PARA LA FORMACIÓN DE LAS NACIONES Y LA UNIÓN DE LOS PUEBLOS FUE NECESARIO ESTABLECER UN GOBIERNO
Proposición I: Todo se divide y dispersa entre los hombres.
No basta con que los hombres habiten un mismo país o hablen la misma lengua, ya que la violencia de sus pasiones y la diferencia de caracteres les hace intratables e incompatibles y no pueden ya permanecer unidos, a no ser que se sometan a un mismo gobierno que los modere a todos.
Abraham y Lot, por esta causa, no pudieron convivir juntos y tuvieron que separarse.
"La tierra que habitaban no era bastante grande para contenerlos a los dos; los dos eran ricos y no podían vivir juntos: de suerte que entre sus pastores había diferencias y litigios. Por último, para no tener que llegar a las manos, uno se fue por la derecha, y el otro por la izquierda" (Gen XIII, 6, 7,9).
Si Abraham y Lot, siendo dos hombres justos, no pudieron vivir juntos por culpa de sus criados, ¿a qué desorden no se llegará entre hombres malvados?
Proposición II: La única autoridad capaz de poner freno a las pasiones y a la violencia entre los hombres es la del gobierno.
"Si vieres en la provincia violencias de pobres y extorsión de derecho y de justicia, piensa que el mal no carece de remedio: pues sobre el poderoso está el más poderoso, y aun éste tiene sobre sí poderes mayores, y, finalmente, el rey de todo el país manda sobre todos" (Ecl V, 7, 8). La justicia tiene como único sostén la autoridad y subordinación de poderes.
El orden sirve de freno a la licencia y a la anarquía. Cuando todos los ciudadanos hacen lo que quieren y no tienen más ley que su propio capricho, reina la confusión. Un levita viola uno de los preceptos más sagrados de la ley de Dios, y la Biblia lo justifica diciendo: "En aquel tiempo no había rey en Israel y cada uno hacía lo que le parecía a propósito" (Jue XVII, 6).
Por esta razón, cuando los hijos de Israel están a punto de entrar en la tierra sobre la que debían formar un Estado y agruparse en forma de pueblo regular, les dice Moisés: "Guardaos de obrar allí como obramos aquí, donde cada uno hace lo que le parece, porque aún no habéis entrado al lugar de reposo ni a la heredad que el Señor os tiene destinada" (Dt XII, 8, 9).
Proposición III: La autoridad del gobierno fue la base sobre la que se estableció la unidad entre los hombres.
Podemos ver el resultado del buen gobierno en estas palabras frecuentemente repetidas por la Escritura: Por mandato de Saúl y del poder legítimo, "todo Israel se levantó como un solo hombre" (I Re XI, 7). "Eran cuarenta mil hombres y toda aquella multitud parecía uno solo" (Esd II, 64). La unidad de un pueblo se produce cuando el ciudadano, renunciando a su propio derecho, lo transfiere y reúne en el del príncipe o magistrado. De otra manera, no hay posibilidad de unión, y los pueblos, como rebaños dispersos, yerran vagabundos. "Que el Señor Dios de los espíritus, por quien toda carne cobra vida, dé a esta muchedumbre un hombre para que la gobierne, camine ante ella y la conduzca, de forma que el pueblo de Dios no sea como ovejas sin pastor" (Núm XXVII, 16, 17).
Proposición IV: En un gobierno ya establecido, el ciudadano renuncia al derecho de apoderarse por la fuerza de lo que le conviene.
Si suprimimos el gobierno, la tierra y todos sus bienes resultan tan comunes entre los hombres como el aire y la luz. Dijo Dios a todos los hombres: "Creced y multiplicaos, y llenad la tierra" (Gen I, 28; IX, 7). Entregó indistintamente para todos "toda yerba que lleva su germen sobre la tierra, y todos los árboles que nacen en ella" (Gen I, 29). Conforme a esta primitiva ley natural, nadie goza de particular derecho sobre nada y todo pertenece a todos.
Ningún hombre, en un gobierno establecido, puede apoderarse de nada. Estando Abraham en Palestina, solicita de los señores del país hasta la tierra en la que va a enterrar a su mujer Sara. "Concededme derecho de sepultura entre vosotros" (Gen XXIII, 4).00
Moisés, después de conquistar el territorio de Cañan, manda que la tierra sea distribuida al pueblo por el primer magistrado. "Josué -les dice- os conducirá". Y luego le dice al propio Josué: "Llevarás al pueblo a la tierra prometida, y una vez allí, se la distribuirás por sortéo”. (Dt XXXI, 3, 7).
La orden fue puntualmente ejecutada. Josué, asesorado por el consejo de ancianos, distribuyó la tierra por partes entre las tribus y entre las familias, conforme al proyecto y mandato que había recibido de Moisés.
Es entonces cuando aparece el derecho de propiedad. En general, todo derecho proviene de la autoridad legítimamente constituida, y de esta forma nadie puede apoderarse de nada, ni tomar nada por la fuerza.
Proposición V: El ciudadano, por la protección del gobierno, goza de mayor seguridad.
El gobierno respalda y defiende a todos los ciudadanos por igual. Todos los poderes de la nación concurren en un solo hombre, y es el primer magistrado el único que puede reunirlos. Moisés dice a los rubenitas: "Raza rebelde y malvada, ¿permaneceréis ociosos mientras vuestros hermanos marchan al combate? No -responden-, marcharemos en vanguardia, a la cabeza de nuestros hermanos, y hasta que les veamos en posesión de su heredad, no regresaremos a nuestras casas" (Gen XXXII, 6, 14, 17, 18).
