8/10/13

POLÍTICA SACADA DE LAS SAGRADAS ESCRITURAS (Parte I)

LOS PRINCIPIOS DE LA SOCIEDAD HUMANA



EL HOMBRE HA SIDO CREADO PARA VIVIR EN SOCIEDAD. 


PROPOSICIÓN I: El único fin y objeto de los hombres es Dios. 

"Oye, Israel, el Señor Dios nuestro es el único Señor. Y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu fuerza" (Dt VI, 5). 


PROPOSICIÓN II: El amor de Dios obliga a que los hombres se amen los unos a los otros. 

Un doctor de la ley preguntó a Jesús "Maestro, ¿cuál es el primer mandamiento de todos? Y Jesús le respondió: El primer mandamiento de todos es: Oye, Israel, el Señor tu Dios un solo Dios es. Amarás, pues, al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente, y con todas tus fuerzas; éste es el principal mandamiento. Y el segundo es semejante a él: Amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Mc XII, 29, 30, 31). 

“De estos dos mandamientos dependen la Ley y los Profetas.” (Mt XXII, 40). 

Debemos amarnos los unos a los otros, ya que todos juntos debemos amar al mismo Dios, puesto que es nuestro padre común, y su unidad es nuestro vínculo. "No hay más que un Dios -dice San Pablo-: porque aunque algunos tengan muchos dioses, para noso­tros es sólo un Dios, el Padre, de quien son todas las cosas, y no­sotros en él" (I Cor VIH, 4, 5, 6). 

Aunque haya pueblos que desconozcan a Dios, por ello no deja de ser su creador, ni les ha dejado de hacer a su imagen y semejan­za. Pues dijo al crear al hombre: "Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza" (Gen I, 26, 27). Y poco después: "Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó". 

Esto lo repite con frecuencia para que sepamos conforme a qué modelo estamos formados, y para que nos amemos los unos a los otros en la imagen de Dios. Por ello dice Nuestro Señor que el precepto de amar al prójimo es semejante al de amar a Dios; por­que es natural que quien ama a Dios, ame también por amor de él a todo lo que está hecho a su imagen. Y ambos mandamientos son en todo semejantes. 

Vemos, asimismo, que cuando Dios prohíbe atentar contra la vi­da del hombre, da para ello esta razón: "Porque, ciertamente, demandaré la sangre de vuestras vidas; de mano de todo animal la demandaré, y de mano del hombre" (Gen IX, 5, 6). 

Los animales son también llamados en este pasaje al juicio de Dios, para rendir cuentas en él de la sangre humana que hubiesen derramado. Dios habla así para inspirar terror a los hombres san­guinarios, y, en cierto sentido, es verdad que Dios reclamará inclu­so de los animales las vidas de los hombres que hayan devorado cuando los resucite, a pesar de su crueldad, en el día postrero. 


PROPOSICIÓN III: Todos los hombres son hermanos. 

Primero, porque todos son hijos del mismo Dios. 'Todos vosotros sois her­manos -dice el hijo de Dios-, y vuestro padre no llaméis a nadie en la tierra, porque uno es vuestro Padre, el cual está en los cie­los" (MT XXIII, 8,9). 

A los que llamamos padres, y de quienes procedemos según la carne, no saben quiénes somos. Sólo Dios nos conoce desde toda la eternidad, y por eso dice Isaías: "Tu, empero, eres nuestro Padre, si bien Abraham nos ignora e Israel no nos conoce: Tú, oh Señor, eres nuestro Padre, nuestro Redentor perpetuo es tu nombre" (IS LXIII, 16). 

Segundo, porque Dios ha establecido la fraternidad de los hom­bres al hacerles nacer de uno solo, que por esta razón es su padre común y lleva en sí mismo la imagen de la paternidad divina. Sin embargo, no encontramos escrito en ningún lugar que Dios haya querido hacer salir a los demás animales de un mismo tronco. "Hi­zo Dios todas las bestias de la tierra según su especie. Y vio Dios ser bueno. Díjose entonces Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen y a nuestra semejanza" (Gen I, 25, 26). 

