16/10/13

POLÍTICA SACADA DE LAS SAGRADAS ESCRITURAS (Parte II)


DE LA ASOCIACIÓN DEL GÉNERO HUMANO PROCEDE LA SOCIEDAD CIVIL: ES DECIR, PUEBLOS Y NACIONES


PROPOSICIÓN I:

"Dios fue el lazo de unión de la sociedad. El pri­mer hombre, al apartarse de Dios, trajo como justo castigo la divi­sión a su familia, y Caín mató a su hermano Abel" (Gen IV, 8). 

"La división se introdujo en el género humano. Los hijos de Set fueron llamados hijos de Dios, y los hijos de Caín, hijos de los hombres" (Gen VI, 2). 

"La alianza de estas dos razas sólo sirvió para aumentar la co­rrupción. De esta unión nacieron los gigantes, hombres conocidos en la Escritura, y en la tradición del género humano, por su cruel­dad y violencia" (Gen VI, 4).

Los pensamientos del hombre se inclinan por todas partes al mal, y Dios se arrepintió de haberle creado. Noé es el único que halla gracia a sus ojos: 'Tanto se había extendido la corrupción" (Gen IV, 5,6, 8).

La perversidad hace a los hombres insociables. El hombre domi­nado por sus pasiones no piensa más que en satisfacerlas sin cuidar­se de los demás. "Yo soy, dice el soberbio, y fuera de mí no hay nadie" (Is XLVII, 8). 

La lengua de Caín se extiende por todas partes. "¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?" (Gen IV, 9); es decir, nada tengo que hacer con él, ni se me da nada de él. 

Las pasiones son insaciables. "El cruel no se saciará de sangre, ni el avaro de dinero" (Eclo XII, 16; Ecl V, 9). 

De esta forma, cada uno lo quiere todo para sí. "Juntáis casa a casa y heredad a heredad. ¿Por ventura os creéis solos en medio de la tierra?" (Is V, 8). 

La envidia, tan generalizada entre los hombres, descubre lo pro­funda que es la maldad de su corazón. Nuestro hermano no nos causa el menor mal ni nos priva de nada y, sin embargo, le odia­mos sólo porque le vemos más feliz, más diligente o más virtuo­so que nosotros. Abel se hace agradable a Dios por medios inocen­tes, y Caín se siente mortificado. "Dios miró con agrado a Abel y a sus ofrendas, mas no miró propicio a Caín y a las suyas: y Caín montó en cólera y se le demudó el rostro" (Gen IV, 4, 5). 

Las traiciones y los crímenes nacieron de la envidia. "Salgamos, fuera -dijo Caín-, vamos a dar un paseo, y como estuvieran en el campo, levantóse Caín contra su hermano Abel y lo mató" (Gen IV, 8). 

La envidia es también la causante de que los hermanos de José quisieran matarle. "Fue José, por orden de su padre, en busca de sus hermanos, que estaban apacentando el ganado. Viéronle ellos desde lejos, antes que a ellos se aproximara, y concibieron el pro­yecto de matarle" (Gen XXXVII, 16, 17, 18). "Sus hermanos, al ver que el padre le quería más que a los otros, le odiaban y no te­nían palabras de afecto para él" (Gen XXXVII, 4). "El odio les llevó hasta quererle matar, y sólo la propuesta de venderle como esclavo pudo apartarles de tan fatal designio" (Gen XXXVII, 26, 27, 28). 

La envidia produce tal cúmulo de pasiones y de intereses encon­trados, que consigue eliminar la lealtad y la seguridad entre los hombres. "No os fiéis del amigo, no creáis al compañero; guarda las confidencias de tu boca de la que duerme en tu seno. El hijo deshonra al padre, la hija se alza contra la madre, y los enemigos del hombre son sus mismos parientes y domésticos" (Miq VII, 5, 6). 

