25/11/13

POLÍTICA SACADA DE LAS SAGRADAS ESCRITURAS (Parte V)



DEL AMOR A LA PATRIA


PROPOSICIÓN I: Hay que ser buen ciudadano y sacrificar por la patria, si llega la ocasión, todo lo que se tiene, hasta la propia vida; donde se habla de la guerra.

Si tenemos la obligación de amar a todos los hombres, y para los cristianos especialmente no deben existir extranjeros, con mayor motivo nos veremos obligados a amar a nuestros compatriotas. Todo el amor que se tiene por sí mismo, por la familia y por los amigos se reúne en el amor a la patria, sobre la que reposan nuestra felicidad, la de nuestras familias y la de nuestros amigos. 

Por eso, los sediciosos, que no aman a su patria y llevan a ella la discordia, son la execración del género humano. La tierra no los puede soportar y se abre para tragarlos. De esa manera perecieron Coré, Datan y Abirón. "Si éstos murieren -dice Moisés- de la acostumbrada muerte de los hombres, y los visitare azote que suele visitar a los demás, no me envió el Señor. Mas si el Señor hiciera una cosa nueva, de manera que abriendo la tierra su boca se los trague, y todo lo que a ellos pertenece, y descendieren vivos al infierno, sabréis que han blasfemado contra el Señor. Luego, pues, que acabó de hablar, se abrió la tierra bajo sus pies, y se los tragó juntamente con sus tiendas y todos sus haberes" (Núm XVI, 28 etc.). 

Así eran castigados aquellos que sembraban la discordia entre el pueblo. No se podía convivir con ellos; había que apartarse de ellos como de apestados. "Retiraos -dice Moisés- de esos hom­bres impíos, y no queráis tocar lo que a ellos pertenece, porque no seáis envueltos en sus pecados" (Núm XVI, 26). 

Tratándose de servir a la patria no deben perdonarse los bienes propios. Gedeón "dice a los vecinos de Sucat: Dadme, os ruego, pan para la gente que está conmigo, pues se halla muy desfalleci­da, para que podamos perseguir a los enemigos" (Jue VIII, 5, 15, 16, 17). Cuando se niegan, Gedeón los castiga con toda justicia. El que sirve al bien público, sirve a las personas de los particula­res. Debemos, pues, exponer la vida sin vacilaciones por la patria. Es un sentimiento común a todos los pueblos, y se encuentra espe­cialmente en el pueblo de Dios. 

Cuando peligraba el Estado, todo el mundo, sin excepción, esta­ba obligado a ir a la guerra; por eso, los ejércitos eran en aquel tiempo tan numerosos. 

La ciudad de Jabés de Galad, sitiada y reducida a extrema necesi­dad por Naas, rey de los ammonitas, envía mensajeros a Saúl para que le expongan la situación de extremo peligro en que se hallan. "Y éste, tomando dos bueyes, los manda trocear, y envía los peda­zos por todos los términos de Israel por mano de unos mensaje­ros, diciendo: Así serán tratados los bueyes de todo aquel que no saliere y siguiere a Saúl y a Samuel. Entró, pues, el temor del Se­ñor en el pueblo, y salieron como si no fueran sino un solo hom­bre. Y pasó revista de ellos en Bezee, y halláronse trescientos mil de los hijos de Israel, y de los hombres de Judá, treinta mil. Y di­jeron: Mañana saldremos con vosotros." 

Estas levas eran normales, y tendríamos que transcribir toda la historia del pueblo de Dios para mostrar la cantidad de ejemplos que hay de ellas. 

Los que no eran llamados se quejaban y lo consideraban como una afrenta. "Los hombres de Efraim dijeron a Gedeón: ¿Qué es es­to que has intentado hacer cuando ibas a combatir contra Madián?, y se querellaron contra él y les faltó poco para llegar a las ma­nos, y Gedeón tuvo que ensalzar su valor para apaciguarlos" (Jue VIII, 1). 

Presentaron la misma queja contra Jefté, y en este caso llega­ron a la sedición (Jue XII, 1); tan deshonrosa era considerada la exclusión en esas ocasiones. Cada uno exponía su vida no sólo por el pueblo, sino también por su propia tribu. "Mi tribu y yo -dice Jefté- teníamos gran contienda con los hijos de Ammón; lo cual visto por mí, puse mi alma en mis manos (nobilísima expresión, con la que quiere decir que se jugaba la vida) y llevé la guerra con­tra los ammonitas" (Jue XII, 2, 3). 

