se salvará ( Mc. 16, 16). Porque sin la fe el bautismo es inútil. Más aún, hay que saber que sin la fe nadie es aceptado a Dios, como lo enseña San Pablo: Sin fe es imposible agradar a Dios (Hebr. 11, 6). Por esta razón San Agustín, comentando aquel texto de Romanos 14, 23: Todo lo que no procede de la fe es pecado, escribe: "Donde falte el conocimiento de la eterna e inmutable verdad falsa es la virtud aún con las mejores costumbres".

2. El SEGUNDO bien es que por la fe se incoa en nosotros la vida eterna. Porque la vida eterna no es otra cosa que conocer a Dios, por lo cual dice el Señor: La vida eterna consiste en conocerte a ti, el sólo Dios verdadero (Jo. 17, 3). Pues bien, este conocimiento de Dios comienza acá por la fe, pero alcanza su perfección en la vida futura, en la cual conoceremos a Dios tal cual es. Por lo que se dice en Hebreos 11, 1: La fe es la substancia de las realidades que se esperan. Por consiguiente, nadie puede llegar a la bienaventuranza eterna, que consiste en conocer verdaderamente a Dios, si primero no lo conocemos por la fe. Bienaventurados los que no vieron y creyeron, dijo el Señor (Jo. 20, 29).

3. El TERCER bien es que la fe dirige la vida presente. En efecto, para que el hombre viva bien, es menester que sepa qué cosas son necesarias para llevar una vida virtuosa, y si tuviera que aprender por el estudio todas las cosas necesarias para vivir bien, el hombre no podría lograrlo o sólo lo lograría después de mucho tiempo. La fe, en cambio, enseña todo lo que hay que saber para vivir sabiamente. En efecto, ella nos enseña que existe un solo Dios, que recompensa a los buenos y castiga a los malos, que hay otra vida, y otras cosas semejantes. Estos conocimientos son suficientes para incitarnos a hacer el bien y evitar el mal. Mi justo -dice el Señor- vive de la fe (Hab. 2, 4). Es esto tan evidente que, antes de la venida de Cristo, ninguno de los filósofos, a pesar de todos sus esfuerzos, pudo saber tanto acerca de Dios y de las verdades necesarias para la vida eterna cuanto después de la venida de Cristo sabe cualquier viejita cristiana mediante la fe. Por eso dice el profeta Isaías: Colmada esta la tierra con la ciencia del Señor (11, 9).

4. El CUARTO bien es que por la fe vencemos las tentaciones, como dice la Ep. a los Hebreos: Los santos, por la fe, vencieron reinos (11,33). Y esto es claro porque toda tentación viene o del diablo, o del mundo, o de la carne. 

Nos tienta, ante todo, EL DIABLO para que no obedezcamos a Dios ni a el nos sometamos. Y esto lo rechazamos por la fe. Porque por la fe sabemos que Él es el Señor de todo, y por lo tanto debe ser obedecido. Afirma San Pedro: Vuestro adversario, el diablo, ronda buscando a quién devorar: resistidle fuertes en la fe (1 Pe. 5, 8). 

EL MUNDO, por su parte, nos tienta,  ya seduciéndonos con lo próspero, ya atemorizándonos con lo adverso. También es aquí la fe la que nos permite superar esos asaltos, esa fe que nos hace creer en la realidad de una vida mejor que la vida presente. Por eso, gracias a la fe, menospreciamos las prosperidades de este mundo, y no tememos sus adversidades, como escribe San Juan: La victoria que vence al mundo es nuestra fe (1 Jo. 5, 4). Y la fe nos da igualmente la victoria enseñándonos a creer que hay males mayores que los de este mundo: los del infierno.

La CARNE, en fin, nos tienta también induciéndonos a los goces pasajeros de la vida presente. Pero la fe nos muestra que, por esos goces -si a ellos nos adherimos indebidamente-, perdemos los goces eternos. San Pablo nos exhorta: Embrazar en todos los encuentros el escudo de la fe (Ef. 6, 16).

Por todo lo que acabamos de decir se ve claramente cuál es la utilidad de la fe.