El príncipe reúne en sus manos todos los poderes de la nación que tiene bajo su mando. El pueblo dice a Josué: "Haremos toda las cosas que nos has mandado e iremos a dondequiera que nos mandares. El que resista a tus órdenes y no obedeciere en todas las cosas que le mandares, que sea pasado por las armas; sólo te pedimos que te esfuerces y seas implacable" (Jos I, 16, 18).
El primer magistrado reúne todos los poderes en sus manos. Los particulares, al renunciar a los suyos, le sostienen, y se hacen reos de muerte en caso de desobediencia. El ciudadano sale ganando, pues en la persona del primer magistrado encuentra más poderes de los que ha delegado al autorizarle, ya que, en su provecho, todos los poderes de la nación se encuentran reunidos en él.
El ciudadano, de esta manera, nada tiene que temer de la opresión ni de la violencia, pues tiene en la persona del príncipe un defensor irrebatible y mucho más poderoso, sin comparación, que cualquiera de sus conciudadanos que intentara oprimirle.
Para el primer magistrado es de sumo interés garantizar la seguridad de los ciudadanos, porque si en el pueblo llegara a prevalecer un poder distinto del suyo peligrarían su autoridad y su vida.
Los hombres soberbios y violentos son enemigos de la autoridad, por lo que siempre están preguntando: "¿Quién es nuestro señor?" (Sal XI, 5).
"En la muchedumbre del pueblo está la gloria del rey" (Prov XIV, 28). Si el rey deja que los hombres violentos opriman al pueblo, sería como si atentase contra su propia seguridad y pusiese en peligro su propia vida.
El magistrado, por esta razón, es siempre enemigo natural de toda violencia. "Objeto de abominación son ante el rey los que usan de violencia, porque su trono se asienta en la justicia" (Prov XVI, 12).
El príncipe representa para el ciudadano "un escondedero contra vientos y tempestades, una roca saliente bajo la cual encuentra cobijo en una tierra seca y calurosa. La paz es efecto de la justicia, y nada hay más hermoso que contemplar cómo viven los hombres, cada uno bajo su tienda, en medio del reposo y la abundancia" (Is XXXII, 2, 17, 18). Tales son los frutos de un gobierno bien organizado.
Cuando todo se hace depender de la fuerza, el ciudadano ve menoscabadas sus más legítimas pretensiones por culpa de la gran cantidad de gentes con las que tiene que enfrentarse. Pero bajo un gobierno legítimo, el ciudadano acrecienta sus fuerzas al ceder todos sus poderes al magistrado, que, por su propia seguridad, está interesado en el mantenimiento del orden.
En un gobierno bien organizado, las viudas, los huérfanos y los niños, incluso desde la cuna, gozan de seguridad. Todo tiende a la conservación de su bienestar, la gente vela por su educación, sus derechos son defendidos y su causa es la causa del magistrado. La Biblia le encarga expresamente que haga justicia al pobre, al débil, a la viuda y al huérfano (Dt X, 18; Sal LXXXI, 3, etc.).
Con razón nos recomienda San Pablo: "Rogad con perseverancia e insistencia por los reyes y por todos aquellos que ostentan dignidad, para que vivamos quieta y reposadamente en toda piedad y honestidad" (I Tim II, 1, 2).
De lo anteriormente dicho se deduce que no hay peor estado que la anarquía, es decir, aquel Estado que carece de autoridad y gobierno. Cuando no rige otra ley que el propio capricho, no hay ninguna ley; donde no hay señor, todos son señores; cuando todos son señores, todos son esclavos.
PROPOSICIÓN VI: La continuidad de gobierno hace que los Estados sean inmortales.
Cuando Dios anuncia a Moisés la proximidad de su muerte, éste le pide: "Da, Señor, un hombre a este pueblo para que lo gobierne" (Núm XXVII, 16, 17). A renglón seguido, Moisés, por mandato expreso de Dios, elige a Josué como sucesor suyo; en presencia del sumo sacerdote Eleazar y de todo el pueblo, le impone las manos, en señal de que el poder se transmitía del uno al otro (Núm XXVII, 22, 23).
El pueblo, a la muerte de Moisés, reconoce a Josué. "Te obedeceremos en todo, como hacíamos con Moisés" (Jos, I, 17). El príncipe muere, pero la autoridad es inmortal y el Estado sigue subsistiendo. Los proyectos iniciados continúan, la guerra comenzada prosigue y Moisés revive en Josué. Dice éste a los rubenitas: "Acordaos de lo que os tenía mandado Moisés". Y también: "Poseeréis la tierra que os había dado el siervo de Dios, Moisés" (Jos 1, 9, 10, 11, 13, 15,16).
Conviene que cambien los príncipes, puesto que los hombres son mortales, pero el gobierno no debe cambiar; de esta forma, la autoridad permanece inamovible y sus resoluciones se vuelven permanentes y eternas.
David, a la muerte de Saúl, se dirige a los de Jabés de Galad, que habían servido fielmente a este príncipe: "Tened ánimo y no perdáis el valor, porque aunque haya muerto Saúl, nuestro señor, la casa de Judá me ha consagrado rey" (7/ Re II, 7).
Les da a entender que, puesto que la autoridad no desaparece, deben continuar sus servicios, cuyos méritos en un Estado bien organizado no se pierden nunca.
Extracto del artículo publicado en octubre de 1987 en la Revista VERBO n° 277.
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