29/10/13

DERECHO NATURAL DEL MATRIMONIO: LA INDISOLUBILIDAD, EL DIVORCIO Y LA LEY 23.515


Por Martín Buteler


El mes de junio del pasado año 2012 se han cumplido 25 años de la sanción y promulgación de la famosa ley N° 23.515, en virtud de la cual el divorcio vincular tomó finalmente carta de ciudadanía en la legislación positiva de nuestro país, después de algunos intentos frustrados que habían comenzado allá por principios del siglo XX, con la célebre defensa de los valores tradicionales en el Congreso Nacional por parte del ilustre diputado Dr. Ernesto Padilla [1], un joven abogado de tan sólo 29 años, gracias a la cual fracasó momentáneamente la tentativa de instaurar dicha institución.

Un poco de historia

Si bien un primera propuesta anterior había fracasado, el proyecto divorcista presentado el año 1902 por el diputado porteño Carlos Olivera contaba con todos los augurios favorables, previéndose un aplastante triunfo en el Congreso Nacional. No obstante ello, la encendida elocuencia anti-divorcista del célebre parlamentario antes mencionado, tucumano de nacimiento al igual que el presidente argentino a la sazón, Julio Argentino Roca, desbarató las ilusiones abrigadas, ganando para su causa incluso a partidarios convencidos del divorcio: el resultado fue el rechazo del proyecto por cincuenta votos contra cuarenta y ocho. Como consecuencia de ello, el Dr. Padilla fue celebrado con gran alborozo por la multitud, y llevado en andas por la Plaza de Mayo, adonde se encontraba el Congreso por aquel entonces, hasta la modesta pensión donde vivía, sobre la Avenida de Mayo [2]. Este triunfo legislativo, que significaba el triunfo de los valores tradicionales y católicos contra el liberalismo pujante, arrojó momentáneamente de la escena política argentina la cuestión del divorcio, que no se volvió a plantear hasta el año 1954.

En efecto, fue ese año cuando, como parte de su enfrentamiento con la Iglesia Católica, el gobierno de Juan D. Perón logró la sanción de la ley N° 14.394, la cual incluía en su artículo 31 el divorcio vincular. Con todo, dicho artículo fue suspendido en su aplicación dos años más tarde, en 1956, mediante el decreto ley 4070 promulgado por el gobierno militar que derrocó al general, conocido como la Revolución Libertadora [3]. Una vez más, pues, la instauración del divorcio en la Argentina se vería aplazada, ya que sólo recién en 1987 se alcanzaría la sanción de la ley en cuestión, a saber, N° 23.515 [4].

La subida al gobierno del Dr. Raúl Alfonsín no significó solamente la tan celebrada vuelta de la democracia, si se entiende por ello el mero regreso del régimen constitucional, interrumpido con excesiva frecuencia durante los últimos treinta años. En efecto, a partir del 10 de diciembre de 1983 se inició en nuestro país lo que bien podríamos llamar una “revolución cultural”, caracterizada por el desprecio a todo lo que estuviera ligado al gobierno de las Fuerzas Armadas, por la progresiva eliminación de toda traba y censura de carácter moral en el mundo de las artes y los medios de comunicación, y por una sutil reivindicación del ideario de la guerrilla marxista, que buscaba así vengar en el plano de la cultura la derrota sufrida en terreno militar. De esta manera, el surgimiento y la final sanción del proyecto legislativo de divorcio vincular se enmarca claramente en el contexto de una verdadera transmutación de valores, que era lo que justamente se buscaba llevar a cabo, como sucedió en la España post-franquista. Ahora bien, no es posible hablar de inversión de valores si se omiten aquellos en torno a los cuales gira la célula básica del orden social, vale decir, la familia. Uno de ellos es el de la estabilidad, cimentada en la unión indisoluble entre el hombre y la mujer, en lo que precisamente consiste el matrimonio.

Como ha sucedido con frecuencia en estos últimos años, el trabajo legislativo se vio precedido por un insólito fallo de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, del 27 de noviembre de 1986, perteneciente al caso Sejean, Juan Bautista c/ Ana María Zaks de Sejean, en el que se declaraba la inconstitucionalidad del art. 64 de la ley de matrimonio civil N° 2393, según el cual el vínculo matrimonial era indisoluble. Se trata de un típico ejemplo de activismo judicial, que consiste en ir creando, por medio de una jurisprudencia homogénea en determinado sentido, un terreno favorable para la posterior sanción legislativa que otorgue fuerza de ley a la orientación que se quiere imponer. 

