24/1/15

EN EL CAMINO A DAMASCO


La liturgia y la memoria de la Iglesia acostumbran asociar en sus celebraciones las figuras egregias de los apóstoles Pedro y Pablo. El caso de la fiesta del día, en este sentido, es bastante peculiar, como peculiar es el hecho que conmemora, toda vez que se trata de un acontecimiento que, pese a su trascendencia única para la historia de la Iglesia, reviste asimismo un carácter íntimo y personal.

El relato de la conversión de San Pablo, el “Apóstol de las Gentes”, o más simplemente el “Apóstol”, es de sobra conocido. Se lo puede encontrar tanto en el capítulo 9 como en el 22 del libro de los Hechos de los Apóstoles; en el segundo caso es el mismo Pablo quien narra su versión de lo acaecido, como protagonista que fue del suceso en cuestión. Tanto en una como en otra variante del relato, sin embargo, queda claro que se trata de algo verdaderamente extraordinario, como lo atestigua el desarrollo posterior de los acontecimientos, que muestran al feroz perseguidor de cristianos convertido pronto en el más ferviente de ellos.

Por clara que pueda resultar la narración de los Hechos, con todo, el texto que quizá ilustra más profundamente la naturaleza del fenómeno en cuestión es aquel otro en que el mismo Apóstol revela, en un lenguaje ardiente y conmovedor, el tenor espiritual de la transformación en él obrada. Lo encontramos en el capítulo 3 de la Carta a los Filipenses, a quienes Pablo dice sin ambages: “Si alguno piensa que tiene de qué confiar en la carne, yo más: circuncidado al octavo día, del linaje de Israel, de la tribu de Benjamín, hebreo de hebreos; en cuanto a la ley, fariseo; en cuanto a celo, perseguidor de la iglesia; en cuanto a la justicia que es en la ley, irreprensible. Pero cuantas cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo. Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo, y ser hallado en él, no teniendo mi propia justicia, que es por la ley, sino la que es por la fe de Cristo, la justicia que es de Dios por la fe” (vv.4-9).

La experiencia cotidiana no nos brinda ejemplos muy frecuentes de conversiones tan radicales y repentinas, si bien ha sido muy numeroso el conjunto de las mismas a lo largo de toda la historia de la Iglesia. La esencia de la conversión, sin embargo, se halla exactamente reflejada en las palabras del Apóstol, sin perjuicio de las distintas formas en que la acción de la gracia se manifiesta, de ordinario más gradual y silenciosamente.

Si bien no está dirigido a ilustrar el caso particular de San Pablo, un texto del Papa emérito Benedicto XVI puede ayudarnos a profundizar en la comprensión del asunto, además de a extraer aplicaciones prácticas para la realidad de nuestra vida: “Hemos creído en el amor de Dios:”, dice el Pontífice, citando al apóstol San Juan (cf. I Jn. 4, 16), “así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva (…) La fe cristiana, poniendo el amor en el centro, ha asumido lo que era el núcleo de la fe de Israel, dándole al mismo tiempo una nueva profundidad y amplitud” (Deus Caritas est, n. 1).

La alusión final a la “fe de Israel” nos hace pensar, como es justo hacerlo, que la conversión del Apóstol no supuso sino un alcanzar la plenitud de la religión revelada. Por lo demás, así es como él siempre lo entendió, vale decir, como una exigencia de fidelidad al Único Dios que se reveló a sus padres, si bien ello supuso una auténtica ruptura con el Israel “según la carne”; de ahí que hablemos de “conversión”, que muchos han querido negar basados en sofismas de inspiración “interreligiosa”.

En la cercanía de la Cuaresma, que el ejemplo de la gracia que obró en Saulo de Tarso, haciendo de él el glorioso apóstol San Pablo, nos mueva a dejarnos transformar y moldear interiormente por la acción vivificadora del Espíritu Santo.

