25/5/13

1810 - 25 DE MAYO - 2013

Cornelio Saavedra, fiel exponente del Mayo Hispano Católico

Misa por la Patria, sermón pronunciado por el Padre Alberto Ignacio Ezcurra en el Seminario de Paraná, el 25 de mayo de 1981.

El amor cristiano de la Patria

En la Misa del día de hoy rezamos, aparte de la oración habitual en este último tiempo, por la salud del Papa y nuestros Obispos y pedimos también por la Patria en uno de sus días de fiesta. Siempre me toca a mí la Misa en estos días patrios, lo cual tiene algunos inconvenientes. Primero, que no voy a inventar cosas nuevas todos los años para decir. No son tantas ni tan variadas. Lo cual no sería inconveniente del todo, porque precisamente nuestra misión tiende a fijar algunos conceptos fundamentales. En segundo lugar, el hecho de amar a la Patria y de amarla incluso con cierta intensidad, es algo de lo cual no me avergüenzo, nunca lo he hecho. Pero tiene el inconveniente en nuestro tiempo de que en ciertos ambientes católicos el patriotismo carece de buena prensa, o buen concepto, por algunas confusiones que será conveniente aclarar.

Tal vez porque un amor tibio y demasiado desencarnado siente como una exageración el amor de la Patria cuando es fuerte y concreto. Y además, por una mala interpretación de lo que es la «oecumene católica», es decir el universalismo católico. Que no es lo mismo que un internacionalismo de tipo apátrida, de tipo anárquico o de cualquier otro tipo.

No es lo mismo lo universal que lo internacional, sobre todo cuando lo internacional quiere ser la negación de las naciones como realidades diferenciadas.

El amar a la sociedad en la cual vivimos, el tener un sentido del servicio del Bien Común o de la comunidad, no llega a diluir el amor de las sociedades menores: el amor legítimo de la familia o el amor legítimo de las personas. Al contrario, una sociedad en la cual se diluyeran las familias o se diluyeran los individuos, sería el colectivismo, sería un totalitarismo insoportable que habría que rechazar.

Lo mismo el amor cristiano de la humanidad, no niega de ninguna manera que esa humanidad es una humanidad diferenciada: diferenciada en patrias, diferenciada en razas, lenguas, costumbres y en naciones. Y que en realidad a la humanidad solamente se la puede amar a través de la mediación de la sociedad concreta a la cual pertenecemos, de esta tierra concreta a la cual pertenecemos y en la cual hemos nacido, a la cual llamamos nuestra Patria.

Si eso no lo tenemos en cuenta, el amor de la humanidad se diluye en un amor vago que por ser demasiado universal, no es en realidad amor de nada ni amor de nadie. Es esa frase que alguna vez me habrán escuchado y que no recuerdo quién la dijo, pero decía que «mientras más amo a la humanidad amo menos a los hombres en concreto». Porque mi amor se diluye en las fronteras lejanas, en las fronteras infinitas de una humanidad que es una abstracción.

La humanidad concreta es un conjunto de patrias diversas y esto incluso en el amor cristiano de la Patria. Porque la Gracia supone la naturaleza, y el amor de Caridad cristiano no niega el amor de estas realidades que están tan cerca de nuestro corazón como realidades humanas. No las destruye, las sublima.

Por eso es un error cuando en los ambientes católicos se habla solamente del amor a la Patria para prevenir contra sus exageraciones: el peligro de un nacionalismo exagerado, el peligro del «chauvinismo», el peligro de llegar a través del amor de Patria a odiar a los demás. Todo eso es cierto, pero a veces se acentúa solamente ese peligro y no los aspectos positivos, los aspectos reales de este amor de Patria que es para nosotros una obligación de virtud cristiana.

O se afirma el universalismo en frases como aquella de San Pablo: «Ya no hay judíos ni griegos...». ¡Guarda! Eso se refiere a un plano de orden distinto, interior. En primer lugar en Cristo, no hay judío ni griego; en segundo lugar, dentro de la misma frase San Pablo dice «ya no hay varón ni mujer» y ciertamente Cristo no quiso establecer un «unisex», no quiso borrar esas diferencias naturales, esas diferencias que el mismo Dios ha puesto en la naturaleza de las cosas.