Estructura y contenido de la ley N° 23.515. Algunas precisiones conceptuales

Desde el punto de vista formal, mediante la sanción de la ley N° 23.515, compuesta por diez artículos, se modifica el articulado correspondiente en el Código Civil (junto con las citas de Vélez, que son removidas), en especial el título primero de la sección segunda de la primera parte, “Del matrimonio”, además de algunos artículos puntuales correspondientes a las leyes N° 18.248 y 19.134, y al decreto-ley 8204/63, en la medida en que atañen y se refieren al régimen de matrimonio y familia por entonces vigente. Básicamente, la novedad consiste en hacer aparecer la posibilidad del divorcio vincular y reglamentar su aplicación, allí donde sea necesario; éste sería el contenido o materia de la reforma promovida.

Es preciso no perder de vista el adjetivo “vincular” para dar cuenta adecuadamente de toda la trascendencia de la sanción de la ley N° 23.515. En efecto, se habla también de divorcio, aunque menos comúnmente (lo más corriente es hablar de “separación”), para referirse al divorcio imperfecto, en virtud del cual los cónyuges se separan, conservándose no obstante intacto el vínculo matrimonial [5]. No es éste aquí el caso, desde luego, por cuanto la posibilidad que se abre es la de producir propiamente la disolución del mismo vínculo, uno de cuyos principales efectos es el de recuperar los contrayentes la aptitud nupcial, al menos ante la ley. Ésta posibilidad está abierta, desde 1987, también para aquéllos que hayan contraído matrimonio con anterioridad a la sanción de la ley, e incluso lo estuvo en el momento de su promulgación para aquéllos que estuviesen tramitando en aquel entonces su separación o divorcio (imperfecto), o hubiesen recibido sentencia de separación en el plazo de un año anterior a la fecha de la misma, de manera que tanto unos como otros pudiesen solicitar la conversión de la sentencia en sentencia de divorcio vincular (cfr. arts. 6, 8).

La triple dimensión del matrimonio

Antes de adentrarnos en la consideración del objeto propio de nuestro estudio, es preciso delimitar los términos del problema. En primer lugar, vemos que la realidad del matrimonio se nos presenta según tres modalidades diferentes: 1) el matrimonio como institución natural, que consiste sencillamente en la unión estable entre hombre y mujer, tal y como se ha dado en todas las culturas a lo largo de la historia, más allá de toda divergencia; 2) el matrimonio legal, que confiere a aquella realidad natural un determinado número de efectos civiles, regulándola y protegiéndola en orden al bien común político; 3) el matrimonio religioso, de carácter sacramental, por el cual la unión entre hombre y mujer es definitivamente sellada ante Dios, convirtiéndose en signo de la unión entre Cristo y la Iglesia [6]. Naturalmente, no es objeto del presente artículo la consideración del matrimonio sacramental, sino más bien de la teología en sus distintos tratados y del derecho canónico. Por lo demás, no hay lugar a dudas sobre su indisolubilidad, confirmada por el mismo Cristo, lo que excluye por principio la posibilidad misma del divorcio vincular en todo matrimonio rato y consumado entre bautizados válidamente celebrado. 

No está de más apuntar el hecho de que, más allá de la especificidad que confiere al matrimonio religioso su realidad sacramental, incluso el matrimonio natural estuvo revestido tradicionalmente en todo tiempo y lugar de un carácter cuasi-sagrado, concebido como un acontecimiento de índole esencialmente religiosa. El mismo matrimonio legal, de hecho, creado en nuestro país por la ley N° 2393, del año 1888, no vino a ser más que un remedo laico de su versión religiosa. Más que a una necesidad, a todas luces inexistente, respondió al proyecto de ataque sistemático a la Iglesia fraguado por la mentalidad liberal de la generación del 80´, en su apogeo a la sazón del primer gobierno de Julio Argentino Roca [7]

