3/3/14

A LAS PUERTAS DE LA CUARESMA


La sola mención de la Cuaresma, cuya celebración nos convoca una vez más este año, evoca con frecuencia la conocida tríada oración-limosna-ayuno, que constituye el eje alrededor del cual gira la práctica de la vida cristiana en este tiempo fuerte. Tiempo de conversión por excelencia, además, significa esta cuarentena, tal como lo indica su carácter penitencial y se encargan de subrayar los textos que la liturgia nos ofrece cada día.

Sin embargo, el mensaje que tradicionalmente dedica el Santo Padre con ocasión de la Cuaresma, nos habla este año de algo diferente: la pobreza de Cristo. Al respecto, el motivo que lleva al Sumo Pontífice a abordar este tema, que podría parecer más a propósito para el tiempo de Adviento y Navidad, en su habitual exhortación para esta etapa del año litúrgico, está señalado hacia al final del mensaje, cuando invita a los cristianos de todo el mundo con las siguientes palabras: “Queridos hermanos y hermanas, que este tiempo de Cuaresma encuentre a toda la Iglesia dispuesta y solícita a la hora de testimoniar a cuantos viven en la miseria material, moral y espiritual el mensaje evangélico, que se resume en el anuncio del amor del Padre misericordioso, listo para abrazar en Cristo a cada persona. Podremos hacerlo en la medida en que nos conformemos a Cristo, que se hizo pobre y nos enriqueció con su pobreza. La Cuaresma es un tiempo adecuado para despojarse; y nos hará bien preguntarnos de qué podemos privarnos a fin de ayudar y enriquecer a otros con nuestra pobreza”. 

La alusión del Papa a las del Apóstol a los corintios es clara. De hecho, la cita constituye el leit-motiv de su mensaje cuaresmal: «Pues conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, se hizo pobre por vosotros para enriqueceros con su pobreza» (cfr. 2 Cor 8, 9). “O, admirabile commercium!” (¡Oh, maravilloso intercambio!), es la expresión que ante este misterio se halla con frecuencia en la liturgia navideña: el Hijo de Dios, consustancial al Padre, asume la naturaleza humana, para elevar al hombre a la participación de la naturaleza divina. El texto paulino, en este sentido, no hace sino poner de relieve la forma en que ello se realizó, conforme, empero, a la misma lógica de “intercambio”: “No se trata de un juego de palabras ni de una expresión para causar sensación”, dice Francisco; “al contrario, es una síntesis de la lógica de Dios, la lógica del amor, la lógica de la Encarnación y la Cruz”. “Dios no se revela mediante el poder y la riqueza del mundo, sino mediante la debilidad y la pobreza (…) La razón de todo esto es el amor divino, un amor que es gracia, generosidad, deseo de proximidad, y que no duda en darse y sacrificarse por las criaturas a las que ama”. 

Ahora bien, como explicaba el Santo Padre en las líneas citadas más arriba, el ejemplo de Cristo está destinado a la imitación de los fieles, tal como se desprende incluso del mismo contexto del que está tomada la exhortación del Apóstol, que se dirigía precisamente a suscitar en los corintios el impulso caritativo en favor de los fieles de la iglesia de Jerusalén. Dice, en efecto, el Papa: “Podríamos pensar que este “camino” de la pobreza fue el de Jesús, mientras que nosotros, que venimos después de Él, podemos salvar el mundo con los medios humanos adecuados. No es así. En toda época y en todo lugar, Dios sigue salvando a los hombres y salvando el mundo mediante la pobreza de Cristo (…) La riqueza de Dios no puede pasar a través de nuestra riqueza, sino siempre y solamente a través de nuestra pobreza, personal y comunitaria, animada por el Espíritu de Cristo. A imitación de nuestro Maestro, los cristianos estamos llamados a mirar las miserias de los hermanos, a tocarlas, a hacernos cargo de ellas y a realizar obras concretas a fin de aliviarlas”. Desde este punto de vista, pues, es la caridad lo que se halla en el centro del mensaje papal, como es lo que se halla en el centro del Evangelio. 

En este tiempo de gracia, por lo tanto, estamos llamados nuevamente a unir al incienso de la oración, no solo la mirra del ayuno y la penitencia, sino también el oro de la caridad, recordando la vocación que hemos recibido como consecuencia de la filiación divina en Cristo.

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