Dios habla del hombre en número singular, y dice claramente que no quiso crear más que uno, de quien proceden todos los de­más, según se halla escrito en los Hechos: "Y de uno hizo todo el linaje de los hombres, para que habitasen sobre toda la haz de la tierra" (Act XVII, 26). El texto griego explica que Dios los hi­zo de una misma sangre. Incluso quiso que la mujer que daba al primer hombre fuese sacada de él, para que toda la humanidad pro­cediese de un solo hombre. "Y de la costilla que Dios tomó del hombre hizo una mujer, y trájola al hombre. Y dijo Adán: Esto es ahora hueso de mis huesos, y carne de mi carne; ésta será llama­da Varona, porque del varón fue tomada. Por tanto, dejará el hom­bre a su padre y a su madre, y allegarse ha a su mujer, y serán una sola carne" (Gén II, 22, 23, 24). 

De esta manera, el amor alcanza su perfección en el género hu­mano, pues los hombres, al no tener más que un mismo padre, de­ben amarse como hermanos. Dios no quiere que se piense que los reyes están exentos de esta ley o que se tema que pueda disminuir el respeto que se les debe. Dios dice claramente que los reyes que piensa dar a su pueblo "serán tomados de entre sus hermanos" (Dt XVII, 15, 20), y también: "No se alzarán sobre sus herma­nos movidos por el orgullo". Y les pone esta condición para con­cederles un largo reinado. 

Desaparecida la fraternidad entre los hombres, y habiéndose multiplicado el crimen sobre la tierra, resolvió Dios destruir a to­dos los hombres, a excepción de Noé y su familia, por medio de la cual restauró el género humano, y quiso que en esta renovación del mundo también tuviésemos todos un mismo padre. 

Y luego prohíbe el homicidio, al advertir a los hombres que son todos hermanos, primero como descendientes de Adán, y más tarde, de Noé: "Demandaré -dice- la vida del hombre de la mano del hombre y de la mano de su hermano" (Gén IX, 5). 


PROPOSICIÓN IV: Ningún nombre es extraño a otro. 

Nuestro Señor, después de establecer el precepto de amar al prójimo, al ser preguntado por un doctor de la ley que a quién debemos conside­rar nuestro prójimo, condena el error de los judíos, que no consi­deraban como tales más que a los de su misma nación. Les enseña, por medio de la parábola del samaritano que socorrió al viajero abandonado por un sacerdote y por un levita, que no es en la na­ción, sino en la humanidad en general, sobre la que debe fundamen­tarse la unidad de todos los hombres. "Un sacerdote vio al viaje­ro herido, y pasó de largo; un levita pasó, a su vez, por su lado, y prosiguió su camino. Pero le vio un samaritano, y se compadeció de él" (Lc X, 31, 32). Después de narrar el cuidado con que le so­corrió, preguntó al doctor: "¿Cuál de estos tres te parece que fue su prójimo? Aquel -respondió el doctor- que usó con él de miseri­cordia. Pues ve -le dijo entonces Jesús- y haz tú lo mismo". 

Esta parábola nos enseña que ningún hombre es extraño a otro, aunque sean de naciones distintas y enemigas entre sí, como ocu­rría con los samaritanos y los judíos. 


PROPOSICIÓN V: Los hombres deben mirar por sus semejantes.

Si todos somos hermanos, hechos a imagen de Dios e hijos suyos, de una misma estirpe y de una misma sangre, debemos mirar los unos por los otros, pues no sin razón está escrito: "Dios tiene or­denado a los hombres que miren por su prójimo" (Eclo XVII, 12). Y si no lo hicieron de buena fe, Dios tomará venganza de ellos, pues añade el Eclesiástico: "El Señor vigila nuestros cami­nos y nada hay oculto a sus ojos" (Eclo XVII, 13). Es preciso, pues, socorrer al prójimo, ya que de ello habremos de dar cuenta a Dios, al que nada escapa. 