Quedarse tranquilamente en casa mientras nuestros conciudada­nos se afanan y exponen la vida por la patria es vergonzoso. Cuan­do David envía a Urías a descansar a su casa, este excelente súbdito le responde: "El arca de Dios e Israel y Judá habitan en tien­das, y Joab, mi señor, y los siervos de mi señor duermen sobre la haz de la tierra: ¿y he de entrar yo en mi casa para comer y beber, y dormir con mí mujer? Por tu alma y por la salud de tu vida, no haré tal cosa" (II Re XI, 10, 11). 

Cuando ve su patria arruinada, ya no hay alegría para un buen ciudadano. Un ejemplo de ello es el discurso de Matatías, jefe de la familia de los Asmoneos o Macabeos: "¡Ay de mí! ¿Por qué na­cí yo, para ver la ruina de mi pueblo, y la ruina de la ciudad san­ta, obligado a habitar aquí, cuando está en poder de enemigos y su santuario en poder de extraños? Su pueblo ha sido tratado como in­fame, su templo profanado, sus niños muertos en las plazas y sus jóvenes caídos a la espada enemiga. ¿Qué nación no se ha adueñado de su reino y no se ha apoderado de sus despojos? Todo su ornato le fue arrebatado, y la que era libre fue hecha esclava. Y ved cómo nuestro santuario, que era nuestro honor y nuestra gloria, está aso­lado, profanado por las gentes. ¿Para qué vivir?" (I Mac II, 7, 8, etc.). 

Vemos aquí expuestas todas las cosas que unen a los ciudada­nos entre sí con la patria: los altares y sacrificios, la gloria, los bienes, la tranquilidad y la seguridad de la vida; en una palabra, la asociación de las cosas divinas y humanas. Matatías, conmovido por todas estas cosas, declara que no puede ya vivir viendo a sus ciudadanos esclavos y a su patria asolada. "Y al decir estas pala­bras, Matatías y sus hijos desgarraron sus vestiduras, se vistieron de saco e hicieron gran duelo" (7 Mac II, 14). 

Lo mismo hizo Jeremías. "Cuando, al ver que su pueblo era llevado en cautividad y asolada la ciudad santa, lleno de amargo dolor pronunció llorando sus lamentaciones" (Lam), que conmo­vieron a los que le estaban escuchando.

El mismo profeta dice a Baruc, que en medio de la ruina de su patria sólo pensaba en sí mismo y en su fortuna: "He aquí, ¡oh Ba­ruc!, lo que te dice el Señor Dios de Israel: lo que yo había edifica­do lo destruyo, lo que había plantado lo arranco. ¡Y tú pides para ti grandes cosas! No las pidas: confórmate con que salve tu vida" (Jer XLV, 1, 2, 4, 5). 

No basta con llorar las desgracias de sus conciudadanos y de su patria, es preciso exponer la propia vida en su servicio. Que es a lo que precisamente incita Matatías a su familia al morir (I Mac II, 49, 50, etc.). "Al presente triunfa la soberbia y el castigo, es tiempo de ruina y de furiosa cólera. Hijos míos, mostraos defenso­res de la ley y dad la vida por la alianza de nuestros mayores." 

Este sentimiento permaneció grabado en el corazón de sus hi­jos; nada más normal en boca de Judas, Jonatán y Simón que estas palabras: "Muramos por nuestro pueblo y por nuestros hermanos. Preparaos y portaos como valientes, prontos a luchar mañana tem­prano contra estas gentes, que se han reunido contra nosotros para destruirnos y destruir nuestro santuario. Mejor es morir comba­tiendo que ver las calamidades de nuestro pueblo y del santua­rio". Y también: "Dios no quiere que huyamos ante el enemigo. Si nuestra hora ha llegado, muramos valerosamente por nuestros hermanos, y no empañemos nuestro honor" (l Mac III, 58, 59; IX, 10). 

Las Sagradas Escrituras están llenas de ejemplos que nos mues­tran nuestros deberes para con la patria, pero el más hermoso de todos es el que nos da el mismo Jesucristo. 


Proposición II: Jesucristo estableció, con su doctrina y ejemplo, el amor que los ciudadanos deben a su patria.

El hijo de Dios he­cho hombre no sólo ha cumplido a la perfección todos los deberes que exige de un hombre la sociedad humana, siendo caritativo con todos y salvador de todos, sino también los de un buen hijo para con sus padres, a los que vivía sometido (Luc II, 51). También cumplió con los de un buen ciudadano, reconociéndose "enviado a las ovejas perdidas de la casa de Israel" (Mt XV, 24), y viviendo sin salir de Judea, "que recorría haciendo bien y curando a todos los oprimidos por el diablo" (Act X, 38). 