Es una obligación cristiana; pertenece en primer lugar el amor de Patria a la virtud de la Piedad, que es aquella por la cual amamos a los padres, amamos a los antepasados, amamos a la Patria. Esa virtud que nos lleva a amar el pasado y las raíces puestas en la tierra y que nos lleva a comprender que los frutos del árbol se dan abundantes en el aire, o que las flores surgen hermosas porque las raíces están clavadas en profundidad en la tierra.

Sin las raíces hundidas en la tierra no hay frutos, sin las raíces hundidas en el pasado, en la familia, en la Patria, no hay fruto, no hay porvenir; no se hace el porvenir con las rupturas, no se hace el porvenir con la negación del pasado. No podemos renegar de aquello que hemos recibido en la familia y en la Patria; no podemos renegar de nuestra herencia biológica, de nuestro idioma, de nuestra cultura, de todo aquello que hemos recibido. Es mucho más lo que recibimos en el pasado que lo que hemos hecho nosotros de nosotros mismos; mucho más lo que recibimos por la herencia, mucho más lo que recibimos por la educación, mucho más lo que recibimos por el ejemplo, mucho más lo que recibimos por la alimentación, tanto física como espiritual. Y entonces hacia eso: una gratitud, hacia los padres y hacia la Patria que es etimológicamente «tierra de los Padres». No sólo la tierra, sino aquellas comunidades de hombres, que han poblado esta tierra y que han hecho una Patria.

Que la han hecho en las luchas de la Conquista, que la han hecho en las guerras de la Independencia, que la han hecho en el trabajo silencioso y callado de cada día.

Es una herencia de la cual somos responsables. La Piedad es una virtud cristiana que nos hace mirar hacia el pasado; pero esa herencia de la cual somos responsables es algo que tenemos también que transmitir hacia el futuro. La Patria no es un continuo simultáneo, como la extensión, sino que es un continuo sucesivo, como el tiempo. Es algo que se da en el tiempo.

La Patria no somos solamente los que hoy la habitamos en el territorio. La Patria, decía el poeta, son los hombres y los muertos, y yo agregaría: y son también aquellos que van a venir. Por eso no somos dueños, no podemos jugar, no tenemos derecho a traicionar ni a arruinar el destino de esta Patria concreta.

Es una herencia que hemos recibido y que tenemos que transmitirla hacia el futuro. La virtud de la Piedad es aquella que nos hace amar y respetar a aquellos de quienes hemos recibido la herencia, pero la virtud de la Justicia, sobre todo entendida como Justicia legal, que nos hace mirar hacia la promoción y hacia la defensa del Bien Común de la sociedad en que vivimos, es algo que nos hace mirar hacia el futuro y nos señala que esa herencia que recibimos somos responsables de conservarla, de aumentarla, de mejorarla y de que se transmita a nuestros descendientes. Virtud de la Piedad que mira al pasado, virtud de la Justicia que mira hacia el futuro, hacia el Bien Común de la Patria y de la sociedad en la cual vivimos y que junta la caridad política o la preocupación por el futuro de esta comunidad, y estas dos virtudes en el cristiano, no pueden limitarse solamente a ser un amor natural.

Hay un amor natural de la Patria como hay un amor natural del hombre, que es la filantropía y que nos lleva por motivos humanos a preocuparnos de los demás, del dolor, de la alegría de los demás, a sentir la compasión por los otros. Pero la filantropía no es la Caridad. El amor natural de la Patria no es todavía la Caridad.

Pero en el cristiano, como lo señala el Cardenal Mercier, ese amor tiene que estar informado por la Caridad, que no solamente lo sana y lo purifica, sino que lo eleva a un plano superior, a un plano más alto.

Y esto sí muchas veces lo hemos señalado, incluso en este amor de la Patria como comunidad concreta en la cual nos toca vivir, es el punto exacto donde se coagula ese amor de Caridad para no quedarse limitado en las estrechas fronteras del egoísmo de mi familia, de mi pueblo, de mis alrededores, en el localismo, el provincialismo, ni tampoco perderse en las fronteras vagas y difuminadas de ese universalismo que es el amor de una abstracción. Es el punto exacto de coagulación por el cual se trascienden los egoísmos locales. Es curioso que cuando se rechaza el patriotismo o el sentido de Patria, se cae en los localismos, se cae en los separatismos que hoy dividen al mundo, se cae en los localismos o en las competencias o en las rivalidades de clases o de intereses de sector, o localismos provinciales o localismos zonales o localismos de pueblo.