A partir de las consideraciones previas, se comprende que el matrimonio legal se funda sobre una realidad de orden natural que lo precede y a la que debe respetar, conforme a los principios del derecho clásico, según los cuales el orden legal positivo no tiene otro fin que el de traducir y concretar en un determinado tiempo y lugar las exigencia de lo justo natural, vale decir, de lo que corresponde a la misma naturaleza de las cosas, dependiendo de ello su validez. En este caso, se trata de respetar la auténtica naturaleza del matrimonio en sí mismo, y no de adulterarla mediante la violencia que sobre ella ejercen las leyes injustas. La cuestión que se plantea, concretamente, es la de si una ley, como lo es la N° 23.515, cuya sanción parlamentaria supone la aprobación del divorcio vincular, contraría o no la objetiva realidad de la institución del matrimonio desde el punto de vista del derecho natural [8]. Mucho se ha escrito al respecto, y grandes han sido las controversias desatadas con ocasión de este debate, pero más de 25 años después de su positivización legal, la cuestión parece haber entrado en un cono de sombra, por no decir que parece definitivamente aceptada sin mayores problemas por la amplia mayoría de la población argentina. La creciente decadencia en materia de moral y buenas costumbres de nuestro pueblo, empero, nos llevan a preguntarnos si este acontecimiento trascendente no señala un hito en el marco de dicho proceso de corrupción. Trataremos de responder a semejante planteo, a pesar de la brevedad del espacio de que disponemos.

Matrimonio e indisolubilidad según la ley natural

Ante todo, es de saber que no existe identidad plena entre ley natural y derecho natural; es ésta una cuestión básica de introducción a la ciencia jurídica. En efecto, el concepto de ley natural es mucho más amplio y abarcativo que el más restringido de Derecho natural, al cual comprende, pues mientras el primero se refiere al conjunto de la entera vida moral del hombre, el segundo atañe sólo a aquello que hace a su vida social, vale decir, a sus relaciones de alteridad con sus semejantes. Así, pues, podemos definir al Derecho natural como la parte de la ley natural relativa a la conducta del hombre en cuanto ser social.

Sobre esta base, y sin perder por eso de vista la distinción neta entre derecho y moral, es preciso subrayar que el cometido del primero a propósito de esta dimensión social de la conducta humana, tanto en su realidad natural cuanto positiva, no se limita a constatarla para darle un cauce o reconocimiento legal, sea cual fuere su valor desde el punto de vista ético, sino que, dado su carácter intrínsecamente moral, tiene por lo mismo una función normativa, a saber: la realización de la justicia en su triple modalidad de legal (o general), conmutativa, y distributiva. 

Por lo que hace concretamente al matrimonio, ocupa éste un lugar de máxima relevancia en el contexto de la vida social, tanto en sí mismo cuanto por su ordenación a la procreación, y su consideración compete, en consecuencia, de un modo especial al derecho y a la ley [9]; sobre éste punto no parece haber discrepancias. El mismo Santo Tomás lo afirma claramente: “De entre todos los actos naturales, sólo la procreación se ordena hacia el bien común...; [porque] la procreación dice relación con la conservación de la especie. De ahí que, puesto que las leyes se instituyen para el bien común, es necesario que lo pertinente a la procreación, más que otra cosa, sea regulado con leyes. Las leyes deben proceder de la tendencia humana natural... Habiendo pues natural tendencia al matrimonio, es necesario ordenarla con leyes humanas” [10] … “En cuanto a las otras utilidades que se siguen del matrimonio, como la amistad y la ayuda mutua que se dispensan los cónyuges, [éste] tiene su institución en la ley civil” [11].

En los textos citados se observa una clara referencia a lo que son los fines del matrimonio, a saber: la procreación y (educación) de la prole, y el bien de los cónyuges, respectivamente. Serán justamente tales fines, constituidos en principios rectores de todo lo relativo a la doctrina iusnaturalista sobre el matrimonio, los directamente involucrados en la cuestión planteada en torno al divorcio y su validez.

“Para Santo Tomás la indisolubilidad es una propiedad esencial de todo matrimonio humano válido, ya en su dimensión puramente natural. <<Nada de lo que sobreviene al matrimonio puede disolverle... el vínculo conyugal subsiste entre los esposos mientras viven>> [12].”

“Nótese que el Santo Doctor no dice aquí que no convenga disolver el vínculo conyugal, o que ello sea éticamente ilícito, sino que por su propia naturaleza éste es imposible de disolver. En otras palabras, el matrimonio natural es de suyo perpetuo. Por lo tanto, en el caso de un divorcio -de hecho o por vía legal- todavía queda el vínculo del matrimonio.”