Por esta causa se da con tanta frecuencia la crueldad en el géne­ro humano. No hay ser más brutal y sanguinario que el hombre. "Todos ponen asechanzas a la vida de su hermano; un hombre sale a cazar a otro hombre, como si fuera en seguimiento de una fiera, para derramar su sangre" (Miq VII, 2). 

"El perjurio, la mentira, el homicidio, el robo y el adulterio han inundado la tierra, y la sangre llama a la sangre" (Os IV, 2), es decir, un crimen trae consigo otro crimen. 

De esta manera, la sociedad humana, por tantos vínculos sagra­dos establecida, fue violada por las pasiones, pues, como dice San Agustín: "No hay por naturaleza ser más sociable que el hombre, ni ser al que vuelva la corrupción más intratable e insociable" (de Civit. Dei, lib. XII, cap. XXV). 


PROPOSICIÓN II: La sociedad humana se vio dividida desde el prin­cipio por la agrupación de los hombres en pueblos y naciones.

Además de la división que las pasiones crearon entre los hombres, hubo otra división, que nació necesariamente de la multiplicación del género humano. 

Moisés nos la señala cuando después de nombrar a los primeros descendientes de Noé, deduce de ellos el origen de naciones y pue­blos. "De ellos -dice- proceden las naciones, cada una según su tierra y según su lengua" (Gen X, 5). 

Fueron, pues, dos causas las que separaron en varias ramas a la sociedad humana: una de ellas, la diversidad y lejanía de los paí­ses por los que se extendieron los hijos de Noé al multiplicarse; la otra, la diversidad de lenguas. 

La confusión de lenguas ocurrió antes de esta separación, y so­brevino a los hombres como castigo de su soberbia, siendo lo que les obligó a separarse y a repartirse por toda la tierra, que les ha­bía dado Dios para que la habitasen. "Ahora, pues -dijo el Se­ñor-, confundamos sus lenguas, para que no se entiendan ya unos con otros, y así los esparció Dios por toda la haz de la tierra" (Gen XI, 9). 

La palabra, al permitir la comunicación del pensamiento, es el lazo de unión de la sociedad humana. Cuando dos personas ya no se entienden, se convierten en extrañas. "Si desconozco -dice San Pablo- el significado y valor de una palabra, soy como extranjero y bárbaro para el que habla, y él lo es para mí" (I Cor XIV, 11). Y San Agustín añade que la diversidad de lenguas es la causa de que un hombre pueda compenetrarse mejor con un perro que con otro hombre (de Civit. Dei, lib. XIX, cap. VII). 

Así, pues, vemos que la división del género humano se hace por lenguas y países. Por esta razón, la vida en un mismo país y el manejo de una misma lengua ha sido siempre motivo de unión entre los hombres. 

Incluso hay algunos datos de que en la confusión de lenguas de Babel, los que tenían una lengua semejante eligieron para vivir la misma tierra, a lo que contribuyó en gran manera el parentesco, y la Biblia parece achacar a estas dos causas la formación alrededor de Babel de las diversas naciones, al decir que las formaron los hombres "separándose cada uno según su lengua y según su fami­lia" (Gen X, 5). 


PROPOSICIÓN III: La tierra que se habita sirve de vínculo entre los hombres y forma la unidad de las naciones.

Cuando Dios promete a Abraham que convertirá su descendencia en un gran pue­blo, le promete también una tierra para que la habiten en común. "Una gran nación haré salir de ti" (Gen XII, 2, 7). Y también: "Daré esta tierra para tu posteridad". 

Al introducir a los israelitas en la tierra prometida a sus pa­dres, Dios la ensalza para que la amen. La llama siempre "una tie­rra fértil, una tierra sustanciosa y abundante, que por todas partes fluye leche y miel" (Ex ID, 8). 

Los que intentan apartar al pueblo de la tierra prometida son condenados a muerte, como sediciosos y enemigos de la patria. "Los hombres que envió Moisés a explorar el país, y volvieron hablando mal de él, murieron de plaga delante de Dios" (Núm XIV, 36, 37). 