Se le consideraba buen ciudadano, y para él era buena recomenda­ción amar a la nación judía. Los ancianos de los judíos, para obligarle "a devolver al centurión un siervo enfermo a quien amaba, rogaban a Jesús con insistencia, diciéndole: Merece que le hagas es­to, porque ama a nuestro pueblo y él mismo nos ha edificado la si­nagoga, y Jesús echó a andar con ellos y curó al siervo" (Luc VIII, 3,4, 5, 6, 10). 

Cuando pensaba en las desgracias que muy pronto habrían de ca­er sobre Jerusalén y la nación judía, no podía contener el llanto. "Al acercarse a la ciudad y verla, lloró sobre ella, diciendo: ¡Oh si tú reconocieras siquiera en este día lo que puede traerte la paz!, mas ahora está encubierto a tus ojos." Pronuncia estas palabras a su entrada en Jerusalén, en medio de las aclamaciones de la muche­dumbre. 

Este cuidado, que le angustiaba en el momento de su triunfo, no fe abandona durante su pasión. Cuando marchaba camino del su­plicio, "le seguía una gran multitud de pueblo y de mujeres, las cuales le plañían y lloraban. Mas Jesús volviéndose hacia ellas les dijo: Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, antes llorad por vosotras y por vuestros hijos. Porque vendrán días en que dirán: Bienaventuradas las estériles, y los vientres que no concibieron, y los pechos que no dieron de mamar" (Luc XXIII, 27, 28, 29). No se queja de los males con los que le hacen sufrir injustamente, si­no de los males que tan inicuo proceder debía atraer sobre su na­ción. 

Procura prevenirles por todos los medios. "Jerusalén, Jerusa­lén, que matas los profetas y apedreas a los que a ti son enviados, ¿cuántas veces quise allegar tus hijos, como la gallina allega sus polluelos debajo de las alas, y no quisiste? He aquí que vuestras rasas serán asoladas muy pronto" (Mt XXIII, 37, 38). 

Fue en su vida y en su muerte fiel cumplidor de las leyes y de las costumbres loables de su patria, incluso de aquellas de las que se labia exento. 

Se quejaron a San Pedro de que Jesús no pagaba el tributo ordinario del templo, y el apóstol sostuvo que no tenía en realidad obligación de pagarlo. "Pero Jesús le salió al paso y le dijo: ¿Qué le parece, Simón? Los reyes de la tierra, ¿de quiénes cobran censos y tributos? ¿De sus hijos o de los extraños? Contestó él: De los extraños. Y le dijo Jesús: Luego los hijos son libres. Mas para no escandalizarlos, ve y paga por mí y por ti" (Mt XVII, 24, 25, 26), Manda pagar un tributo al que, como hijo de Dios, no estaba obligado, temeroso de causar el menor trastorno al orden público. 

Por eso, en el deseo que tenían los fariseos de encontrarle opuesto a la ley, sólo pudieron acusarle de cosas sin importancia o de hacer milagros en sábado, como si en sábado debieran cesar las obras de Dios al igual que las de los hombres. 

"En todo estaba sujeto al orden público, haciendo dar al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios" (Mt XXII, 21). 

Jamás emprendió cosa alguna contra la autoridad de los magis­trados. "Uno de la turba le dijo: Maestro, di a mi hermano que parta conmigo la herencia. Mas él le respondió: Hombre, ¿quién me puso por juez o partidos sobre vosotros?" (Luc XII, 13, 14). 

Finalmente, la omnipotencia que tenía en sus manos no le impi­dió dejarse prender sin resistencia. Reprendió a San Pedro porque había dado una cuchillada, y remedió el daño que había hecho este apóstol (Luc XXIII, 50, 51). 

Compareció delante de los pontífices, ante Pilatos y ante Here­des, respondiendo con precisión a los que tenían derecho a pregun­tarle. "El sumo pontífice le dice: Yo te mando de parte de Dios me digas si eres Cristo, el hijo de Dios, y responde: Yo lo soy. Sa­tisface a Pilatos en cuanto a su dignidad real, en la cual consistía su imaginario delito, y le asegura al mismo tiempo que su reino no es de este mundo. No dice palabra a Herodes, el cual carecía de autoridad para mandar en Jerusalén, a quien, por otra parte, era enviado sólo por ceremonia, y que no deseaba verle, sino por mera curiosidad, después de haber satisfecho el interrogatorio legítimo. En lo restante, no condenó, sino con su silencio, el proceder mani­fiestamente inicuo que se usaba contra él, sin lamentarse ni mur­murar, entregándose, como dice San Pedro, a quien injustamente le juzgaba." 