“(…) Pero, ¿en qué razón filosófica fundamenta Santo Tomás esta propiedad natural del matrimonio (exigible a cualquier ser humano desposado)? Podríamos resumir la amplísima argumentación filosófica del Doctor Communis en los siguientes términos:

Es connatural al matrimonio que entre el marido y la esposa se dé la máxima relación de amor humano (maxima amicitia); en una igualdad de proporción [13]. A tal unión le corresponde una ilimitación también temporal (dentro de los límites irrevocables de la condición humana natural, es decir, de la muerte). Además, sólo en este contexto humano, sin limitaciones y con la certeza del padre con respecto de sus hijos, resulta posible el cuidado y educación que ellos necesitan, por toda la vida [14].”

“Con todo, cabe señalar que el Doctor Angélico considera la indisolubilidad como precepto secundario de la ley natural y, como tal, eventualmente dispensable por autoridad divina.” [15]

Nos hemos permitido realizar esta extensa cita, por cuanto nos parece que sintetiza admirablemente la posición del derecho natural clásico sobre la materia. Por aquí se ve que la indisolubilidad es algo que se desprende de la misma naturaleza del matrimonio, constituyendo una de sus propiedades. Más precisamente, decimos que se trata de un precepto de derecho natural secundario, subordinado (y ordenado) a la consecución de sus fines propios y específicos. Ahora bien, en virtud de este mismo carácter secundario que se le atribuye, es que se admite eventualmente la posibilidad de dispensa, si bien compete la misma sólo al autor de la ley natural, que es Dios.

“La autoridad pública civil puede dispensar de aquellos preceptos secundarios de la ley natural que, en casos muy especiales, resulten contradictorios con el bien común civil. Sin embargo, sólo tiene potestad sobre aquellas materias humanas que de suyo dicen relación sólo con la vida cívica, es decir, aquellas que [caen] bajo la jurisdicción humana. Pues, en cuanto a esto, los hombres hacen las veces de Dios -autor de la ley natural-; sin embargo, no lo hacen en cuanto a todas las materias. La autoridad pública humana no tiene jurisdicción ni poder dispensacional en aquellas materias morales que competen, a la vez y antes, a dimensiones fundamentales de la vida personal; precisamente como en el matrimonio, y en otras de este tipo.” [16]

Desde luego, la enseñanza de Ia Iglesia ha transmitido en forma constante esta doctrina a través de los siglos [17], mas siempre ha procurado distinguir cuidadosamente la indisolubilidad que compete al matrimonio sacramental, de naturaleza teológica, de aquélla que le compete por derecho natural, inherente, por tanto, a todo matrimonio humano válido, que es lo que aquí está en juego.

Valoración ética de la ley de divorcio

Si bien la respuesta a la cuestión del divorcio vincular instituido por vía legal se desprende como una consecuencia lógica de toda la doctrina anteriormente expuesta, conviene decir algo más al respecto.

En primer lugar, dada la indisolubilidad natural del vínculo, no hay lugar a dudas acerca de la radical ineficacia de toda tentativa legal de violentar esta propiedad ínsita en la misma naturaleza del matrimonio humano. Así, pues, el vínculo permanece, supuesta su real existencia, allende cualquier tipo de sanción legal o resolución judicial en sentido contrario. Habría que plantearse, en cambio, hasta qué punto son realmente válidos desde el punto de vista natural los matrimonios legales celebrados bajo el nuevo régimen, que no exige de los contrayentes un consentimiento perpetuo e irrevocable, elemento constitutivo de todo verdadero matrimonio.

Por otra parte, cabe preguntarse: ¿en qué medida compete a la misión del Estado proteger la indisolubilidad del matrimonio natural de todo lo que la pueda poner en peligro? La respuesta es clara: en la medida en que ello hace al bien común político. Dice al respecto el Aquinate: “Puesto que es necesario encaminar en el hombre lo bueno a lo mejor, la unión del varón y la mujer no tan sólo debe estar ordenada por las leyes en lo que respecta a la procreación de los hijos, sino también en lo que conviene a las buenas costumbres determinadas por la recta razón... A esas buenas costumbres se encamina la unión indisoluble del marido y la mujer.
Pues así es más fiel el amor de uno hacia el otro (del marido y la mujer), al reconocerse unidos indisolublemente. También es más solícito el cuidado de las cosas domésticas al saberse perpetuamente juntos en posesión de ellas. Además, con ello se quita la causa de las discordias -que necesariamente se darían si el varón abandonase a su esposa- entre él y los familiares de ella; con lo cual se fortalece el amor entre los parientes. También se quitan las ocasiones de adulterio que se darían si el varón pudiese repudiar a la esposa o al revés, pues esto abriría un camino fácil de solicitar otros matrimonios.” [18] Al proteger, por tanto, la autoridad estatal la indisolubilidad que le es propia al matrimonio, no hace sino velar por lo que constituye el fin propio de su misión, a saber: el bien común. Una ley de divorcio, por el contrario, atenta contra la consecución de este fin primordial; y vale advertir que ello no es sino consecuencia de un quebrantamiento profundo del orden moral, cuyo reconocimiento debe hallarse en la base de toda actividad de índole socio-política [19]. El olvido de aquél acarrea, por lo demás, las fatales consecuencias que en nuestros días no es difícil observar, la principal de las cuales es la inestabilidad familiar generalizada, cuando no su franca disolución.

