8/11/13

POLÍTICA SACADA DE LAS SAGRADAS ESCRITURAS (Parte III)


PARA LA FORMACIÓN DE LAS NACIONES Y LA UNIÓN DE LOS PUEBLOS FUE NECESARIO ESTABLECER UN GOBIERNO


Proposición I: Todo se divide y dispersa entre los hombres.

No basta con que los hombres habiten un mismo país o hablen la misma lengua, ya que la violencia de sus pasiones y la diferencia de caracteres les hace intratables e incompatibles y no pueden ya permanecer unidos, a no ser que se sometan a un mismo gobierno que los modere a todos. 

Abraham y Lot, por esta causa, no pudieron convivir juntos y tuvieron que separarse. 

"La tierra que habitaban no era bastante grande para contener­los a los dos; los dos eran ricos y no podían vivir juntos: de suer­te que entre sus pastores había diferencias y litigios. Por último, para no tener que llegar a las manos, uno se fue por la derecha, y el otro por la izquierda" (Gen XIII, 6, 7,9). 

Si Abraham y Lot, siendo dos hombres justos, no pudieron vi­vir juntos por culpa de sus criados, ¿a qué desorden no se llegará entre hombres malvados? 


Proposición II: La única autoridad capaz de poner freno a las pa­siones y a la violencia entre los hombres es la del gobierno.

"Si vieres en la provincia violencias de pobres y extorsión de derecho y de justicia, piensa que el mal no carece de remedio: pues sobre el poderoso está el más poderoso, y aun éste tiene sobre sí poderes mayores, y, finalmente, el rey de todo el país manda sobre to­dos" (Ecl V, 7, 8). La justicia tiene como único sostén la autori­dad y subordinación de poderes. 

El orden sirve de freno a la licencia y a la anarquía. Cuando to­dos los ciudadanos hacen lo que quieren y no tienen más ley que su propio capricho, reina la confusión. Un levita viola uno de los preceptos más sagrados de la ley de Dios, y la Biblia lo justifica diciendo: "En aquel tiempo no había rey en Israel y cada uno ha­cía lo que le parecía a propósito" (Jue XVII, 6). 

Por esta razón, cuando los hijos de Israel están a punto de en­trar en la tierra sobre la que debían formar un Estado y agruparse en forma de pueblo regular, les dice Moisés: "Guardaos de obrar allí como obramos aquí, donde cada uno hace lo que le parece, porque aún no habéis entrado al lugar de reposo ni a la heredad que el Señor os tiene destinada" (Dt XII, 8, 9). 


Proposición III: La autoridad del gobierno fue la base sobre la que se estableció la unidad entre los hombres.

Podemos ver el resultado del buen gobierno en estas palabras frecuentemente repe­tidas por la Escritura: Por mandato de Saúl y del poder legítimo, "todo Israel se levantó como un solo hombre" (I Re XI, 7). "Eran cuarenta mil hombres y toda aquella multitud parecía uno solo" (Esd II, 64). La unidad de un pueblo se produce cuando el ciudadano, renunciando a su propio derecho, lo transfiere y reúne en el del príncipe o magistrado. De otra manera, no hay posibili­dad de unión, y los pueblos, como rebaños dispersos, yerran vaga­bundos. "Que el Señor Dios de los espíritus, por quien toda carne cobra vida, dé a esta muchedumbre un hombre para que la gobier­ne, camine ante ella y la conduzca, de forma que el pueblo de Dios no sea como ovejas sin pastor" (Núm XXVII, 16, 17). 


Proposición IV: En un gobierno ya establecido, el ciudadano re­nuncia al derecho de apoderarse por la fuerza de lo que le convie­ne.

Si suprimimos el gobierno, la tierra y todos sus bienes re­sultan tan comunes entre los hombres como el aire y la luz. Dijo Dios a todos los hombres: "Creced y multiplicaos, y llenad la tie­rra" (Gen I, 28; IX, 7). Entregó indistintamente para todos "to­da yerba que lleva su germen sobre la tierra, y todos los árboles que nacen en ella" (Gen I, 29). Conforme a esta primitiva ley na­tural, nadie goza de particular derecho sobre nada y todo pertene­ce a todos. 

Ningún hombre, en un gobierno establecido, puede apoderarse de nada. Estando Abraham en Palestina, solicita de los señores del país hasta la tierra en la que va a enterrar a su mujer Sara. "Concededme derecho de sepultura entre vosotros" (Gen XXIII, 4).00

Moisés, después de conquistar el territorio de Cañan, manda que la tierra sea distribuida al pueblo por el primer magistrado. "Josué -les dice- os conducirá". Y luego le dice al propio Josué: "Llevarás al pueblo a la tierra prometida, y una vez allí, se la dis­tribuirás por sortéo”. (Dt XXXI, 3, 7). 

La orden fue puntualmente ejecutada. Josué, asesorado por el consejo de ancianos, distribuyó la tierra por partes entre las tribus y entre las familias, conforme al proyecto y mandato que ha­bía recibido de Moisés. 

Es entonces cuando aparece el derecho de propiedad. En general, todo derecho proviene de la autoridad legítimamente constituida, y de esta forma nadie puede apoderarse de nada, ni tomar nada por la fuerza. 


Proposición V: El ciudadano, por la protección del gobierno, go­za de mayor seguridad.

El gobierno respalda y defiende a todos los ciudadanos por igual. Todos los poderes de la nación concu­rren en un solo hombre, y es el primer magistrado el único que puede reunirlos. Moisés dice a los rubenitas: "Raza rebelde y mal­vada, ¿permaneceréis ociosos mientras vuestros hermanos marchan al combate? No -responden-, marcharemos en vanguardia, a la ca­beza de nuestros hermanos, y hasta que les veamos en posesión de su heredad, no regresaremos a nuestras casas" (Gen XXXII, 6, 14, 17, 18). 

