24/12/13

BREVE REFLEXIÓN SOBRE LA NATIVIDAD DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO


A las puertas de la celebración de un nuevo aniversario del nacimiento de Cristo, es oportuno reflexionar sobre la grandeza, nunca del todo agotada, del acontecimiento celebrado. Son conocidas las investigaciones actualizadas de la ciencia histórica, según las cuales la cronología que se remonta al monje Dionisio el Exiguo adolece de una inexactitud de entre unos 6 y 8 años; de manera que habría que ubicar el nacimiento del Salvador, no en el año 753 de la fundación de Roma, sino entre el 745-747 de la misma. Todo lo cual no hace más que confirmar, precisándola, la historicidad del acontecimiento fundamental de nuestra redención. 

Dicho carácter histórico, esencial a todos los misterios de la fe cristiana, se halla necesariamente en la base de toda consideración teológica y espiritual auténtica, contrariamente a lo insinuado desde hace ya varios años por las especulaciones de inspiración modernista que desvinculan a la fe de la historia. Aún así, estamos ante algo que trasciende lo meramente histórico-inmanente; se trata, en cambio, de algo histórico-trascendente; misterioso y salvífico, en definitiva, sobre cuyo significado es necesario volver una y otra vez.

A primera vista, no parece haber gran relación entre el misterio de la Navidad y el espíritu de la militancia católica. Sin embargo, es precisamente su referencia al misterio de Cristo lo que debe distinguir a toda auténtica militancia llevada a cabo en la Iglesia, pues no existe ella sino “para que Él reine”, según el título de la conocida obra de Jean Ousset; no es su finalidad sino el “omnia instaurare in Christo” que fue el lema pontifical del gran San Pío X, y el reconocimiento público de su reyecía, tal como la reconocieron los Magos venidos de Oriente para adorar al Niño en Belén. La pobreza y la humildad de Cristo, pues, su alegría y su sacrificio, constituyen el constante punto de referencia de toda vida cristiana en cualquiera de sus carismas y manifestaciones.

La Navidad pone ante nuestros ojos en toda su realidad el “habens humanam naturam” (“teniendo naturaleza humana”) de Santo Tomás, cuando responde simplemente a la pregunta de cómo Cristo es hombre. En efecto, dice el Angélico, Cristo es hombre del mismo modo que cualquier hombre lo es, a saber, teniendo la naturaleza humana (habens humanam naturam). Esta afirmación tan sencilla aparentemente encierra, con todo, una insondable profundidad, en la medida en que a través de ella se atisba la infinita solidaridad del Hijo de Dios para con el género humano, que en aras del más grande amor llegó hasta la asunción de nuestra misma realidad de creaturas. Es el “hecho semejante a nosotros en todo, menos en el pecado” de la carta a los Hebreos (4, 15).

Este ejemplo del Hijo de Dios encarnado en la persona de Cristo nos mueve, en fin, a la práctica de las virtudes que en Él resplandecen en este misterio, pero, sobre todo, nos invita a la confianza. El pensamiento de que hasta tanto llegó la manifestación del poder, el amor y la sabiduría de Dios para salvarnos, en efecto, no deja lugar a dudas y desánimos, ni a abatimientos y cobardías. Por lo demás, si ello solo no nos bastara, el mismo Cristo ha asociado a este misterio, como lo ha hecho con todos los de su vida, a su Santísima Madre, que junto al patriarca San José conforman en esta noche bienaventurada la escolta del buen Jesús, el Hijo de Dios, quien “salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt. 1, 21).

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