En segundo lugar, surge una cuestión más delicada, que es la de si no sería legítimo, sin arribar necesariamente a la sanción de una ley propiamente tal que posibilite el divorcio vincular, reconocer algunos efectos civiles a las separaciones de hecho (en materia patrimonial, por ej.), del mismo modo que se pueden reconocer efectos civiles al matrimonio natural o religioso sin que sea necesario para ello una institución específica de matrimonio civil. Una medida tal, por otra parte, vendría exigida por la urgencia que postulan ciertos casos particularmente difíciles, que no parecen admitir otra solución viable más que la de una separación reconocida por la ley, al menos en lo que hace a determinados efectos civiles [20].

El principio que aquí rige, podríamos decir, es el de la causa de doble efecto; o más simplemente, si se quiere, el de la tolerancia del mal menor. En efecto, una ley de divorcio, como ya se ha visto, es de suyo éticamente ilícita; no obstante lo cual, cabría la posibilidad de no prohibir (o tolerar) la disolución de los aspectos conyugales civiles, a los efectos de evitar un mal mayor. Desde ya que se imponen a este respecto una serie de factores que deben ser tenidos en cuenta, como la proporción entre el mal que se permite y el que se quiere evitar, etc.: sólo así cabe hablar de “causa de doble efecto”, o de “efecto no querido”, esto es, cuando se procede bajo el presupuesto de que lo que se permite es objetivamente un mal, que de ningún modo puede ser buscado por sí mismo. 

Conclusión

Un análisis de la realidad del matrimonio y su indisolubilidad, así como de la institución del divorcio, basado en el derecho natural, es preciso advertirlo, no equivale ni mucho menos a un estudio de su evolución histórica en los distintos pueblos. En efecto, si bien la presencia de ciertos rasgos comunes en las diversas culturas a este respecto nos permite sostener la afirmación de que evidentemente se trata de algo fundado en aquello en lo cual comunican todos los seres humanos, a saber, en su naturaleza específica racional, no por eso nuestra perspectiva se limita a la mera constatación de puros datos históricos; los cuales nos ofrecen, por lo demás, notables divergencias junto a aquellas coincidencias fundamentales. Un ejemplo típico en la materia es el del derecho romano, que, a pesar de su constante referencia a lo justo objetivo y de su mentalidad ajena a cualquier género de positivismo, reconoció la institución del divorcio, e incluso otorgó para su aplicación una relativa facilidad. Con todo, la resolución de cuestión tan ardua exige trascender el dato puramente histórico (contingente, por lo tanto), por relevante que éste sea, para “leer dentro” (intus-legere) de la realidad con mirada verdaderamente metafísica. Esto es lo que ha hecho Santo Tomás de Aquino, llevando a cabo una verdadera filosofía del ser; una filosofía de la realidad, en definitiva, tal como ésta nos es dada, también en lo que se refiere al desarrollo de relaciones humanas auténticas, y entre ellas, la del matrimonio, cimiento de la familia y la sociedad.


Notas

[1] Es de saber que existe el proyecto, por iniciativa del diputado porteño kirchnerista (candidato a senador) Juan Cabandié, de retirar su ilustre nombre a una escuela que lo lleva, a saber, la escuela N° 14, ubicada en la calle Felipe Vallese 835, y a una plazoleta delimitada por las calles Enrique Martínez, Virrey Avilés y Elcano.

