13/3/14

A UN AÑO DE LA ELECCIÓN DE FRANCISCO I



El pasado 11 de febrero publicamos en nuestro blog unas líneas de reflexión en torno a la renuncia de Benedicto XVI, de la cual se cumplía un año ese mismo día. Al cumplirse hoy un año de la elección al Sumo Pontificado del Papa Francisco I, no sería justo evitar toda referencia al acontecimiento, en especial tratándose de un hecho acompañado de circunstancias tan especiales, como es la de ser el primer Romano Pontífice no europeo de la historia de la Iglesia, que ocupa la sede de Pedro debido a la renuncia de su antecesor. Durante estos días se han publicado numerosos artículos y comentarios que se proponían realizar un balance de este primer año transcurrido del pontificado de Francisco. Con mayor o menor agudeza, adoptando la postura de la alabanza hiperbólica o de la crítica igualmente excesiva, se han multiplicado las apreciaciones en torno a un ministerio que desde su primeros días presentó ciertamente –porqué no decirlo- características muy peculiares. Entendemos, sin embargo, que tanto dentro como fuera de nuestro país se han levantado numerosas voces que, sin dejarse arrastrar a extremos tales, sino más bien conservando una serena imparcialidad, han advertido con preocupación el contraste entre los elogios inacabables que se tributan al Santo Padre, mientras sigue su avance el proceso de decadencia de la sociedad occidental secularizada. Desde luego, señalan estos pensadores con bastante detalle las falencias que ha mostrado el desempeño Francisco durante este primer año a la cabeza de la Iglesia universal, sin negar todo aquello que hubiera podido resultar positivo. Por nuestra parte, nos interesa simplemente hallar algo de claridad en medio de las reacciones de signo tan diametralmente opuesto antes apuntadas, optando más bien, en la línea de una visión más realista, por una actitud verdaderamente católica, con todo lo que ello significa. 

Es conocida la anécdota referida en la vida de Don Bosco -santo fiel y devoto si los hubo a la figura del Romano Pontífice-, cuando corrigió a los jóvenes de su oratorio que vivaban al beato Pío IX, papa a la sazón: “no gritéis ¡viva Pío IX!”, les dijo, “gritad ¡viva el Papa!”. Particular actualidad cobran estas palabras en nuestros días, en que la papolatría personalista, fenómeno relativamente nuevo aunque no desconocido, ha alcanzado un nivel sin precedentes, asimilable a la adhesión otorgada a un líder político o a una estrella deportiva o del mundo del espectáculo. Afortunadamente, esta actitud se halla más difundida en ámbitos puramente mundanos, como el la prensa laica y otros medios periodísticos, en los que la valoración de la figura del Papa responde a criterios por entero ajenos a la fe, cuando no contrarios; sin embargo, es de lamentar que también entre muchos católicos este furor haga estragos… En efecto, no son pocos los que se han sumado a la ingenua visión triunfalista, sin advertir que, como antes lo señalamos, la revolución anti-cristiana no se detiene en su marcha, mientras los más destacados líderes mundiales rinden falsos homenajes a la figura pontificia. Bueno es, por tanto, mostrarse fiel y sumiso al Vicario de Cristo, pero no debe olvidarse que esa devoción está referida en última instancia al Señor, y que no hay verdadero reinado de Dios entre los hombres si no es por la aceptación de la fe y de la moral enseñadas desde siempre, y hoy tan miserablemente vilipendiadas. 

En este sentido, estas líneas llevan la esperanza de que los católicos, fieles a la vocación recibida en el Bautismo, bajo la guía de Pedro, tiendan eficazmente a instaurar todas las cosas en Cristo, como rezaba precisamente el lema episcopal de un gran Papa, de cuyo tránsito se cumple este año un siglo, a saber, San Pío X. Es bueno traer a colación un glorioso párrafo, muy a propósito para concluir estas líneas, que el mismo Pontífice dedicara a esta cuestión tan apremiante: “No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó… no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos… no, la civilización no está por inventar ni la “ciudad” nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe… es la civilización cristiana, es la “ciudad” católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo”. (Carta apostólica Notre Charge Apostolique, n. 11).

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