5. Pero puede alguno decir: es absurdo creer en lo que no se ve; así es que no debemos creer en lo que no vemos.

Respondo. En PRIMER LUGAR, la imperfección de nuestro entendimiento resuelve esta dificultad: porque si el hombre pudiese conocer perfectamente por sí mismo todas las realidades visibles e invisibles, necio sería creer en lo que no vemos. Pero nuestro conocimiento es tan débil que ningún filósofo pudo jamás investigar perfectamente la naturaleza de un solo insecto. En efecto, leemos que un filósofo vivió treinta años en soledad para conocer la naturaleza de la abeja. Si, pues, nuestro entendimiento es tan débil, ¿ no es acaso insensato no querer creer acerca de Dios sino sólo aquellas cosas que el hombre puede conocer por sí mismo? Por lo cual sobre esto leemos en el libro de Job: ¡He aquí el Dios grande, el que vence a nuestra ciencia! (36, 26).

6. En SEGUNDO LUGAR se puede responder así: pongamos el caso de un profesor que enseñara alguna verdad adquirida tras largo estudio a un hombre inculto y que éste negase dicha verdad simplemente porque no la comprende; lo tendríamos por un gran necio. Pues bien, es un hecho que la inteligencia de los ángeles supera la inteligencia del mejor filósofo, mucho más que la inteligencia del mejor filósofo supera la inteligencia del hombre inculto. Por lo cual necio sería el filósofo si no quisiera creer lo que dicen los ángeles; y con mucha mayor razón lo sería si no quisiera creer lo que afirma Dios. A este respecto se dice en la Escritura: Te han enseñado muchas verdades que sobrepujan la inteligencia de los hombres (Eccli. 3, 25).

7. En TERCER LUGAR se puede responder que si el hombre no quisiera creer sino lo que conoce, ciertamente no podría vivir en este mundo. Porque ¿cómo se podría vivir sin creerle a nadie? Ni siquiera creería que el hombre que es su padre fuese realmente su padre. Por lo cual es necesario que el hombre le crea a alguien en lo que toca a aquellas realidades que él no puede conocer perfectamente por sí mismo. Pero a nadie hay que creerle como a Dios, de modo que aquellos que no creen en las verdades de la fe, lejos de ser sabios, son necios y soberbios. En efecto, el Apóstol escribe en la I Ep. a Timoteo: El que no se adhiere a las santas palabras de nuestro Señor Jesucristo es soberbio, nada sabe (6, 4). Por eso dice en,  II  Tim. 1, 12: Sé bien en quién he creído y estoy cierto. Y a su vez dice el Eclesiástico: Los que teméis a Dios, creedle (2, 8).

Se puede también reconocer que Dios prueba que aquellas cosas que enseña la fe son verdaderas. En efecto, si un rey enviase cartas selladas con su sello, nadie se animaría a decir que esas cartas no proceden de la voluntad de ese rey. Ahora bien, consta que todo aquello que los santos creyeron y nos transmitieron acerca de la fe de Cristo está visiblemente marcado con el sello de Dios: ese sello divino son aquellas obras que ninguna pura creatura puede hacer: son los milagros, con los que Cristo confirmó las enseñanzas de sus Apóstoles y de sus santos. 

8. SI DICES que nadie ha visto hacer un milagro, respondo: consta que todo el mundo adoraba a los ídolos y perseguía a la fe de Cristo, como lo atestiguan incluso las historias de los paganos; y sin embargo todos, los sabios y los nobles, los ricos y los poderosos y los grandes, se han convertido a Cristo por la predicación de un pequeño número de pobres y simples que anunciaron a Cristo. Ahora bien, o éste es un hecho milagroso, o no. Si es milagroso, he respondido a tu objeción. Y si no, yo digo que no puede haber mayor milagro que la conversión del mundo entero sin milagro. No busquemos, pues, otra demostración.

9. Así es que nadie debe dudar de la fe, sino creer mas en las verdades de la fe que en las cosas que ve: porque la vista del hombre puede engañarse; en cambio, la ciencia de Dios es siempre infalible.

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