[2] Así relata el episodio el escritor argentino Juan Luis Gallardo: “Según el orden fijado en la lista de oradores, le corresponde hablar al joven diputado por Tucumán, Ernesto Padilla. Ha formado parte de la comisión que trató el proyecto, sin destacarse en ella. Y, aunque culminara los estudios de abogacía con medalla de oro, hasta el momento sus intervenciones parlamentarias no han llamado la atención. Inicia sus palabras rodeado por la tolerante condescendencia de sus colegas. Pronto, sin embargo se registra un cambio en el ambiente del recinto. La condescendencia tolerante es reemplazada por una atención en aumento. La atención por un interés creciente. El interés deja finalmente paso a un entusiasmo incontenible. Padilla ataca el proyecto con elegancia y erudición. Sin herir a sus contradictores, hace una apología de la tradición católica del país. Lleno de convicción, señala que atentar contra ella significa, entre otras cosas, una actitud antipatriótica. Los diputados de uno y otro bando lo escuchan arrebatados. Y, al concluir Padilla su discurso, estalla una ovación en la Cámara, tributada por todos los presentes al joven orador.” (JUAN LUIS GALLARDO, Crónica de cinco siglos, Ed. Vórtice, Buenos Aires, Argentina 2007, pp. 184-185).

[3] Adviértase que no fue derogado, sino sólo suspendido, tal como lo afirma el art. 1 del correspondiente decreto: “Declárase en suspenso, hasta tanto se adopte sanción definitiva sobre el problema del divorcio, la disposición del artículo 31 de la ley 14.394 en cuanto habilita para contraer nuevo matrimonio a las personas divorciadas a que el texto se refiere”. No obstante, es preciso señalar que fue el mismo gobierno militar el que ratificó gran parte del cuerpo del Tratado de Montevideo de 1940, a través del Decreto-Ley 7771/56 del 18 de junio de 1956, lo que posibilitó el reconocimiento en nuestro país de las sentencias de divorcio de los otros países signatarios del mismo. Como consecuencia de dicha ratificación, no era raro que muchos fueran a divorciarse y casar en segundas o ulteriores nupcias en Uruguay, por ej., o en México.

[4] Nos parece oportuno subrayar que resulta por demás curioso que dicha sanción se haya alcanzado a través de la declaración de inconstitucionalidad de un artículo legal pacíficamente aceptado durante casi cien años, como lo fue el N° 64 de la ley 2393. Cuestión aparte sería la de confrontar directamente ambos textos para comprobar si efectivamente lo era, lo cual parece asaz dudoso.

[5] Originalmente la palabra “divorcio” significó “separación”, conforme a su etimología, del latín “divortium”. De hecho, ésta era la primera acepción según la RAE (hoy ya no lo sería más), y el sentido en que lo utilizó Vélez Sarsfield.

[6] Entendemos aquí por “matrimonio religioso” el matrimonio eclesiástico, vale decir, el matrimonio católico, el único al cual reconocemos verdadera naturaleza sacramental y eficacia sobrenatural, como institución propia de la religión revelada.

[7] Es de notar que nuestro codificador, Dalmasio Vélez Sarsfield, pese a ocuparse con profusión del régimen de matrimonio y familia en su Código Civil, se negó a incluir en su proyecto la institución del matrimonio civil como tal, sobre la base del fallido intento llevado a cabo en la provincia de Santa Fe el año 1867, el cual provocó la inmediata reacción de la población lugareña, otorgando en cambio validez para dicho fuero al matrimonio eclesiástico o religioso, y limitándose a legislar prudentemente sobre ciertos efectos civiles del mismo. A este respecto, resulta muy ilustrativo confrontar las notas del codificador al comienzo de la Sección Segunda del Libro Primero de su obra.

[8] Hemos dejado ya deliberadamente de lado la consideración del matrimonio religioso o sacramental, pero no deben minimizarse las consecuencias del reconocimiento de la disolubilidad legal y la indisolubilidad sobrenatural, simultáneamente, de una misma realidad común, a saber, la unión entre un hombre y una mujer concretos y determinados. En efecto, de aceptarse ello, quedaría de hecho gravemente comprometida la continuidad entre el orden natural (al cual pertenece el matrimonio legal) y el sobrenatural, que se transformaría, por el contrario, en franca contradicción.

[9] Decir que la legislación debe ocuparse de elaborar un necesario régimen relativo al matrimonio y a la familia no equivale a afirmar la necesidad de la institución de un matrimonio civil stricto sensu, distinto del natural, sino simplemente que se deben acordar a esta realidad básica efectos civiles, tanto en el campo patrimonial cuanto extrapatrimonial (cfr. nota 2).