Sólo los parricidas y enemigos del género humano se atreven a decir, como Caín: "No sé dónde está mi hermano: ¿acaso soy yo su guardián?" (Gen IV, 9). 

"¿No tenemos todos el mismo padre? ¿No nos ha creado un mismo Dios? ¿Por qué entonces desdeña cada uno de nosotros a su hermano, quebrantando la alianza de nuestros padres?" (Mal XI, 10). 


PROPOSICIÓN VI: El propio interés une a todos los hombres.

"El hermano, ayudado del hermano, es como una plaza fuerte" (Prov XVII, 19). De tal forma se multiplican las fuerzas median­te la asociación y la mutua ayuda. 

"Mejor es, pues, que estén dos juntos que uno solo: porque tie­nen la ventaja de su compañía. Si uno cayere, le sostendrá el otro. ¡Ay del solo!, que cuando cayere no tiene quien le levante. Y si durmieren dos juntos, se calentarán mutuamente: ¿uno solo cómo se calentará? Y si alguno prevaleciere contra el uno, los dos resis­tirán: una cuerda de tres dobleces difícilmente se rompe" (Ecl IV, 9, 10, 11, 12). 

Uno y otro se consuelan, se asisten y se fortifican. Dios, al es­tablecer la sociedad, quiso que en ella encontrase cada uno su bien, y permaneciese unido a ella por este interés. 

Esta es la razón de que haya dado a los hombres diversos talen­tos. Uno sirve para una cosa, y otro para otra. De modo que pue­dan auxiliarse recíprocamente, y cimenten su unión en esta mutua necesidad. "Porque de la manera que en un cuerpo tenemos mu­chos miembros, mas todos los miembros no tienen una misma ope­ración: Así, muchos somos un solo cuerpo en Cristo, y todos miembros los unos de los otros" (Rom XII, 4, 5, 6). 

"Porque tampoco el cuerpo es un solo miembro, sino muchos. Si dijere el pie: Porque no soy mano, no soy del cuerpo: ¿deja por eso de ser del cuerpo? Si todo el cuerpo fuese ojo, ¿dónde estaría el oído? Mas Dios ha puesto los miembros en el cuerpo, cada uno de ellos así como quiso. Y si todos los miembros fuesen uno: ¿dónde estaría el cuerpo? Mas los miembros en verdad son mu­chos, pero el cuerpo es uno solo. Y el ojo no puede decir a la ma­no: No te he menester, ni tampoco la cabeza a los pies: No me sois necesarios. Antes, los miembros del cuerpo que parecen más flacos, son más necesarios. Y Dios calibró el cuerpo de tal modo que lo que a un miembro falte lo supla el otro, para que no haya disensión en el cuerpo, sino que todos los miembros conspiren en-tre sí a ayudarse unos a otros" (I Cor XIII, 14, etc.). 

De esta forma, al existir diferentes inteligencias, el fuerte nece-sita del débil, el grande del pequeño y todos del que parece que menos les va a servir, ya que la mutua necesidad hace que todos se acerquen y todos se necesiten. 

Cristo, al fundar la Iglesia, estableció su unidad sobre este fun-damento, y con ello nos muestra los principios que sustentan la sociedad. 

El mundo subsiste gracias a esta ley. "Cada parte tiene su mi­sión y su menester, y el conjunto se sostiene por la ayuda que se dan entre sí todas las partes" (Ecl XLII, 24,25).

Vemos, pues, que la sociedad humana se apoya en fundamentos inamovibles: el mismo objeto, la misma finalidad, el origen co­mún, la misma sangre, el mismo interés y la mutua necesidad, tan­to para los trabajos como para las alegrías de la vida.


Extracto del artículo publicado en octubre de 1987 en la Revista VERBO n° 277.

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