7/12/12

SED ANTORCHAS DE FUEGO


El Príncipe de los Apóstoles Nos confió los "corderos" y las "ovejas", esto es, toda la grey de Dios doquier que more en el mundo, para apacentarla y regirla, y, por ello, Nos respondimos a su dulce llamamiento de amor, tan conscientes de Nuestra humildad como confiados en su potentísimo auxilio; y desde aquel mismo momento siempre tuvimos ante Nuestro pensamiento la grandeza, hermosura y gravedad de las Misiones católicas; por lo cual nunca dejamos de consagrarles Nuestra máxima preocupación y cuidado. Al cumplirse el primer aniversario de Nuestra Coronación, en la Homilía, señalamos como uno de los más gozosos acontecimientos de Nuestro Pontificado el día aquél, cuando, el 11 de octubre, se reunieron en la sacrosanta Basílica Vaticana más de cuatrocientos misioneros, para recibir de Nuestras manos el Crucifijo antes de dirigirse a las más lejanas tierras a fin de iluminarlas con la luz de la fe cristiana.
Y ciertamente que, en sus arcanos y amables designios, la Providencia Divina ya desde los primeros tiempos de Nuestro ministerio sacerdotal lo quiso enderezar al campo misional. Porque, apenas terminada la primera guerra mundial, Nuestro predecesor, de v. m., Benedicto XV Nos llamó desde Nuestra nativa Diócesis a Roma, para colaborar en la "Obra de la Propagación de la Fe", a la que de buen grado consagramos cuatro muy felices años de Nuestra vida sacerdotal. Todavía recordamos gratamente la memorable Pentecostés del año 1922, cuando tuvimos la alegría de participar aquí, en Roma, en la celebración del tercer centenario de la Fundación de la Sagrada Congregación "de Propaganda Fide", que precisamente tiene cual propio cometido el de hacer que la verdad y la gracia del Evangelio brillen hasta los últimos confines de la tierra.
Años aquéllos, en los que también Nuestro Predecesor, de v. m., Pío XI, Nos animó con su ejemplo y con su palabra en el apostolado misional. Y, en vísperas del Cónclave, en el que había de resultar elegido Sumo Pontífice, pudimos escuchar de sus propios labios que nada mayor podría esperarse de un Vicario de Cristo, quienquiera fuese el Elegido, que cuanto en este doble ideal se contiene: irradiación extraordinaria de la doctrina evangélica por todo el mundo; procurar y consolidar entre todos los pueblos una paz verdadera.

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