[10] “Inter naturales actus sola generatio ad bonum commune ordinatur: nam (…) generatio vero ad conservationem speciei. Unde, cum lex instituatur ad bonum commune, ea quae pertinent ad generationem, prae aliis oportet legibus ordinari et divinis et humanis. Leges autem positae oportet quod ex naturali instinctu procedant (...) Cum igitur instinctus naturalis sit in specie humana ad hoc quod coniunctio maris et feminae sit individual (…) oportuit hoc lege humana ordinatum esse.” (Cont. Gent. III, cap.123, n.7)

[11] “Quantum autem ad alias utilitates quae ex matrimonio consequuntur, sicut est amicitia et mutuum obsequium sibi a conjugibus impensum, habet institutionem in lege civili.” (Sent. IV, dist.26, q.2, a.2)

[12] “Nihil adveniens supra matrimonium potest ipsum dissolvere (…) manet enim, ut dicit Augustinus, inter viventes conjugale vinculum.” (Sent. IV, dist.35, q.1, a.5)

[13] Cfr. Sent. IV, dist.32, q.1, a.3
 
[14] Cont. Gent. III, cap.123, nn.1-6; Sent. IV, dist.33, q.2, a.1.

[15] Mauricio Echeverría, ¿Es ética la ley de divorcio? (VER).

[16] Ibid.

[17] “El divorcio es una ofensa grave a la ley natural... El hecho de contraer una nueva unión, aunque reconocida por la ley civil, aumenta la gravedad de la ruptura: el cónyuge casado de nuevo se halla entonces en situación de adulterio público y permanente” (Catecismo de la Iglesia Católica, n.2384). “Deseo atraer hoy vuestra atención hacia la plaga del divorcio, por desgracia tan difundida. Aunque en muchos casos está legalizada, no deja de constituir una de las grandes derrotas de la civilización humana” (Juan Pablo II, Meditación del Angelus, 10 de julio de 1994). Ya el beato Pío IX incluía entre las proposiciones condenadas en el Syllabus la siguiente: El vínculo matrimonial no es indisoluble por derecho natural, y en determinados casos puede sancionar la autoridad civil el divorcio propiamente dicho (prop. 67).

[18] “Quia vero necesse est ad id quod est optimum in homine, alia omnia ordinari, coniunctio maris et feminae non solum sic ordinata est legibus secundum quod ad prolem generandam pertinet..., sed etiam secundum quod convenit ad bonos mores, quos ratio recta disponit.... Ad quos quidem bonos mores pertinet individua coniunctio maris et feminae. Sic enim erit fidelior amor unius ad alterum, dum cognoscunt se indivisibiliter coniunctos. Erit etiam utrique sollicitior cura in rebus domesticis, dum se perpetuo commansuros in earundem rerum possessione existimant. Subtrahuntur etiam ex hoc discordiarum origines, quas oporteret accidere, si vir uxorem dimitteret, inter eum et propinquos uxoris: et fit firmior inter affines dilectio. Tolluntur etiam adulteriorum occasiones, quae darentur si vir uxorem dimittere posset, aut e converso: per hoc enim daretur via facilior sollicitandi matrimonia aliena.” (Cont. Gent. III, cap.123, n.8.)

[19] “La razón humana ha de partir de los preceptos de la ley natural [moral]... para llegar a sentar disposiciones más particularizadas... que reciben el nombre de leyes humanas” (S. Th. I-II, q. 91, a. 3). “De ahí que toda ley positiva humana no será ley sino en la medida en que derive de la ley natural. Si en algún punto ella no se ajusta a la ley natural, ya no es más ley, sino corrupción de la ley.” (Ibid., q. 95, a. 2).

[20] Como se ve, aquí no está cuestionada la indisolubilidad del vínculo, que permanecería intangible, sino tan sólo la conveniencia de la continuidad de la vida conyugal. No es necesario aclarar que aún la cuestión de la separación es de suyo delicada y problemática, mereciendo un tratamiento aparte en orden a su regulación, a los efectos de perseguir por medio de ella no sólo la “tranquilidad” de los cónyuges, sino también su verdadero bien y el de todo el grupo familiar, lo cual incluye insoslayablemente proponerse como meta ideal la recomposición del mismo.

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