7/1/15

LO QUE NOS RECUERDAN LOS HECHOS DE PARÍS


El triste suceso acaecido el día de la fecha en la ciudad de París, pone nuevamente sobre el tapete el muy complejo tema de las relaciones entre Occidente y el Islam. Está claro que nos referimos al ataque perpetrado por creyentes musulmanes contra la redacción de la publicación Charlie Hebdo, que acabó con el lamentable saldo de 12 muertos y otros tantos heridos. Lo que el presidente galo Francois Hollande no vaciló en calificar como “atentado”, se había anunciado como amenaza en numerosas ocasiones, a raíz de una serie de caricaturas satíricas relativas a Mahoma y al Islam, aparecidas sucesivamente en la revista durante los últimos meses, y que terminaron por desatar la represalia con las consecuencias tan trágicas que hoy se pueden observar.

La primera y más inmediata conclusión que sugiere el episodio tiene que ver con la patente dificultad que engendra, para una sociedad que se autodefine como diversa y pluralista, la convivencia en su seno con una comunidad de las características del Islam, esencialmente dogmática y excluyente, lanzada ahora a la conquista progresiva del continente europeo, cuyos índices demográficos de población musulmana son cada vez más altos. De ahí que, por bien intencionadas que sean las tentativas de diálogo interreligioso, la realidad es que no parecen ser fructíferas, en orden a alcanzar un modus vivendi que garantice un mínimo de paz social, entendida esta como ausencia de conflictos civiles.

Ahora bien, es preciso ir más a fondo en la comprensión de la problemática de marras, y para ello hay que detenerse en la consideración del actual estado de la sociedad occidental, que ya no es posible seguir denominando con el nombre de “Cristiandad”. Lo que llamamos “Occidente”, en efecto, no es más que el residuo, la triste versión secularizada de lo que en algún momento fue conocido con aquel título glorioso, mal que les pese a los hijos de la Revolución.

Entre las declaraciones a los medios de prensa que se hicieron públicas durante la jornada, nos ha llamado especialmente la atención una de ellas, por cuanto refleja lo que precisamente queremos señalar. El personaje en cuestión, haciendo profesión de ateísmo, afirmaba que en Francia la religión era vista simplemente como una “filosofía”, una “idea”, y que por ello se podía hacer de Mahoma una caricatura como se podía hacerla “de Carlos Marx” (sic); en definitiva, Mahoma era un personaje sagrado, pero solo para los musulmanes…

No seremos nosotros, ciertamente, los encargados de reivindicar la figura del Profeta, pero sí creemos que los dislates proferidos por este tipo de pseudo-intelectualidad son dignos de atención, en la medida en que permiten comenzar a entender el fenómeno de la avasalladora expansión musulmana en Europa, que no parece encontrar nada mejor que ofrecer como resistencia que la religión de la libertad y el relativismo, o lo que es lo mismo, de la democracia moderna. La pena que causa oír en boca de los más altos mandatarios del mundo, ante el hecho consumado, las lamentaciones que invocan como valor supremo el de la “libertad de expresión” (“La libertad es más fuerte que la barbarie”, ha dicho el mismo Hollande, por ej.), nos recuerda el “pensamiento débil” de que hablara el filósofo Gianni Váttimo para referirse a la post-modernidad, desertora de los valores absolutos que dieron nacimiento a nuestra civilización. Es precisamente este pensamiento débil el que opera como caldo de cultivo para el avance en terreno propio de un mundo tradicionalmente adversario del occidente cristiano.

Ante la explosión de las invasiones bárbaras en el siglo V, el escritor Salviano de Marsella sugirió la original interpretación que veía en los saqueos de las distintas tribus el castigo divino debido al pecado de los cristianos. En este sentido, no es aventurado afirmar que el azote islámico constituye la recompensa, por lo menos natural, a la apostasía de Occidente. Europa, en particular, no parece darse cuenta de ello, con todo, y nada indica que en el futuro lo advierta, sumergida en la inmanencia del materialismo imperante.

El trágico desenlace de las sátiras de la revista en cuestión nos recuerda, de una forma impensada, lo que hemos olvidado quizá, a fuerza de tolerar toda clase de blasfemias e injurias contra nuestras propias realidades sagradas, a saber, la verdad de que toda libertad debe reconocer sus límites en valores más elevados. Quiera Dios que esta amarga experiencia nos lo enseñe.