La sociedad humana exige que se ame la tierra en que se vive, que se la mire como a madre y nodriza y que se esté vinculado a ella. Los romanos llamaban a esto charitas patrii soli, amor a la patria: y consideraban el solar patrio como un lazo de unión entre los hombres. 

Los hombres se sienten profundamente unidos cuando piensan que la misma tierra que les ha sustentado y alimentado en vida, les recibirá en su seno al morir. 'Tu casa será la mía, y tu pue­blo, mi pueblo -decía Rut a su suegra Noemí-; moriré en la tie­rra en que te entierren, y en ella elegiré mi sepultura" (Rut I, 16, 17). 

José, a la hora de su muerte, dice a sus hermanos: "Os visitará el Señor y seréis llevados a la tierra prometida a nuestros padres: llevad mis huesos con vosotros" (Gen L, 23, 24). Fueron sus últi­mas palabras. Para el moribundo resultaba consoladora la esperan­za de seguir a sus hermanos a la tierra que les daba Dios por pa­tria; en ella, entre sus compatriotas, reposarían mejor sus huesos. 

Este es un sentimiento connatural a todos los pueblos. El ate­niense Temístocles, que vivía desterrado de su patria acusado de traición, y que había llegado a aliarse con el rey de Persia para tra­mar la ruina de su nación, a la hora de su muerte se olvidó de la ciudad de Magnesia, que le había entregado el rey persa y donde había sido muy bien tratado, suplicando a sus amigos que llevaran sus huesos al Ática para enterrarlos secretamente en ella, porque el rigor de los decretos públicos no permitía que se hiciese de otra manera. Al acercarse la hora de la muerte, cuando cesa el de­seo de venganza y le domina la razón nuevamente, renace en él el amor a la patria: piensa en satisfacer a su ciudad, considerando que la muerte le libra del destierro, y, como se decía entonces, cree que su tierra natal será más leve y benigna para sus huesos.

Los buenos ciudadanos aman siempre a su tierra natal. "Me pre­senté al rey -dice Nchemías- y le ofrecí de beber. Y como no ha­bía estado antes triste en su presencia, díjome el rey: ¿Por qué es­tá triste tu rostro, pues no pareces enfermo? Y yo le dije al rey: "Cómo no voy a estar triste, si la ciudad donde están enterrados mis padres permanece desierta y sus puertas reducidas a ceniza? Si te place, oh rey, envíame a Judea, a la tierra del sepulcro de mis padres, y yo la reedificaré" (II Esd II, 1,2, 3,6).

Al llegar a Judea, Nehcmías convoca a sus compatriotas, que seguían todavía unidos por el amor a la tierra natal. "Sabéis nues­tra aflicción. Jerusalén está desierta, el fuego ha consumido sus puertas. Venid y unamos nuestros esfuerzos para reedificarla" (II Esd II, 17).

Mientras los judíos vivieron en un país extraño, alejados de su patria, no dejaron de llorar y aumentar con sus lágrimas los ríos de Babilonia, acordándose de Sión. No podían entonar sus cánticos de alegría, que eran los cánticos del Señor, en tierra extranjera. Sus instrumentos musicales, que antaño fueron su solaz y consue­lo, estaban colgados de los sauces plantados a la orilla y habían olvidado su manejo. "Oh Jerusalén -clamaban-, si me olvidare de ti, que sea yo olvidado" (Sal CXXXVI). Los que pudieron que­darse en su tierra natal se consideraban dichosos y decían al Señor en los salmos que le cantaban durante la cautividad: "Ya es hora Señor, de que te apiades de Sión. Tus siervos aman sus ruinas, y su corazón está apegado a sus piedras. Y por desolada que esté su tie­rra natal, aún es digna de su amor y compasión" (Sal CI, 15, 14).


Extracto del artículo publicado en octubre de 1987 en la Revista VERBO n° 277.

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