De esta forma, hasta el final fue fiel y amante de una patria por demás ingrata, y de sus crueles compatriotas, que no pensaban sino en saciarse de su sangre con un furor tan ciego, que prefirie­ron antes que a él, a un asesino y sedicioso. 

Sabía que, si se hubieran arrepentido, su muerte hubiese sido la salvación de sus ingratos compatriotas, lo que le impulsó a rogar por ellos, incluso desde la cruz en la que le habían clavado. 

Habiendo dicho Caifas que era preciso que Jesús muriese, "para impedir que pereciera el resto de la nación", observa el evangelis­ta "que no lo dijo por sí mismo, sino que siendo el pontífice de aquel año, profetizó que Jesús debía morir por la nación, y no so­lamente por aquella nación, mas también para que juntase en uno los hijos de Dios que andaban dispersos" (Juan XI, 50, 51, 52). 

Derramó su sangre especialmente por su nación, y al ofrecerle este gran sacrificio, que debía servir de expiación para todo el uni­verso, quiso que el amor a la patria encontrase en él su lugar. 


Proposición III: Los apóstoles y los primeros fieles fueron siem­pre buenos ciudadanos.

Su maestro les inspiró este sentimiento. Les había advertido que serían perseguidos por toda la tierra, y al mismo tiempo les dijo "que los enviaba como corderos en medio de los lobos" (Mt X, 16), es decir, que debían padecer sin protes­ta ni resistencia. 

Mientras los judíos, con un odio implacable, perseguían a San Pablo, este gran hombre pone a Jesucristo y a su conciencia por testigos de que, movido de un extremo y continuo dolor por la ce­guera de sus hermanos, "desea convertirse en objeto de anatema por ellos. Verdad digo, no miento: mi conciencia en el Espíritu Santo me sirve de testigo, etc." (Rom IX, 1, 2, 3). 

Durante una época de hambre hizo una colecta para auxiliar a sus compatriotas, y él mismo se presentó en Jerusalén con las li­mosnas que había recogido para ellos en Grecia. "He venido -di­jo- para repartir limosnas en mi patria" (Act XXIV, 17; Rom XV, 25, 26). 

Ni él ni sus compañeros incitaron jamás a la sedición ni levanta­ron tumultos entre el pueblo (Act XXIV, 12, 18). 

Obligado por la violencia de sus compatriotas a apelar ante el emperador, reúne a los judíos de Roma para decirles "que muy a pesar suyo se ha visto obligado a apelar al César; pero que, por lo demás, no tiene ninguna acusación ni queja contra los de su na­ción" (Act XXVIII, 19). No los acusa; antes los compadece y ha­bla sólo caritativamente de su dureza de corazón. En efecto, al ser acusado ante Félix, presidente de Judea, se limita a defenderse con­tra los judíos, sin lanzar el menor reproche contra perseguidores tan encarnizados (Act XXIV, 10, etc.). 

Durante trescientos años de implacable persecución, los cristia­nos han mantenido siempre idéntica conducta. 

No hubo nunca mejores ciudadanos, ni más útiles a su patria, ni que con más gusto la sirviesen en el ejército, siempre que en él no se les impusieran prácticas idolátricas. Escuchemos el testimonio de Tertuliano: "Decís que los cristianos son inútiles: navegamos con vosotros, peleamos a vuestro lado, cultivamos la tierra, co­merciamos" (Ten., Apol. n. 42), es decir, se comportaban como los demás hombres en todo lo concerniente a la sociedad humana. 

El imperio no tuvo soldados mejores: además de combatir vale­rosamente, conseguían con sus oraciones lo que no alcanzaban por la fuerza de las armas. Sirvan de ejemplo la lluvia que consiguió la legión fulminante y el milagro atestiguado en la corresponden­cia de Marco Aurelio. 

Tenían prohibido hablar de sedición, derribar ídolos y cometer la menor violencia: las leyes de la Iglesia sólo les permitían aguardar pacientemente la muerte. 

La Iglesia no consideraba en el número de los mártires a quie­nes, impulsados por un falso celo, buscaban violentamente el sa­crificio. A veces, podían darse inspiraciones extraordinarias; pero su ejemplo, al salirse de lo ordenado, no era seguido. 