El príncipe reúne en sus manos todos los poderes de la nación que tiene bajo su mando. El pueblo dice a Josué: "Haremos toda las cosas que nos has mandado e iremos a dondequiera que nos man­dares. El que resista a tus órdenes y no obedeciere en todas las co­sas que le mandares, que sea pasado por las armas; sólo te pedi­mos que te esfuerces y seas implacable" (Jos I, 16, 18). 

El primer magistrado reúne todos los poderes en sus manos. Los particulares, al renunciar a los suyos, le sostienen, y se hacen reos de muerte en caso de desobediencia. El ciudadano sale ganan­do, pues en la persona del primer magistrado encuentra más pode­res de los que ha delegado al autorizarle, ya que, en su provecho, todos los poderes de la nación se encuentran reunidos en él. 

El ciudadano, de esta manera, nada tiene que temer de la opresión ni de la violencia, pues tiene en la persona del príncipe un de­fensor irrebatible y mucho más poderoso, sin comparación, que cualquiera de sus conciudadanos que intentara oprimirle. 

Para el primer magistrado es de sumo interés garantizar la se­guridad de los ciudadanos, porque si en el pueblo llegara a prevale­cer un poder distinto del suyo peligrarían su autoridad y su vida. 

Los hombres soberbios y violentos son enemigos de la autori­dad, por lo que siempre están preguntando: "¿Quién es nuestro se­ñor?" (Sal XI, 5). 

"En la muchedumbre del pueblo está la gloria del rey" (Prov XIV, 28). Si el rey deja que los hombres violentos opriman al pueblo, sería como si atentase contra su propia seguridad y pusie­se en peligro su propia vida. 

El magistrado, por esta razón, es siempre enemigo natural de toda violencia. "Objeto de abominación son ante el rey los que usan de violencia, porque su trono se asienta en la justicia" (Prov XVI, 12).

El príncipe representa para el ciudadano "un escondedero con­tra vientos y tempestades, una roca saliente bajo la cual encuentra cobijo en una tierra seca y calurosa. La paz es efecto de la justicia, y nada hay más hermoso que contemplar cómo viven los hombres, cada uno bajo su tienda, en medio del reposo y la abundancia" (Is XXXII, 2, 17, 18). Tales son los frutos de un gobierno bien orga­nizado.

Cuando todo se hace depender de la fuerza, el ciudadano ve me­noscabadas sus más legítimas pretensiones por culpa de la gran cantidad de gentes con las que tiene que enfrentarse. Pero bajo un gobierno legítimo, el ciudadano acrecienta sus fuerzas al ceder to­dos sus poderes al magistrado, que, por su propia seguridad, está interesado en el mantenimiento del orden.

En un gobierno bien organizado, las viudas, los huérfanos y los niños, incluso desde la cuna, gozan de seguridad. Todo tiende a la conservación de su bienestar, la gente vela por su educación, sus derechos son defendidos y su causa es la causa del magistrado. La Biblia le encarga expresamente que haga justicia al pobre, al dé­bil, a la viuda y al huérfano (Dt X, 18; Sal LXXXI, 3, etc.).

Con razón nos recomienda San Pablo: "Rogad con perseveran­cia e insistencia por los reyes y por todos aquellos que ostentan dignidad, para que vivamos quieta y reposadamente en toda piedad y honestidad" (I Tim II, 1, 2).

De lo anteriormente dicho se deduce que no hay peor estado que la anarquía, es decir, aquel Estado que carece de autoridad y go­bierno. Cuando no rige otra ley que el propio capricho, no hay nin­guna ley; donde no hay señor, todos son señores; cuando todos son señores, todos son esclavos.


PROPOSICIÓN VI: La continuidad de gobierno hace que los Estados sean inmortales.

Cuando Dios anuncia a Moisés la proximidad de su muerte, éste le pide: "Da, Señor, un hombre a este pueblo para que lo gobierne" (Núm XXVII, 16, 17). A renglón seguido, Moisés, por mandato expreso de Dios, elige a Josué como sucesor suyo; en presencia del sumo sacerdote Eleazar y de todo el pue­blo, le impone las manos, en señal de que el poder se transmitía del uno al otro (Núm XXVII, 22, 23).

El pueblo, a la muerte de Moisés, reconoce a Josué. "Te obede­ceremos en todo, como hacíamos con Moisés" (Jos, I, 17). El príncipe muere, pero la autoridad es inmortal y el Estado sigue subsistiendo. Los proyectos iniciados continúan, la guerra comen­zada prosigue y Moisés revive en Josué. Dice éste a los rubenitas: "Acordaos de lo que os tenía mandado Moisés". Y también: "Po­seeréis la tierra que os había dado el siervo de Dios, Moisés" (Jos 1, 9, 10, 11, 13, 15,16).

Conviene que cambien los príncipes, puesto que los hombres son mortales, pero el gobierno no debe cambiar; de esta forma, la autoridad permanece inamovible y sus resoluciones se vuelven per­manentes y eternas.

David, a la muerte de Saúl, se dirige a los de Jabés de Galad, que habían servido fielmente a este príncipe: "Tened ánimo y no perdáis el valor, porque aunque haya muerto Saúl, nuestro señor, la casa de Judá me ha consagrado rey" (7/ Re II, 7).

Les da a entender que, puesto que la autoridad no desaparece, de­ben continuar sus servicios, cuyos méritos en un Estado bien orga­nizado no se pierden nunca.


Extracto del artículo publicado en octubre de 1987 en la Revista VERBO n° 277.

No hay comentarios:

Publicar un comentario