A veces en los ambientes católicos se rechaza ese patriotismo como una exageración y después se hace, pongámosle, provincialismo o diocesanismo, como si la comunidad a la cual pertenezco fuera la más importante.

O se exalta, como lo hacía el Tercermundismo, la solidaridad maravillosa de los proletarios en lucha, sin darse cuenta de que esa lucha de clases era la ruptura de una solidaridad anterior y de una solidaridad superior, por encima de los sectores que componen una nación.

Es una obligación entonces de piedad y de justicia que en el cristiano tienen que estar purificadas e informadas por la Caridad, que es la que pone todas las otras virtudes al servicio de Dios. Y es parte de nuestra vocación cristiana este amor de Patria.

Nuestra vocación patriótica

No hemos nacido aquí por casualidad. Si Dios quiso, para Dios es su Plan infinito; todo es Providencia y todo está previsto, si Dios quiso que yo naciera en este lugar del mundo, en este rincón del mundo, en este rincón del hemisferio sur; si Dios quiso que yo naciera en este tiempo y no en otro tiempo, o en este siglo y no en otro siglo, o en esta parte del siglo y no en la otra, todo ello no es casualidad. Dios, que se preocupa hasta de los mínimos detalles de mi existencia, no me arrojó al mundo como quien tira por casualidad una pelota para ver adonde va a caer, sino que en la Providencia de Dios estuvo el que yo naciera y que yo me hiciera presente en el mundo en medio de estas determinadas coordenadas espacio-temporales que me ubican en este siglo, que me ubican en este lugar del mundo que se llama República Argentina.

Eso también está dentro del Plan de Dios y al estar dentro del Plan de Dios, eso también marca mi vocación, esto también marca mi misión, eso también marca aquello que la Providencia de Dios tiene pensado sobre mí, no es indiferente el que Dios me haya puesto en un lugar o en otro, porque eso de alguna manera me condiciona, de alguna manera me forma. Los que hablan de universalismo, dice por ahí el Padre Castellani, dicen: «Mi Patria es el mundo», pero si uno los trasladara a la China o al Congo, que también son parte del mundo, al poco tiempo llorarían de emoción si sienten hablar a alguien castellano o cuando sienten que alguien toca, qué sé yo, un tango, una zamba, o pongámosle, una chamarrita. Mi Patria es el mundo, pero en la otra punta del mundo extrañarían ciertamente este pedazo, este terruño, aquello donde han nacido.

Porque uno, aún cuando racionalmente quisiera renegar de su Patria, no puede renegar de su herencia, no puede renegar de su sangre, de su lengua, de la tierra en que ha nacido, no puede renegar de sus padres, no puede renegar de aquello que lo constituye física y espiritualmente y que le penetra hasta por el aire que respira. Es amarla entonces, sí, con un amor cristiano, que no supone exclusiones, que no supone un amor cerrado, que no niega sino que al contrario, es mediador, único mediador terreno para ese amor universal.

Un amor crítico

Y ese amor, como alguna vez lo hemos señalado también, tiene también dos aspectos: por una parte, ese amor es amor de complacencia; y el amor de complacencia es el amor más sensible dela Patria y el que mira sobre todo a su pasado. La emoción que uno puede sentir en el folklore, en la historia, en las tradiciones de la Patria, en aquello que es típico o propio de nuestro terruño o de nuestro pueblo; la emoción que uno puede sentir cuando contempla un paisaje, sobre todo cuando contempla un paisaje que le es querido por muchos motivos. Y todo aquello que hace para nosotros el contorno físico o el contorno humano sensible de nuestra Patria. Todo esto es el amor sensible.

Pero luego hay otro amor, y es ese amor que mira hacia el futuro. Existe ese amor que mira a la Patria no solamente como la tierra sino como la comunidad de hombres que viven en esta tierra y que teniendo una herencia común en el pasado, en la historia, en la religión, en la cultura, en la raza, tiene un destino común de Patria. Que es así mirando el futuro como una unidad de destino que la diferencia en medio del conjunto de la universalidad de las naciones.

Una unidad de destino en lo universal. Entonces, en mirarla como empresa, en mirarla como algo que tenemos que construir, en mirarla como algo que entra de una manera o de otra en nuestra misión de cristianos.