Incluso vemos, en la vida de algunos mártires, que su concien­cia les vedaba maldecir a los dioses, y debían combatir el error sin la menor palabra violenta. San Pablo y sus compañeros lo hi­cieron así, y fue eso lo que hizo decir al secretario de la comuni­dad de Efeso: "Ciudadanos, conviene que os apacigüéis. Pues ha­béis traído a estos hombres sin ser sacrílegos ni blasfemadores de vuestra diosa" (Act XIX, 37). Nunca daban escándalo y, mientras estuvo en su mano, predicaron la verdad sin alterar el orden públi­co. 

Las siguientes palabras de Tertuliano explican admirablemente cuan sumisos y pacíficos fueron los cristianos perseguidos: "¡Ade­más de los decretos por los que somos perseguidos, cuántas veces no nos ha atacado el pueblo a pedradas y ha incendiado nuestras ca­sas, en el furor de las bacanales! No se perdona a los cristianos ni después de su muerte: son sacados de la paz de los sepulcros, del mismo asilo de la muerte. Y, sin embargo, ¿qué venganza habéis recibido de una gente tan cruelmente tratada? ¿No podríamos in­cendiar la ciudad con antorchas, si entre nosotros estuviera permi­tido hacer el mal por el mal? ¿Y si quisiéramos obrar como enemi­gos declarados, careceríamos de tropas y de ejércitos? Los moros o los marcomanos y los mismos partos, que viven encerrados en sus fronteras, ¿se encuentran acaso en mayor número que nosotros, que llenamos toda la tierra? No hace aún mucho tiempo que aparecimos en el mundo y ya llenamos vuestras ciudades, vuestras islas, vuestras ciudadelas, vuestras asambleas, vuestros campamen­tos, las tribus, las decurias, el palacio, el senado, el foro, la pla­za pública. No os dejamos más que los templos. ¿Qué guerra no podríamos declararos, aun cuando fuéramos menores en número a vosotros, nosotros, que afrontamos resueltamente la muerte, si no fuese porque nuestra doctrina nos manda dejarnos matar antes que matar? Incluso nos sería posible, sin tomar las armas ni rebe­lamos, castigaros abandonándoos; vuestra soledad y el silencio del mundo a vuestro alrededor os causaría horror, y las ciudades os parecerían muertas, y os veríais reducidos en medio de vuestro imperio a buscar alguien a quien poder mandar. Tendríais más ene­migos que ciudadanos, pues ahora tenéis menos enemigos gracias a la ingente multitud de los cristianos" (Ten., Apol. n. 37). 

"Al perdernos -añade-, saldríais perdiendo. Por vuestro medio poseéis un número infinito de gentes, de las que no quiero decir que rezan por vosotros, pues no creéis, pero sí que de ellas no te­néis nada que temer" (Ten., Apol. n. 43). 

Se ufana, y con razón, de que entre tantos atentados contra la persona sagrada de los emperadores no se haya encontrado nunca un solo cristiano, a pesar del trato inhumano de que habían sido objeto. "Y en verdad -dice- hemos tenido buen cuidado de no ha­cer nada contra ellos. Los que obedecen las leyes de Dios no sólo están obligados a respetar a los emperadores, sino también a todos los hombres. Nosotros respetamos a los emperadores, de la mis­ma manera que respetamos a nuestros vecinos. Pues nos está igual­mente vedado decir, hacer o desear mal a cualquiera. Lo que está prohibido contra el emperador, está prohibido contra cualquiera; lo que está prohibido contra cualquiera, con mayor motivo lo esta­rá contra aquel a quien Dios ha colocado tan alto" (Ten., Apol. n. 36). 

De esta forma se comportaban los cristianos, tan sañudamente perseguidos. 


CONCLUSIÓN

Concluiremos el presente artículo con el siguiente resumen:

La sociedad humana puede ser considerada bajo dos aspectos:

O como una gran familia, que abarca la totalidad del género hu­mano.

O dividida en naciones o en pueblos formados por varias fami­lias privadas, poseyendo cada una su propio derecho.

La sociedad considerada bajo el segundo aspecto, recibe el nom­bre de sociedad civil.

Se la puede definir, según lo que llevamos dicho, como una aso­ciación de hombres reunidos bajo un mismo gobierno y bajo unas mismas leyes.

Gracias al gobierno y a las leyes queda asegurada, dentro de lo posible, la paz y la vida de todos los hombres.

Aquel, pues, que no ama la sociedad civil a la que pertenece, es decir, el Estado en que ha nacido, es un enemigo de sí mismo y del género humano.


Extracto del artículo publicado en octubre de 1987 en la Revista VERBO n° 277.

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