Y este amor, que mira a la Patria en su presente o en su futuro, no es tanto un amor sensible como aquél que se complace en el folklore o en el terruño, sino que es un amor crítico. Es un amor a veces dolorido. Lo expresa este dolor el Padre Castellani cuando dice: «De las ruinas de este país que llevo edificado sobre mis espaldas, cada minuto me cae un ladrillo al corazón. Y ¡ay de mí! Dios me ha hecho el órgano sensible de todas las vergüenzas de mi Patria y en particular de cada alma que se desmorona». Esto nos muestra hasta qué punto ese amor, sin dejar de ser sensible, puede ser un amor crítico.

O sea, amar la Patria no es solamente complacerse sino condolerse en esta realidad de la Patria, donde hay tanta miseria, donde hay tanta corrupción, tanta cobardía, donde hay tanta estupidez, tanta traición, tanta injusticia.

Es un amor crítico. Es como el amor del que ama al enfermo para llevarlo a curar, o el amor del que ama al pecador para enderezarlo en el camino.

Hay muchas cosas que enderezar, y no me voy a extender en esto, pero que sobre esto se dirija nuestra oración.

Años atrás yo recuerdo que llamaba en alguna de estas ocasiones a rezar porque nuestra Patria estaba en guerra y era verdad. O sea una guerra dividía a los argentinos; una guerra que hubo que combatirla; habrá habido en ella excesos o lo que se quiera, pero fue necesaria.

Lo tremendo es que la conclusión de esa guerra ha llevado en nuestra Patria a un orden formal, a un orden externo, es cierto, se puede caminar por la calle sin temor a que le explote una bomba por los pies, o que le tiren un tiro por la espalda. Sin embargo ese orden es solamente externo, formal. La subversión no se termina cuando dejan de explotar bombas o de haber asaltos, crímenes o asesinatos. La subversión es algo más profundo que el desorden exterior. La subversión es algo más profundo que aquello que atenta contra el orden establecido.

La subversión es aquello que va en contra del Orden Natural de la sociedad y del orden querido por Dios para la sociedad. Todo lo que va en contra de eso es subversivo.

Es subversiva la pornografía, es subversiva la injusticia, es subversivo el que en este momento funcionen bien económicamente los que viven del dinero que produce dinero, es decir de la usura, y que sobre la espalda del que trabaja, pensemos solamente en el trabajo del campo, por ejemplo, se pongan pesos insoportables. Es subversiva la estupidez de los medios de comunicación. Es subversiva la escuela que sigue siendo escuela sin Dios. Todas esas cosas son subversivas, responden a la subversión profunda. Y eso no se ha arreglado, eso no se ha solucionado.

La ceguera o la estupidez liberal cree que la paz se ha establecido cuando hay una paz exterior, cuando hay una paz formal. Y sería lamentable, verdaderamente lamentable, que tanta sangre que se derramó en la lucha entre argentinos, que esa sangre fuera inútil. Que esa sangre fuera no la semilla de una paz verdadera, sino simplemente sangre que inútilmente ha caído y se ha mezclado en la tierra, la de un lado y la de otro.

Por eso tenemos que rezar al Señor para que nuestra Patria recuerde que nació cristiana, y que recuerde que fue hecha con la Cruz de los misioneros al mismo tiempo que con la espada de los conquistadores. Que los ejércitos que nos dieron Patria levantaron la Bandera con los colores del Manto de la Virgen Inmaculada.Que nuestra Patria nació cristiana y que si nuestra Patria quiere la paz, no una paz mentirosa y exterior, sino la única paz verdadera, aquella que es como decía San Agustín: «la tranquilidad del orden», y no de cualquier orden, sino del Orden que se funda en la Verdad y que se funda en la Justicia, nuestra Patria tiene que volver sus ojos hacia sus orígenes cristianos y pedir de la Virgen Nuestra Madre, nuestra Protectora, nuestra Patrona, y de Cristo, aquella paz que solamente Cristo puede dar y que nace de la conversión de los hombres y de los corazones en los cuales por la Gracia reina la paz con Dios y por la paz y el amor de Dios, reina también, surgiendo de allí, como desde su fuente, la paz y el amor por los hermanos.

Fuente: P. Alberto Ignacio Ezcurra, “Sermones Patrióticos”.

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